Tuesday, July 03, 2007

Cimientos de la novela Fantasmas Aztecas

por Ruth Levy




Una larga historia deslabona el camino del canto mágico primitivo hasta la obra literaria actual. La evolución del trabajo del escritor –con respecto a su autonomía en el quehacer de sus narradores y personajes– no llevó una línea tradicional ascendente. Si generalizo, ese progreso emancipatorio ha sido discontinuo; en la poesía arcaica, entre los musulmanes, los chinos, los vedas, los escandinavos, y los indígenas de América, el canto y la palabra eran considerados independientes del autor porque los había “inspirado la divinidad”. Se registran excepciones en grandes obras anteriores ya con el nombre, mas anexionado años después para mostrar una autoridad cultural que garantizaba la autenticidad del texto: Parábolas de Salomón, Salmos de David, Diálogos de Platón, Himnos de Homero, Fábulas de Esopo. El nombre del autor no comienza a reconocerse hasta en el Renacimiento.

La posición del autor frente al narrador circuló (también en el sentido de “caminar en círculos”) durante siglos por rigurosos modelos retóricos, poéticas normativas, estéticas filosóficas, etcétera, que, cada determinado tiempo, exigían de la mayoría de los escritores la institución de otros modelos de temas, de géneros, de técnicas; y aun el estilo estaba condicionado para que se pudieran obtener certidumbres de las fronteras del objeto literario.

Roger Chartier cita el estudio de Foucault: “Qu’est-ce qu’un auteur?” cuando en Libros, lecturas y lectores de la edad moderna, trata de las indicaciones cronológicas que identifican a los textos a partir de su relación con un nombre propio, relación donde el funcionamiento es completamente específico: el nombre del autor:
[...] los textos, los libros y los discursos empezaron a tener realmente autores (distintos a los personajes míticos, distintos de grandes figuras sacralizadas y sacralizadoras) en la medida en que se podía ser castigado, es decir, en la medida en que los discursos podían ser transgresivos (Foucault: 1991, p 63).

Gustavo Sainz, como por fortuna otros escritores, va a transgredir cualquier tipo de canon y a evadir trucos literarios en los que se han amparado tantos para criticar a su entorno; tampoco temió ser castigado cuando, desde su primera novela: Gazapo, ha escrito acerca de los medios de información, de la religión, o del sistema gubernamental y educativo; ni ha adoptado algún riguroso precepto literario. También Sainz ejerce su libertad de creación literaria; en Fantasmas aztecas la comparte con el lector y de ahí mi interés por profundizar en ella, por esudriñar en cómo está construida y presentada una historia, o qué modalidad de enunciación adopta un hecho narrativo.

Después de diversas indagaciones en los resultados de estudiosos de la construcción de la obra literaria, he decidido concordar con aquéllos que presentan objetivamente los análisis tanto de la controvertida vinculación del autor–narrador, como los del, también controvertido, alejamiento entre ambos.

Para el objetivo de este capítulo elijo resumir las investigaciones de tres de ellos, por ejemplo a Edmond Cros, cuando analiza las distintas propuestas teóricas de cuál debe ser la posición del autor frente al narrador, en el capítulo “Relato y personajes como categorías textuales”, del libro Literatura, ideología y sociedad. En el primer subcapítulo: “De la narratología”, Cros expone lo procedente e improcedente de la remisión, o no, del autor con el narrador: él deduce un inconveniente si se le da un valor excesivo a la noción de narrador*, ya que puede llegar a ser un factor de confusión si se le concede un proyecto, una visión coherente y globalizante; luego, sin mencionar nombres, expone: Parece que, a juicio de ciertos críticos contemporáneos, el narrador no es más que una delegación del autor, que de alguna manera es su proyección directa, su sustituto, aunque se suponga que está dotado de una autonomía relativa.

Después precisa que hay que ponerse de acuerdo sobre lo que es y no es el narrador. Asegura que es uno de los centros de referencia interna del discurso definido por una serie de marcas textuales; pero que no es el único, puesto que sería fingido destinarle la responsabilidad de los elementos ajenos a la diégesis como, por ejemplo, la descripción o la digresión; entonces el creador, como rey destronado por la crítica moderna, recobra toda su herencia. El narrador no es un personaje real, no sabe lo que cuenta y menos aún lo que va a contar, en todo caso que es preferible hablar de instancias narrativas traducidas en puntos de focalización de la voz, que no están obligados a ser coherentes; y que hasta pueden llegar a invertirse o atravesarse por discursos eventualmente contradictorios (cfr. Cros: 1994, pp 142 a 145).

También prefiero a Mihail Bajtín en algunas de sus conclusiones acerca de la posición del autor frente a su narrador; por ejemplo cuando, después de analizarla en las diferentes épocas, él prevé que:
el lenguaje del autor tiende a superar el “literaturismo” superficial de los estilos envejecidos, en camino de desaparición, y de los lenguajes de las tendencias literarias de moda, renovándose a cuenta de los elementos esenciales del habla popular (Bajtín: 1989, p 419).

Bajtín afirma que el novelista se inclina por cuanto aún no está acabado, y puede emerger en escena con diferentes papeles de actor, desde aludir a experiencias propias, sostener conversaciones con sus personajes o interferir en ellas, hasta polemizar con sus adversarios literarios. La palabra del autor que representa queda en el mismo plano valorativo que la del personaje y no puede dejar de entrar con él en relaciones dialogísticas y en combinaciones híbridas. Y es exactamente, esa nueva posición del autor primario (autor de la imagen del autor), formal, en la zona de contacto con el mundo representado, la que hace posible la aparición de la imagen del autor en el campo de la representación (op.cit. cfr. p 472).

Incluyo otro punto de vista, el de Julia Kristeva dentro del apartado 3.1.2 “La destrucción del modelo mítico”; ella analiza el modelo actancial mítico propuesto por V. Prop y C. Lévi–Strauss*, y el porqué ya no es viable en textos post–míticos donde el símbolo ha dejado lugar al signo: la comunidad mítica se apropia de los papeles de Destinador y Destinatario porque esa comunidad se dirige a sí misma. Kristeva prosigue que actualmente el sujeto–destinador vive su diálogo con el sujeto–destinatario a través de la estructura dialógica de la novela; resume y concluye que es el autor el sujeto de la narración metamorfoseado al haberse excluido del sistema de la narración integrándose en él; no es nada ni nadie, por consiguiente, desemboca en un anonimato, una ausencia, un espacio blanco para permitir que la estructura exista como tal. En el propio origen de la narración, en el momento mismo en que aparece el autor, encontramos la muerte: la experiencia de la nada. Pero entonces, cuando el autor se establece en ese cero, nacerá el Él del personaje: puro significante de lo vivido por el sujeto de la narración. Realza lo necesario del paso por la muerte del autor para que estructure al sujeto como sujeto de la enunciación (cfr. Kristeva: 1974, pp 112 a 114).

He escrito que existen autores que al haber obtenido otra visión del mundo han procurado independizar su labor de los cánones establecidos para la creación de sus obras, asimismo emanciparse de las corrientes y de los géneros en uso; también hay los que, en el proceso de sus propuestas, aplican, o no, la separación directa, o indirecta, de su autoría ante sus narradores. Acerca de esa separación declara Noé Jitrik, de un personaje de José María Arguedas, en El zorro de arriba y el zorro de abajo, donde el narrador y el personaje llevan el nombre del autor: La distancia ha desaparecido totalmente; pero, en razón de que este personaje está trazado en el borde de las convenciones literarias, el modelo se transforma y el personaje se aleja del autor, se trasciende y se generaliza (Jitrik: 1998, p 229).

Como todo trabajo en proceso, el de los escritores prosigue en forma permanente, y, en su mayoría, subsana o se pliega a nuevos, constantes y empeñosos esfuerzos de: readaptación; de confirmación de sus introspecciones y proyecciones; de descubrimiento, y de invención.

Con el propósito de empezar a acercarme a la parte medular de mi investigación; en este capítulo organicé tres apartados que contienen fragmentos del inicio del trabajo del autor al inventar a su narrador y a algunos personajes; una visión global, una información un tanto descontextualizada de cuanto considero que es la base del proceso de escritura de la novela Fantasmas aztecas de Gustavo Sainz, y que abordaré en el siguiente capítulo.





III.a Construcción del tema y del narrador novelista



Gustavo Sainz, en la construcción de su narrador, partió de su conciencia creadora individual y de su poder de transformación; digo porque él puede hacer cuanto desee con sus ideas y con las palabras, porque demuestra en el texto el manejo de la fragmentación de sus conocimientos, y porque permuta la distancia de la mirada que va a otorgar a cuantos intervengan en su obra. Inventó a un narrador que implícitamente posee fragmentos de su propio conocimiento, a uno al que transformará en puro significante; a un narrador que podría consolidar respuestas al autocuestionamiento*; y que –quizás– tiene sus mismas intenciones de representación y de similares atrevimientos de combinaciones con relaciones dialogísticas.

Una de las influencias a la que es vulnerable el pensamiento del ser humano es que su intelecto puede crear interpretaciones de la realidad diferentes a las condiciones del sujeto en su estado diario de conciencia; también llegar a sintonizar su imaginación: con diferentes niveles de la realidad; con la historia cósmica, particular o universal; con su pasado biológico, cultural y espiritual; o bien como progresión histórica hacia el futuro; y, así, lograr trascender el espacio y el tiempo al prescindir cronológicamente del continuo lineal.

Las novelas son escritas por seres humanos –habitantes del mundo real–, sus personajes aunque ficcionados, la mayoría de las veces se mueven también en un universo escrito “real”, y puede suceder que el narrador quiera desplazarlos a distintos tiempos y espacios conectados con las vivencias mientras desarrolla conexiones significativas entre ellos; así resulta una obra hipertextual –como Fantasmas aztecas de Gustavo Sainz–. Y no tiene que ser forzosamente una migración a otros mundos o épocas, sino aun cuando dentro del texto lo relaciona: con el exterior –involucrándose él mismo, o no–, con el instante de su invención, y con la hora de la recepción del lector. Dependerá del autor, de su manejo del espacio como entidad esencial y susceptible de transformación, si ofrece caminos en la red de conexiones gráficas que tiendan hacia la comprensión total de la obra.

Italo Calvino manifiesta la improbabilidad de la existencia de la literatura sin la diversificación de niveles de realidad*:
es más, la literatura se basa justamente en la distinción de distintos niveles de realidad y sería impensable sin la conciencia de esta distinción. [...] Pero cuidemos de no confundir niveles de realidad (internos a la obra) con niveles de verdad (referidos a un “afuera”). (Calvino: op. cit. pp 339 y 345).

A los niveles de realidad se ligan, indisolubles, niveles de credulidad; Samuel Taylor Coleridge (1772–1834) define tal actitud como suspension of disbelief (suspensión de la incredulidad); y es que el lector hace un pacto ficcional con la “verdad” literaria ya que lo que lee hace temblar gozosamente todas sus seguridades; acepta al buen mentiroso porque la credibilidad de éste es más una cuestión de cómo cuenta algo, que de lo que está contando. Por ejemplo: a pesar de que el narrador me dice que Don Alonso Quijano perdió la cordura, que se convirtió en Don Quijote y peleó contra dragones, yo quiero creer, llego a creer en la realidad de esa gesta por la maestría del narrador en la utilización de los medios lingüísticos que logran efectos estratégicos.

En el universo escrito de Fantasmas aztecas se manifiestan cuatro voces narrativas: la de un narrador que únicamente introduce el libro con tres palabras, la del narrador novelista, la del protagonista, y la de uno de los personajes femeninos; sin embargo, para el propósito de mi trabajo, algunas veces sólo vincularé la del protagonista con la del narrador novelista; ésta, una voz que se moverá en otro nivel de realidad en la ficción, anunciado ya desde en los dos puntos después de la tercera palabra del inicio de la novela: podría empezar así: en mi papel de novelista, a bordo de un minitaxi atrapado entre decenas de coches [...] (Sainz: 1999, p 9)*. De repente se me desplaza hacia la metaficción; o sea, me encuentro de frente a otro ente ficcional dentro de la propia ficción. El narrador fabrica esa segunda “realidad”: estar en el minitaxi atrapado en el tránsito capitalino, en un papel que ha desempeñado otras veces. Esto último queda señalado por el empleo del adjetivo posesivo “mi”, y no del artículo indeterminado “un” o del determinado “el”; un papel de novelista que él mismo constata en el cuarto párrafo: [...] las palabras de la novela que trato de escribir [...] y yo desviándome hacia un nuevo texto, en minitaxi hacia mi nueva novela... (pp 9-10).

El narrador ha incorporado su imagen anterior a un yo posterior; de este procedimiento resultará un escalonamiento de asimilaciones o de apropiaciones sucesivas que no deslíen los niveles de realidad dentro del texto, y que, además, me ofrecen rutas autoelegibles en la red de conexiones gráficas para que las comprenda en su totalidad.

El tema de la novela va a surgir dentro de ese pequeño coche de alquiler que el narrador novelista mencionará docenas de veces y que se convierte en su particular “axis mundi”, en su moderno huevo filosófico y lugar de las trasmutaciones gracias a la magia que encerramos en el minitaxi (p 64). Un tema acerca de lo que él mismo afirma: mi nueva novela trata de la extracción, digámoslo así, del Templo Mayor, entre otras develaciones [...] (p 16). Esas “otras develaciones” alrededor del descubrimiento del Templo Mayor en el centro de la Ciudad de México, con el desdoblamiento del sujeto de la narración, configuran varios temas paralelos que propone el narrador novelista y que podrían conformar otras tantas novelas que quedan inconclusas porque son sólo anotaciones en su cuaderno.

Dentro de ese abanico temático debí esperar –y llegaron– destinos imprevisibles para cada uno de sus proyectos de inclusión de personajes o de acontecimientos para contar. Por lo pronto señalo qué distingo paralelo a la construcción del narrador novelista, y en los metatextos en Fantasmas Aztecas –como obra revertida sobre sí misma en el acto de hacerse–:

• un narrador que utiliza un tiempo verbal condicional;
• otro narrador que es novelista y que recurre a la mayoría de los tiempos verbales;
• el narrador novelista va inventando una novela donde, en un pasado cercano, el protagonista debió cumplir la misión de detener el robo de piezas arqueológicas;
• el narrador novelista se involucra en ese tema;
• en el presente, el protagonista cuenta a otros cómo resultó la misión;
• el narrador novelista propone otros temas con despliegues temporales y espaciales en la historia de algunos pueblos; así como con inclusiones de mitos ya registrados o recién inventados, entre ellos el de fantasmas aztecas que no dejan descansar los restos de Hernán Cortés como castigo por la sangrienta profanación del Templo Mayor;
• el narrador novelista escribe el proyecto de su protagonista y construye a otros personajes;
• el protagonista re–cuenta su biografía al narrador novelista;
• el protagonista actúa el papel que le asignó el narrador novelista;
• el narrador novelista quiere otorgar otro papel al protagonista y retoma el mito de los dioses Huitzilopochtli y Coyolxauhqui;
• sólo en tiempo presente el narrador novelista habla de su novela.

Las estrategias que propone, o que acota, el narrador novelista trasponen los límites, o cánones, que la tradición había erigido contra la realización de una obra artística. Esas recurrencias a variaciones metafictivas en el corpus narrativo llevan al lector del presente al pasado, y del mito a distintos niveles de realidad en el presente de la ficción. Esas libertades metaficcionales me conducen a una variada cantidad de lecturas con diferentes objetivos de indagación y análisis; resultado que presentaré en el desarrollo de este capítulo y, principalmente, en el IV.











III.b El narrador novelista inventa algunos personajes



El narrador novelista de Fantasmas aztecas va a elegir a los personajes que desea que intervengan en su novela, representaciones humanas que desempeñarán un papel como administradores de los fines de una acción pensada, y estéticamente válida. El narrador novelista se preguntará varias veces si sería mejor incluir a determinados personajes de los que ofrece poca o ninguna información; pero sí llego a conocer a los que actúan más en los temas que elegí para ser analizados; sí logro asimilar a su protagonista, al narrador como personaje, a seis mujeres, a Hernán Cortés, y al conjunto de fantasmas aztecas. Esa asimilación me lleva a participar en sus motivaciones, en sus movimientos, y en sus reflexiones porque el narrador novelista comparte conmigo, lectora, su actual proyecto de personajes conforme los va construyendo con: rasgos morales expuestos, secretos comentados, pensamientos manifiestos, sentimientos revelados, recuerdos exteriorizados; todos, elementos presentes en la narración para poder seguirlos en un “verosímil” desarrollo que principia con los fines de un autor que habla de personas que no existen, ni existieron (con excepción de Hernán Cortés).

En Fantasmas aztecas el narrador novelista empieza a escribir sus ideas en una libreta, anotaciones que son expuestas a manera de párrafos –de una línea hasta de tres páginas– con pausas suspensorias entre ellos; los párrafos terminan con puntos suspensivos e inician con letra minúscula excepto cuando la primera palabra es un nombre propio; pero si un siguiente párrafo tiene relación con el anterior, entonces no hay pausa suspensoria y sí una sangría, además de los tres puntos*.

En esas primeras notas, aparentemente en desorden, ciertos personajes principales reciben fragmentos del carácter que los representará, así como algunos indicios de la acción que deberán vivir, o morir, en la novela. ¿Por qué “aparentemente”? Escribí que el narrador novelista se coloca dentro de un minitaxi cerca de las excavaciones del Templo Mayor y que ahí empezará a pensar en una nueva novela, ideas que quedan en su libreta sin gradación en acontecimientos o inclusión de personajes; sin embargo, después de varios párrafos, o páginas, se aclara de quién o acerca de qué hablaba antes; pareciera que las deja (ideas y notas) en compás de espera con esos tres puntos; sin embargo, él afirma que es deliberado:
yo ahora pensando en un capítulo, en unas páginas adonde las voces crucen, se inscriban, se escuchen, se entrecrucen, se esfumen, reaparezcan, inclusive sin que se sepa quién habla, quién dice qué, en dónde se habla, sólo las voces, eso es todo...
(p 126).

Pero aunque escribe que podría ser “un capítulo” donde no se sepa quién habla, etcétera, la aparente confusión persiste en todo el texto.



El protagonista y el narrador como personaje

En la tercera hoja, en un párrafo que resulta de la molestia de sentirse atrapado dentro del minitaxi, el narrador novelista vincula ese desasosiego con lo que será uno de los metatextos, y hablará de personajes todavía sin que se conozca su identidad; las señales son los verbos conjugados en el plural de la tercera persona:
incómodo por el paréntesis de espera, lanzando miradas rápidas al exterior como para prever cualquier sobresalto, miradas ávidas, como hace poco tiempo en Los Ángeles, California, [...] obligándolos* a descender y empujándolos (con brusquedad) para que abrieran las piernas y quedaran arqueadas, inmóviles sobre los coches, palpándoles el cuerpo y humillándolos con esas tentativas de intrusión bajo la vigilancia de un gringo enorme de cara colorada (congestionada), altanera... (pp 10-11).

Cuatro párrafos después se sabe que por lo menos uno de ellos será el protagonista de la novela y que el suceso en Los Ángeles es parte del resultado de una misión encomendada:
al arqueólogo protagonista de mi novela lo llamó el más alto jerarca en cuestiones de Antropología e Historia, y le encomendó la misión de interrumpir el flujo de piezas prehispánicas robadas de México a Estados Unidos... (p 11).

Dos párrafos después ya se ha involucrado el narrador en esa acción de su novela; tal vez lo alentó la quizás mayor credibilidad de contar la escena en la que “él mismo” participa; y en lo sucesivo, estará presente en la misión confiada al arquéologo:
mi protagonista recibió también llamadas de senadores y diputados, y hasta de alguien que dijo hablar en nombre del Presidente de la República, [...] inmerso en una aventura donde todos los acontecimientos, desde el primer encuentro conmigo, supuesto cliente de una banda de traficantes de joyas arqueológicas que lo llamó para hacerlo pasar como su asesor, y lo invitó a viajar para verificar, [...] (p 12).

Ahora se lee que, además del protagonista, el narrador es parte de aquella tercera persona de plural; después ya utilizará el singular y el plural de la primera: cuando estábamos frente a las obras robadas me escuché una exclamación [...] (p 12); y como no sabía muy bien inglés me pidió muy quedo que les preguntara dónde estaban esas piezas... (p 14); esposados como estábamos [...] (p 118).

El narrador novelista regresará a la tercera persona cuando escribe alguno de los probables temas que podría incluir, y, al describir a sus personajes, cómo serían las características físicas, o morales, o las situaciones que se debieran desarrollar, o las que deberán enfrentar; sin embargo, a veces incluirá la primera, como recordatorio de que él lo está inventando. Selecciono las siguientes dos citas, sólo como ejemplificación, porque el análisis pertenece a otro capítulo: de pronto no sé qué hacer con su tartamudez, dónde dejarla [...] (p 84); pretendo que mi protagonista compruebe [...] (p 100).

El invento del personaje principal se va gestando: en mi cuaderno el proyecto de protagonista [...] (p 20); el narrador novelista debió construirle una profesión que lo habilitara a lograr la misión, y que le pudiera contar cuanto iba sucediendo en el Templo Mayor, esto último por medio de sesiones de grabación acerca del descubrimiento, y de acompañarlo a las ruinas o a las clases que aquél impartía en la universidad. A través de esas reuniones el narrador novelista urdirá el entramado de la vida del protagonista.

El arqueólogo tiene un nombre propio: Adolfo Reyes Moctezuma*, pero, como una ratificación constante del papel de ambos, lo llamará mi protagonista cada vez que se refiera a él (con cuatro excepciones entre más de ciento cincuenta donde aparece el sustantivo “protagonista”). Como narrador sólo menciona dos veces los apellidos (las otras serán dichas por distintos personajes); en la segunda, después de que escucha al arqueólogo enlistar los distintos nombres conocidos de Moctezuma, con humorística conciencia de sus facultades de escritor, juega con las iniciales y, en ello resume la totalidad de las acciones de la novela (una patente puesta en abismo):

mi protagonista desenvolviéndose con pedantería, convenido, ordenado, como si desarrollara un armonioso, informado y razonable crescendo sobre la grafía de su apellido:
Moctezuma según Durán y Bernal Díaz
Muteczuma según Cortés
Motezuma para el padre Acosta
Mothecuzoma o Mocthecuzoma para Sahagún
Moteuczoma para Motolinía
Motecuczoma en el Códice Ramírez
Motecuhzoma para Ixtlixóchitl
Moteuczoma para Carochi
Moctezuma para Tezozómoc
Montezuma según la ciudad de San Diego, California...
pero ¿y Reyes Moctezuma?: estirando mi brazo de escritor y mirando la hora antes de verlo de nuevo jugueteando con la pipa apagada...
realmente maravilloso ¿no?
y entonces un juego de dudoso abolengo, pues las iniciales de Reyes Moctezuma eran las mismas que República Mexicana, y por lo tanto iguales a las de Revoluciones por Minuto, Risa Maléfica, Retórica Modernista, Raza Mortal, Realismo Mágico, Rancia Miseria, Rotación Maliciosa, Resaca Milenaria, Reto Mesiánico, Restos Milagrosos, Ruido Maléfico, Rincón mítico, Rey Moribundo, Roca Marciana y Rumbo a la Muerte...
Realmente Maravilloso ¿no?...
y Rigor Mortis: agregué meciéndome atrás y adelante con tono de triunfo, ciertamente divertido... (pp 104-105).

No se ofrece una descripción completa del aspecto físico del protagonista, pero puedo obtener un retrato cercano, y objetivo, con dos exposiciones del narrador, ya que la tercera, del protagonista mismo, aventuro que carece de objetividad:
[...] acariciándose la barba merina y ajustándose los pesados anteojos* (p 13);

oye, desde que no te arreglas las barbas te pareces más a Dostoievski...
sí, nada más que un poquito más fiodor, maestro...
no deveras, tienes mucho de patriarca, pero más bien como de sacerdote metodista soviético salido de un daguerrotipo... (p 55).

[...] es que mandamos nuestra descripción, el vuelo en que llegaríamos, cómo íbamos vestidos, en fin un arqueólogo muy guapo, de barbas, muy apuesto, con anteojos y un portafolios, ya saben, toda la descripción... (p 72).

Varios aspectos de la vida o carácter del protagonista son presentados tanto en la voz del narrador novelista, como en la del profesor Reyes Moctezuma mismo. Podría ser que primero escribía el proyecto y luego dejaba que el protagonista lo desarrollara; sin embargo, a veces es inverso el procedimiento, como ejemplo nótese el número de las páginas en las siguientes cinco citas:
[...] y es que mi padre era embajador en varios países, en Panamá, en Ecuador, en Nicaragua, etcétera; entonces al llegar a México otra vez empecé apenas a comer lo mexicano, porque a mí me sacaron de México a los seis meses, yo nací aquí en el Hospital francés, entre plata y oro, pero mi papá nos llevó y regresamos cuando cumplí doce años, y hablaba con vos y toda la cosa ¿no? [...] (p 37).

díganos usted ¿qué cla, qué cla, qué clase de daño?... (p 82).

[...] ese cabrón es más tartamudo que Demóstenes...
imáginate tú, yo el principal sospechoso porque tartamudeaba... (p 84).

Lo que había sido escrito en el cuaderno del narrador novelista es lo siguiente, y se lee en los últimos capítulos de la novela:
[...] mi protagonista, arrojado al mundo una noche de Año Nuevo con todo el personal del hospital borracho y salpicado de confeti, [...] (p 144).

[...] mi protagonista (niño) ingenuo al responder porque asimilaba ciertas características regionales de República Dominicana, Panamá y Costa Rica, en su infancia llegó a confundir tanto sus movimientos como su acento al hablar, eso que los antropólogos llaman características estereométricas, o lo invisible de un país hecho ritmo y estilo, cifras que a él le provocaban un cómico y cada vez más desesperante tartamudeo [...] (p 192).

Pero su padre no era embajador, sino agregado cultural; en las tres líneas anteriores de esta cita dice el narrador: su abuelo embajador despertándolo a media noche para acusar los devaneos de la abuela, [...]; y lo repite cuatro veces en un largo pasaje de cuatro páginas con una fase del proyecto de protagonista, ahora de su niñez, en donde también le fabrica una desmedida fantasía producto de las locuras del abuelo y de las historias que le contaba la abuela; fantasía que demuestra de adulto al exagerar los acontecimientos, y hasta mentir; recordemos al padre agregado cultural, y cuando platica que nació en el Hospital Francés entre plata y oro: “ligera variante” del confeti y del personal borracho.

De esa manera también leo el proyecto de la juventud del protagonista:

y ya con la botella y un vaso en las manos mírenme allí pensando ahora en 1958, en un grupo de jóvenes sentados alrededor de una mesa de la cafetería de la Facultad de Filosofía y Letras, en la Ciudad Universitaria, la tarde tan dorada que cualquiera podría mirando hacia atrás, perdonarle todo a López Mateos, el estacionamiento de la Facultad de Leyes lleno de camiones secuestrados, mi protagonista con dieciocho años a cuestas, sólo con oídos y ojos para su actual esposa [...] (p 126).

el exceso de espuma deslizándose lentamente por las paredes del vaso, derramándose, fragmentándose en montones de burbujas aglutinadas, mientras trataba de armar en la cabeza el reencuentro de mi protagonista con su novia de antaño [...] imaginando, inventando más bien al adolescente militante de las Juventudes Comunistas [...] invitándola a tomar una copa, a hablar frente a frente, el corazón de mi protagonista sacudiéndose furiosamente adentro de su pecho en grandes trozos mellados, inclusive un poco asustado y pálido [...] ¿y no era esto terriblemente contrarrevolucionario?... (p 204)*.

Luego las adaptaciones resultantes en voz del protagonista:
[...] llegó el día en que tuve que romper con la cuestión eclesiástica ¿no?, porque yo era muy religioso ¿verdad?, me soplaba todas las vidas de santos, [...] entonces al romper con esa religiosidad, claro, empecé por irme totalmente al otro extremo ¿no?, a otros temas: entonces la escuela de Antropología me sirvió mucho, yo entré saliendo de la Prepa, a los 18 años entré en esa escuela [...] novelas que siempre me atraían como las primeras de Carpentier y Las palmeras salvajes de Faulkner en la traducción de Borges, en fin, una variedad inclemente de cosas, y en esa época descubrí a Rilke [...] y entonces en esa época, a los 18 años, 19 prácticamente, claro, empecé a ver también el otro lado y leí el Manifiesto Comunista, guau, empecé a leer una serie de obras de ese tipo y acabé inscribiéndome en el Partido [...] (pp 199-200).

Y con ese discurso entre agitado, lleno de chispa, repetitivo y narcisista, siguen tres páginas ininterrumpidas que contienen: una anécdota acerca de cómo los timaron con el dinero que le pidieron para la credencial; del trabajo de campo que realizaban: repartir revistas con los debates de Fidel y Raúl Castro, pintar las paredes y faltar a clases; después, participar en diferentes grupos o movimientos donde sólo planificaban acciones y jamás realizaron alguna hasta 1964 en que ya asistía a prácticas guerrilleras: un reducto de lo que había sido el grupo Jaramillo en Morelos y Guerrero; fue entonces cuando se dio cuenta de la seriedad con que se trabajaba, que debería intervenir en la formación de la primera guerrilla, y sintió un miedo del carajo, pero se le ocurrió a alguno decir que no podían integrar ese grupo con gente que tuviera impedimentos físicos, y como él necesitaba anteojos a causa de su extrema miopía, fue excluido victoriosamente; y que ahora sólo colaboraba libremente con cuanto apoyara un cambio social.
Como todo lo anterior citado se leen varios ejemplos de pequeñas o mayores discordancias y exageraciones; y el narrador novelista “reconoce” los atajos o circunvalaciones en el discurso del arqueólogo:
mi protagonista hablando sin interrupción, deteniéndose a veces para intentar ordenar ese desordenado pulular sin comienzo ni fin ni orden en que se han convertido sus confesiones, haciendo chocar la pipa que agita entre los dientes, mirando o queriendo mirar hacia el interior de sí cuando no nos mira alternativamente o fija su vista en la grabadora... (pp 198-199).

Sin embargo, quiero colocar tales actitudes en uno de los planos de realidad donde el narrador novelista se permite liberar un poco a su personaje del proyecto primario; habrá sucedido mil veces a cada autor que prefiere modificarlo durante el desarrollo de su escritura, pero en esta novela es relevante porque queda registrado “el original”. Lo que a continuación dice Todorov se refiere a narradores, pero me atrajo porque se ajusta a las actitudes del narrador y del protagonista; una, sujeta a la realidad de los hechos; la otra, desde su exagerada fantasía: En tanto narrador su discurso no debe ser sometido a la prueba de verdad; pero en tanto personaje puede mentir (Todorov: 1995, p 69).

La siguiente cita podría ser el resultado de ya varias páginas escritas en el cuaderno de notas del narrador novelista acerca del proyecto de Reyes Moctezuma, quizás cuando aquél se da cuenta de que éste se desvía del esbozo primario a causa de posturas emocionales y volitivas; entonces, en la mitad del texto, en seis líneas, sintetiza una fiel descripción:
sí, como un impenetrable villano del (antiguo) cine nacional, un sonriente locutor de televisión y director de cine, un empresario transnacional, un personaje de novela, un antropólogo incipiente, un comerciante, un político, un director de museo, apellido insolente de evidencias infinitas, sugerencias múltiples, alusiones en cadena, resonancias, insinuaciones que convergían desde direcciones lejanas e inverosímiles, variaciones fermentadoras, en fin... (p 104).

En el caso del narrador, como personaje–supuesto cliente, no habla de su aspecto físico o de lazos familiares (como novelista sí tiene esposa, hijos, madre y una hermana); sólo se limitará a acompañar al arqueólogo para rescatar las piezas arqueológicas.

Dos constantes se mantienen en la participación del narrador novelista como narrador–personaje en la misión encomendada al arqueólogo: uno se inmiscuye como escritor y el protagonista deconstruye el suceso otorgándole el carácter irónico y exagerado que le caracteriza.



Hernán Cortés y fantasmas aztecas

En el folclor de numerosos pueblos se habla de almas inquietas que vuelven a la Tierra, fantasmas que “regresan” cuando creen que tienen “cuentas pendientes” con los aún vivos, y los ayudan, los persiguen, o se diviertesn con su temor.

Para presentar a estos personajes debo retomar uno de los temas principales que elige el narrador para su novela: fantasmas de aztecas asesinados deciden asediar a Cortés desde en su lecho de muerte; y cómo la está construyendo el novelista: él dice que escribe notas desorganizadas, que este libro podría llegar a leerse como un rompecabezas... (p 102), hasta cita a Georges Bataille: el desorden es la condición de este libro... (p 173). El narrador, en su papel de narrador novelista, recopila datos e ideas como material utilizable y casi al final del libro asegura: [...] empecé a aislar anotaciones sobre una probable novela que emprenderé tan pronto pueda... (p 183); pero, esas notas ¿sin organizar? son las que conforman Fantasmas aztecas y en algún párrafo se logra encontrar el inicio o la continuación de los temas, y también cobra sentido esa aparente confusión de apariciones de personajes o acciones realizadas.

Con esta ligera base regreso al objetivo de este apartado. El narrador se inventa dentro de un minitaxi detenido cerca de las excavaciones del Templo Mayor y tiene la intención de escribir una nueva novela que trata de la extracción, digámoslo así, del Templo Mayor, entre otras develaciones [...] (p 16); él conoce la historia de los aztecas, de sus emperadores, de sus dioses, mitos y leyendas; conoce la historia de la conquista de México, de quienes participaron en ella, de los mitos y leyendas que se generaron a partir de ella y, en diversas partes del libro, ofrece información verídica de ambos temas.

De veinticinco páginas –sin cronología, ni orden numérico– donde se mencionan los nombres de Cortés y de fantasmas aztecas, encuentro solamente ocho citas de cuando el conquistador estuvo en México; el resto refieren tanto su muerte en Sevilla como la aplicación de la venganza de los fantasmas, a través de los que se extrae el motivo de ella.

En la construcción de los personajes el narrador novelista comienza por otorgarle a Hernán Cortés facetas de su carácter cercanas a las que ha registrado la historia de la conquista de México:
Hernán Cortés en este libro, acorralado y feroz, su barba enardecida por una acumulación inusitada de moscas (casi) hirviendo, decidido inclemente a conquistar el Templo Mayor: [...] (p 10).

calculador e iracundo, frío (casi) grotesco, un brazo más corto que el otro, desmedrado, bajo de estatura, pleno de estigmas degenerativos, las manos sucias de sangre, como lo imaginó Diego Rivera en los murales de Palacio Nacional y del Teatro de los Insurgentes... (p 75).

horrorizado y cubriéndose la nariz la primera vez que subió al Templo Mayor, asqueado por el hedor de sangre y los corazones de los recién sacrificados*, oprimido por el sonido (lúgubre e imponente) de un enorme tambor cubierto con piel humana, y más o menos cordial y mordaz al decir a Moctezuma que cómo él, tan sabio, no había deducido que esos ídolos no eran dioses, sino cosas malas como diablos y pedir que lo dejara instalar en lo alto de esas imponentes torres una cruz, y entre los adoratorios (de Huitzilopochtli y Tláloc) hacer un nicho donde aposentar la imagen de la santísima virgen... (p 76).

Pero, cuando de inmediato se pregunta cómo hacer creer que alrededor de la palanca de velocidades brotan sacerdotes vestidos como los principales dioses del panteón azteca [...], y que el Templo Mayor es el espacio sagrado de los aztecas... (p 10) y, después su sentencia: yo pensando que todos los mancilladores del Templo Mayor de los aztecas, sin importar si fueron bien intencionados o no, todos han sufrido un infausto destino... (p 65); entonces, el narrador novelista, consciente de que está escribiendo una novela, anuncia la ficción que ha elegido:
y en el caso de Hernán Cortés, gracias a la magia que encerramos en el minitaxi, huevo filosófico y lugar de las trasmutaciones, fantasmas aztecas ciegos o desollados, con ojos y boca como puntos, violando su tumba y dispersando sus huesos, algunos volando a través del océano y trayendo sus huesos a Texcoco [...] (p 66).

Con la magia de la palabra va a trasmutar el tratamiento que dará a la personalidad de Hernán Cortés a quien, en sus últimos días, presentará enfebrecido de temor y de cobardía hasta hacerlo morir inmerso en insania mental: Hernán Cortés en un ataúd muerto de calenturas y angustia... (p 121).

El narrador novelista conoce la verdadera historia acerca de los restos del conquistador; lo anota en diferentes partes del libro: Hernán Cortés murió el 2 de diciembre de 1547, en Castilleja de la Cuesta, Sevilla; él mismo había pedido que los regresaran a México; no es hasta 1823 que son trasladados a nuestro país, al Hospital de Jesús; poco tiempo después, dado el ambiente político de la época, don Lucas Alamán (el entonces Ministro de Relaciones Interiores y Exteriores) tuvo que sacarlos y esconderlos rápidamente por el temor de que los independentistas “profanaran sus restos”. Tras una larga búsqueda fueron encontrados en el propio hospital el 26 de noviembre de 1946 y, en 1947, reinhumados en el mismo lugar por lo que Cortés había determinado en su testamento: que quedaran en esa institución fundada por él, en ese espacio donde se desarrolló su primer encuentro con el emperador Moctezuma. En cuatro ocasiones cambiaron de sepultura los restos de Cortés; hecho verídico que aprovecha el narrador novelista para permitir a fantasmas aztecas el placer de la venganza, que decidan ellos el destino de los restos del conquistador durante los siguientes siglos, que sean ellos quienes los muevan y escondan para evitarles el eterno descanso porque él no les concedió el honor de morir dignamente en una batalla justa, o sobre la piedra de los sacrificios:
[...] violando su tumba y dispersando sus huesos, algunos volando a través del océano y trayendo sus huesos a Texcoco [...] (p 66).

los huesos de Cortés enterrados en Texcoco y desenterrados 80 años después para cambiarlos a México, mil veces bendecidos y vueltos a bendecir, emparedándolos en el presbiterio de la Capilla Mayor de San Francisco, a donde se olvidaron por todos excepto por los fantasmas aztecas, ya que 100 años después, cuando trataron de desenterrarlo, no estaban en el presbiterio y tuvieron que derribar toda una pared hasta dar con él [...] (p 19).

[...] desenterrándolos sigilosamente y cambiándolos de sitio, para que no los encontrasen, acompañado siempre por un denso cortejo de sombras y ecos errantes que lo enlazaban y dispersaban, agitado cada vez más por la conjuración de esos fantasmas aztecas ,[...] (p 79).

y un siglo después esos restos habían sido tantas veces mezclados y confundidos, enterrados y desenterrados por la jauría de fantasmas aztecas enardecidos, en espiral ebria, pringosa, revolviéndose, tropezando, que la última vez olían a yeso enmohecido, y a pesar de los reflectores se veían grises, indecisos, torpes, débiles, lamentables, como si fueran sombras de osamentas, insinuación de esqueletos y origen de sospechas... (p 169).

y luego el derrumbe de la tutela española, los caudillos de la Independencia cabalgando hacia la capital y el capellán mayor del Hospital de Jesús asustado, oyendo ladrar a los perros, temerosos de que el ánimo exacerbado de las chusmas independentistas llegase a destruir los restos de los restos de los restos de Hernán Cortés [...] (p 79).

En los campos de batalla morían muchos de ambos bandos, la mayoría aztecas; pero en Cholula, y en el Templo Mayor, Cortés ordenó asesinar a miles que se encontraban indefensos. A pesar de que la siguiente cita está estructurada como una nota a desarrollar después (y de la inclusión de dos modernos automóviles en la época en que se escribió la novela), la corta descripción seca y precisa del narrador novelista, con pocos verbos, arroja un flujo ininterrumpido de sensaciones que estallan como fogonazos; casi como un listado pero sin entonación neutra, tampoco tremendista, sino con mirada de fabulador y descriptor profesional ofrece una imagen completa del drama real acontecido en esos dos lugares de exterminio; matanzas que los fantasmas aztecas no olvidarán y que serán mencionadas varias veces cuando ellos se acerquen a Cortés, o a sus restos:
Hernán Cortés por allí o alguno de sus hombres, sí, enflaquecido o disminuido por la disentería, descompuesto, los ojos orlados de rojo por lo prolongado de las batallas, la barba descuidada y sucia, tieso tras el volante de un fairmont o un galaxie, envalentonado y fanático porque en Cholula degolló (en menos de dos horas) a más de seis mil personas, y en el Templo Mayor, una vez que Pedro de Alvarado cerró los accesos y los nobles (lujosamente ataviados) empezaron sus ceremonias, cercenó manos y cabezas, ahogó y mató hombres y mujeres hasta que la sangre corría por los escalones como agua cuando llueve, y arrebató joyas ensangrentadas de tripas y dedos engarrotados, jirones de telas, penachos deshechos, retorcidos, esparcidos, banderas rasgadas, deshilachadas sobre el piso enrojecido de la pirámide, sí, aunque muchos no lograron librar canales ni saltar arroyos, cargados como iban de oro después de tan feroces asesinatos...
murieron ricos, escribió alguien...

La cáustica frase del final, acerca de la muerte de algunos soldados avariciosos, es una entre varias que marcan el final de una idea.

El narrador novelista piensa en su tema cuando está frente a las excavaciones del Templo Mayor, reflexiona en cómo dejará libre a su imaginación para que sus ideas se transformen en palabras:
yo en el minitaxi, fetilizado o embarrocado por la acción mental de abandonar una imagen tras otra sin propósito, deseoso de dominar, interpretar el espacio sagrado e inmutable de los aztecas, las ruinas, esas cenizas perennes, los fantasmas tan repentinamente exhumados, comparando la exploración de mi inconsciente con las excavaciones arqueológicas, [...] (p 16).

Empieza a dar forma a la acción a pesar de sentirse fetilizado o embarrocado, está deseoso de dominar, dominar con su palabra gracias a la magia que encerramos en el minitaxi. La siguiente cita es la última que se lee en la novela acerca de los fantasmas, pero recordemos el aparente desorden en que los párrafos son mostrados: por encima de los edificios un ruido de fantasmas llena la extensión del cielo, vociferando, el espacio mismo en insólito trance... (p 196); entonces, en ese insólito trance transportará a los fantasmas tan repentinamente exhumados hasta Sevilla en diciembre de 1547 para que acosen a su victimario desde en sus últimos días de vida:
o Cortés en su lecho de muerte viendo repentinamente, sus ojos dándose vuelta, con ganas de gritar, gritar como un animal acosado, pero como si una fuerza extraña lo arrebatase riendo frenéticamente, con aliento cortado, reducido a un puro grito de miedo, un grito que veía ante el advenimiento de la muerte, aceptando su final sin abatimiento, con miedo y únicamente miedo, porque estaba cogido por la garganta y no veía nada, no veía absolutamente nada... (p 28).

El narrador remarca “viendo” y “nada”: Cortés sintió, supo que “algo” estaba sucediendo cerca y dentro de él; pero, imposibilitado para defenderse, acaba por perder totalmente la razón: o entre sudores y olor a ungüentos mágicos cree estar rodeado de castellanos y aliados indios [...] y cree montar, cree estar junto a peñascos [...] (p 122). El conquistador profesaba la religión católica, sin embargo, en esos momentos de delirio y de temor, quizás homologado con los aztecas y otras etnias, mezcla sus creencias con las propias con una leve esperanza de obtener absolución o su aceptación en el cielo; pero el narrador lo ha enloquecido de tal manera que al final lo hace reconocer la inutilidad de sus esfuerzos:
Cortés enfebrecido creyendo que un criado fiel lo acompañaría a treinta y tres leguas de la ciudad y allí haría fuego, ya lejos, y allí leería un texto de las sagradas escrituras y entonces en el humo de la hoguera subiría a los cielos su Ángel Custodio, desplegando sus inmensas alas...
creyendo que romperían el último espejo en el que se había mirado, desvalido, ya que conservando intacto el espejo permanecería algo suyo, lo que impediría que su alma abandonase rápida y definitivamente las alamedas terrenales...
recordando que entre los salvajes persas sasánidas el nuevo monarca privaba de la vista a los que habían contemplado al rey muerto o en el momento de su agonía...
¿o no estaría entre esa masa incierta de indios desharrapados el muchachito que debería acercarse sigilosamente con un cántaro de agua?...
¿quién de sus familiares o criados embadurnarían el pan con sus cenizas y lo comerían en silencio?...
¿quién recogería las lágrimas de quienes lo lloraran y las bebería como única bebida en la comida funeral?...
pensando que en el cielo, setenta varas más abajo del pie izquierdo de Dios, estaba el ángel con el enorme libro en el que están los nombres de todos nosotros, el ángel que tacha nuestros nombres con un vigoroso trazo de pincel, y cómo sintió el roce de una ráfaga, entre las vigas del techo nubecillas vagabundas que parecían abrirse paso entre un gentío traslúcido, murmurador, corrosivo...
cómo sintió una ráfaga violenta como un mensaje de horror, pensó que el ángel del libro había pasado la hoja y encontrado su nombre en el cuerpo de un muchacho azteca que se cernía sobre él para cerrarle los ojos y abrirle un improvisado tragaluz a la altura del corazón... (pp 171-172).

Leo en el último enunciado connotaciones antagónicas: después de ser crucificado, Jesús de Nazareth recibió una lanzada en el corazón para comprobar su muerte; y, a los sacrificados en el Templo Mayor, se les abría el pecho para extraerles el corazón aún palpitante y ofrecerlo al dios Huitzilopochtli. Ambas acciones deberían conducir a los hombres al reino de las sombras y de los muertos; pero Cortés, en su delirio, pensó que un joven azteca le cerraba los ojos y le abría un improvisado tragaluz, quizás para que su corazón sí obtuviera algún vislumbre.

Los fantasmas ya se han posesionado del espacio que rodea a Cortés, ahora el narrador les allana el camino para que ellos inviertan el doloroso e impotente papel que les tocó desempeñar en la historia de la conquista de México:
los fantasmas del Templo Mayor primero víctimas y luego jueces e implacables verdugos,[...] (p 170).

como en su lecho de agonía rodeado de fantasmas, horda mortal de avidez extrema y ferocidad extrema, también astucia, azuzándolo con la animosidad con que desperdigarían su osamenta, recogiendo sus huesos como los conquistadores recogían el oro, recogían las piedras preciosas, recogían esclavos, destruyendo todo aquello que no podía venderse en Europa, disciplina y devastación simultáneas... (p 18).

¿a qué olería esa reverberación de fantasmas aztecas alrededor de la cama donde agonizaba Cortés?...
[...]
oliendo a orines, seguro que apestaba a orines o a algo peor, como mi madre cuando la encontraron... (pp 171-172)*

Quien despedía ese olor era Cortés y no la reverberación de fantasmas aztecas.

Ahora no puedo dejar de mencionar a las moscas, a las que el narrador hace cumplir una tarea tan importante como la de los fantasmas a pesar de las pocas intervenciones de ese insecto díptero.

Existen animales que se relacionan con el mundo de los muertos. Entre aquéllos, por sus características, se suma una serie de insectos en estrecha vinculación con los dioses de la muerte. Tal es el caso de arañas; alacranes; ciempiés; y gusanos que en ocasiones se encuentran en el cabello crespo de Tlaltecuhtli; gusanos y abejas en mitos como el de la bajada de Quetzalcóatl al Mictlán cuando va a buscar los huesos de los antepasados y llega frente a Mictlantecuhtli, quien hace sonar el caracol que perforan los gusanos, y las abejas que lo hacen sonar en su interior.

Para los griegos la mosca era un animal sagrado con el se conocen otros nombres de Zeus y de Apolo. Tal vez evocaba el torbellino de la vida olímpica o la omnipresencia de los dioses.

Entre los manileké y los bamún (Njinji) la mosca es el símbolo de la solidaridad. En el reino de los pequeños insectos alados la unión hace la fuerza; una mosca sola está indefensa. Si zumban, revolotean o pican sin cesar, las moscas son seres insoportables. Se multiplican entre la podredumbre, transportan los peores gérmenes de enfermedades y desafían toda protección.

Las moscas simbolizan una incesante persecución (cfr. Chevalier: 1999, p 729).

Y las moscas, en la novela Fantasmas aztecas, inician la persecución a Hernán Cortés desde que éste llega a Tenochtitlan; en vida sólo se alojarán en sus barbas: el lugar ideal más cercano a su boca:
Hernán Cortés en este libro, acorralado y feroz, su barba enardecida por una acumulación inusitada de moscas (casi) hirviendo*, [...] (p 10).

los conquistadores además de Cortés (y su barba de moscas furiosas); [...] (p 78).

Las moscas revolotean alrededor de él, pero también pueden habitar en su interior homologadas con su esencia. Como el narrador conoce el miedo que causa Cortés entre los indígenas, entonces inventó una tradición que se ajusta a ese temor mítico ante quien consideran poseedor de fuerza maligna, y que la hace representarlo ante ellos después de que en Cholula mandó degollar a más de seis mil personas:
o esa tradición cholulteca que sostenía que las moscas eran los sueños y los pensamientos maléficos de Cortés, demonio fiero, políglota y coprófago**, cuyo nombre podría interpretarse como el de Príncipe de las Moscas***...
sus sueños entonces, y sus razones, y sus palabras, transformándose instantáneamente en enjambres de moscas que se dispersaban al viento... (pp 28-29).

Las palabras de Cortés se convierten en moscas que se dispersan al viento: las moscas ya no se quedan unidas y pierden su fuerza; así se debilitan también las palabras del que se cree superior a los aztecas, del que habla varias lenguas. Las palabras del Princípe de las Moscas ya no causarán temor, ya serán vulnerables a los oídos de sus soldados; lo constata el narrador al contar acerca de la desobediencia de ésos cuando Cortés les ordena que destruyan la estatua de Huitzilopochtli a su entrada en el Templo Mayor:
[...] Cortés grita que se despedace la (monstruosa) estatua de Huitzilopochtli, entre fanfarrón y despectivo (desafiante), pero nadie acepta, todos temen, porque terribles sortilegios se cernirán sobre aquel o aquellos que lo hagan, y Cortés vocifera molesto, sacrílego, extrañado de no turbar ni asustar con las palabras... (p 18).

Al morir Cortés en Sevilla, las moscas acompañan al cadáver en su tumba y, entonces, ya se apoderan de sus entrañas aunque todavía salen por sus barbas. Ahí es donde ceden su lugar a fantasmas aztecas que ya habían estado acosándolo desde en los días anteriores a su muerte.

En la siguiente cita el narrador novelista devuelve a los espíritus su anterior carácter humano puesto que a un fantasma no le estorbaría un enjambre de moscas; también concede a los espectros una actitud humana: contar días y pasos para alejarse de ellas; y aun les restituye la corporalidad ya que pueden sostener un cuchillo y tocar el cuerpo:
Cortés por dentro lleno de moscas (que le salían por las barbas) y cuando los fantasmas aztecas abrieron su ataúd por primera vez, todavía en España, tuvieron que alejarse varios días a setenta pasos esperando que se fuesen todas las moscas que habitaban su cuerpo antes de lograr acercarse para cortarle la lengua y desmembrarlo... (p 29).

Cortan la lengua del que en vida vociferaba ordenes de exterminio; ahora no podrá ni siquiera quejarse.

Las moscas unidas por millares demuestran su poder; el número de aztecas en el Templo Mayor era superior al de los españoles, pero, indefensos ante las armas de los otros, miles fueron asesinados. Después de su muerte Cortés está solo, y los fantasmas numerosos; aunque fuera después de la muerte, la unión sí hizo la fuerza.

El narrador de El arpa y la sombra (Alejo Carpentier, 1979) otorga a Colón* el tiempo y los medios para ese “ajuste de cuentas” (Bajtín) que el descubridor de América debía a Dios y al mundo; el narrador novelista de Fantasmas aztecas conviene en que los propios espectros no se lo concedan a Cortés:
umbral del reino de los muertos, espejismo acechante, aire coagulado, espectros sin nombre, cuerpos caídos del infierno, deshilachados, como removidos por la marea, visitantes de última hora, nocturnidades resplandecientes arrastrando vendajes, aire macilento, condenados que dejaban atrás su hibernación en alguno de los 99 pisos del inframundo, fantasmas pacientes, infame turba, intrusión perturbadora, compostura insólita, transgresora, acusadora... (p 171).

El narrador condesciende en que lo torturen desde en los últimos momentos de su vida porque ellos sufrieron una muerte deshonrosa, porque conocían su carácter vil y sanguinario; porque no pueden olvidar esas escenas de horror sangriento, las que le serán espetadas con rencor acumulado:
o de pronto es como si el minitaxi fuese una antigua casa en los aledaños de Sevilla donde Cortés agoniza de calenturas y angustias bajo las miradas cuidadosas de escribanos, amigos y albaceas; pero también desvanescientes, prorrumpiendo entre cortinajes y ornatos fluorescentes, transfigurándose y agolpándose, cientos de hombres sin manos, niños desmembrados, adultos taciturnos manchados de sangre, obtusos y anónimos; guerreros con media cara borrada por un arcabuzazo, cuerpos sin cabeza, mujeres de senos cercenados y ojos glaucos sollozando sin ruido, niñas violadas, vaporosas; jóvenes con las mejillas marcadas por hierros candentes, sacerdotes sujetándose las entrañas fuera de lugar, hermanas con los corazones de sus hermanos entre las manos, acusándolo y desenmascarándolo con palabras lúgubres como desenterradas, significándolo como traidor, simulador, hipócrita, ingrato, mentiroso, ladrón, secuestrador, torturador, arribista, despiadado, asesino inclemente y sanguinario, con labios de piedra y rumores vegetales, llamándole miserable de mil maneras, de un millón de maneras, e insultando la vida a través suyo...
esos murmullos de pronto claros para cumplir distancias, pasar de luz a sombras y viceversa, Cortés retorciéndose como si le quemaran las plantas de los pies...
(pp 121-122).

Considero el segundo párrafo de la cita como una reflexión del narrador novelista para la novela que escribiría después, en la que obligaría al conquistador a darse cuenta de lo que pretenden los fantasmas que lo acosan, y entonces le provocaría esa mimesis con Moctezuma para redoblar su desesperación.

Gilbert Durand, en el capítulo 9. El siglo XX y el regreso de Hermes, de su libro: De la mitocrítica al mitoanálisis, habla de la quiebra del mito de Prometeo ante la curva de la mítica romántica, una curva redentora siempre en ascenso a partir de una caída, una redención a partir de un pecado, el triunfo de un principio: el fin de Satán. Durand ejemplifica cómo Baudelaire –a quien llama uno de los “primeros restauradores del mito hermetista”–, en Las flores del mal, es sensible a la antítesis y a la antífrasis (con sus figuras oximorónicas*); que el final no es tanto la coincidentia oppositorum (Nicolás de Cusa), como sí la inversión de las situaciones y de los valores iniciales. También cita a Hegel cuyo mesianismo barre la presencia de la antítesis, una falsa síntesis que Durand concluye en que culmina en una tesis única y victoriosa (cfr. Durand, 1993: 275 a 277).

En la novela se invierten valores no iniciales tradicionales, pues Cortés no obtendrá la redención de su pecado a pesar de haber sido desmembrado –todavía en su tumba española–; un hecho que, según tradiciones varias, debería satisfacer ya a los vengadores o a los deudos de algún infractor, y absolver a éste de penar por siglos. Los fantasmas aztecas parten de su caída en una tesis única y victoriosa; el narrador novelista no permite un rescate a pesar de que en algún momento escribió que Cortés podría pagar por su crimen y descansar en paz:
como si mi protagonista de pronto diera vuelta a la Historia y estuviera allí junto a Cortés con una memoria del futuro, viéndolo gemir pensando que en su caso se cumplía esa ley moral universal donde cada quien obtiene lo que paga y paga por lo que obtiene, como el Cura Hidalgo que pondría en marcha la Guerra de Independencia y perdería la cabeza igual que sus compañeros de gesta, o Vicente Guerrero y Francisco I. Madero que serían traicionados... (p 62).

En cuanto a los fantasmas aztecas, la curva redentora, de la que habla Durand, siempre en ascenso a partir de una caída y, la redención a partir de un pecado, se manifiestan invertidas así como las situaciones y los valores iniciales: los fantasmas no habían cometido pecado, pero se saben deshonrados, y también desean vengarse de aquél que asesinó impunemente a ancianos, mujeres y niños. Solamente con el asedio eterno serían redimidos:
el mismo ruido que hicieron en el Hospital de Jesús cuando desenterraron la urna con los huesos de Hernán Cortés, [...] más cierto aliento frío que no era otra cosa que el tránsito de vengativos habitantes del sobremundo, finados vespertinos, huestes guerreras, ánimas que terminarían de redimirse si alteraban el perpetuo descanso de esos huesos, danza macabra de esqueletos polvosos sin cabeza o sin manos o sin pies, de manera que costaba trabajo cerrar de nuevo la urna, como si el aire se llenase de manos y brazos, o el aire se espesara por la confluencia de espectros interesados que aleteaban o gemían o se derretían o fluían dentro, como si el aire silbase entre un cráneo vacío, como si nacieran ruidos dentro de la urna forrada de plomo, o el arca se resquebrajara de pronto, envolviéndola a duras penas, cerrándola o emparedándola así, con escalofríos y ascos, presionados por magna asamblea de espectros que vigilaban allí desde tiempo atrás, y que se quedarían tan vigilantes como desafiantes... (pp 78-79).

Es una magna asamblea de espectros la que vigilará la tumba donde quedaron los restos de los restos de Cortés; porque el narrador novelista sí otorga a los fantasmas de los aztecas exterminados en el Templo Mayor la satisfacción del deber cumplido:
los fantasmas del Templo Mayor primero víctimas y luego jueces e implacables verdugos, ciegos, ensimismados, agobiados, desceñidos, triunfantes y gozosos empezando a dispersarse en el viento, satisfechos, ascendiendo (impalpables), borrándose con un rumor inexplicable y poco discernible dado el fragor del tráfico urbano, turbulentos y ascendentes... (p 170).

Ahora ya pueden ir a ejecutar todos los pasos requeridos para llegar al reino de los muertos y sí descansar en paz.

Deseo finalizar esta sección del capítulo con una cita que no se refiere a los fantasmas sino a otro papel que se le ha asignado al principal protagonista; el narrador novelista sólo registra el tránsito (nueve estadios) que cualquier difunto debe acatar para gozar de la eternidad; sin embargo, pienso que aplica a la perfección para el final del destino de los fantasmas aztecas: y tendría finalmente que atravesar nueve ríos (llamados Chiconauhapan), antes de crecer desmesurado y dispersarse e incorporarse a las constelaciones que brillan en el cielo de México... (p 213).



Cinco mujeres y una diosa

Juan José Arreola resumió con virtuosa y bella precisión la imagen de la mujer dentro de una obra de arte: Las mujeres toman siempre la forma del sueño que las contiene (Arreola: 1992, p 81). No ahondo en connotaciones sicológicas de encierro o dominio, sólo manifiesto que, con características que le son familiares o fantaseadas, desde el primer artista ha re–presentado a la mujer que va a concretar el desarrollo de una idea ya sea en el lienzo, en el papel, en el pentagrama o en la escultura. Conjeturo que Arreola se refiere a la misteriosa, presunta, y discutida inasibilidad de la esencia femenina, misma que, en lo que concierne a la literatura, palabra y mirada ajenas tienen el poder de hacerla accesible a los ojos y a la comprensión del lector; mas todo dependerá del tema inventado y del carácter de los personajes femeninos que construye el autor.

La novela Fantasmas aztecas se gesta en el cuaderno del narrador novelista, en ella intentarán aparecer más figuras femeninas, algunas son probables personajes que podrían actuar en uno u otro histórico tema alternativo, o la madre y la hermana del narrador, o simples visitantes del Museo; y, aunque obtienen la importancia de haber llegado a ser posibles actantes, en este apartado sólo me referiré a las mujeres que el narrador novelista provee al protagonista. Mujeres con las que también interactúa el narrador cuando se incluye como personaje. Consideré trascendente su registro porque el narrador, como novelista, compartirá con el lector la habilidosa y parcial construcción de ellas, y el gozo que siente por hacerlo para el placer de su principal protagonista, porque en su proyecto ha anotado que será un hombre:
enamorado del amor, ama el hecho mismo de amar, quiere querer, y querer apasionadamente, ya que su pasión es sólo pasión que aspira a retroalimentarse, siendo por lo tanto el protagonista perfecto, pretexto y ocasión para que el amor se ame a sí mismo... (p 49).

Pero en ese proyecto del protagonista el profesor no aceptará la exclusividad ni la fidelidad en cuanto se refiere al amor, sino que:
más bien se trata de seguir el concepto platónico que señala que una vez amado el cuerpo, debe el amante acostumbrarse a percibir el rasgo de belleza develado en ese cuerpo también en otros cuerpos, pasando de un cuerpo a muchos, y más adelante, en un estado superior, de un alma a muchas, sin desconocer el tupido y complejo entrecruzamiento de sujetos que están en juego, los complejos haces de sentimientos que cristalizan en la pasión...
porque lo único que importa es que la pasión se juegue, se reproduzca en el juego y se comprometa hasta la consumación de dicho juego... (p 50).

Entonces, a causa de la profesión de Reyes Moctezuma y del interés universitario por los recientes descubrimientos, el narrador novelista le armará un equipo de ayudantes para que pueda tener la oportunidad de cortejar a diferentes mujeres: [...] un grupo de muchachos que podrían ser sus amigos y muchachas que podrían ser sus amantes, aunque esto quizás no lo piensa él, sino yo, como siempre en el minitaxi, gozando manipular posibilidades... (p 27). Así, escoge a: Mararía, Sol, Diana y Claudia, entre los nueve estudiantes que asisten al profesor en las excavaciones, y las va a dotar de ciertas individualidades físicas e intelectuales para que nutran a ese ser creado por él como enamorado del amor:
(Diana) adolescente, flaca y lorquiana, (Claudia) con anteojos de monja pícara, (Sol) con ojos ligeros y boca de agua, y (Mararía) pálida, pecosa y altiva, fumando sin expresión... (p 25).

fueron elegidas por presentar una característica determinada, sin la cual no hubieran podido desempeñar su papel: aceptar responder inmediatamente al deseo que habían suscitado... (p 207).

Desde la primera vez que habla de ellas en particular encierra el nombre entre paréntesis en más de un centenar de citas; cada chica obtendrá su entrada en la vida de Reyes Moctezuma, una a una tendrá su momento de amar y ser amada por él:
o mejor la otra historia, la de (Claudia) tal como la imagino, su nombre entre paréntesis porque para mi protagonista (en secreto, a tal grado que probablemente ni siquiera lo admitiría) las mujeres son intercambiables... (p 86).

Al iniciar el proyecto del protagonista, ellas eran sustituibles e intercambiables para el narrador novelista porque las ha inventado para que cumplan la función de aceptar responder inmediatamente al deseo que habían suscitado en el arqueólogo; jugar con los nombres y con la seducción de ellas:
(Mararía) elegida, es cierto, pero también es cierto que era elegida porque era eminentemente sustituible. (p 133).

(Claudia), (Sol), (Diana) y (Mararía) no habían sido elegidas al azar pero eran eminentemente sustituibles... (p 207).

El narrador novelista, gozoso de manipular posibilidades, hará que Reyes Moctezuma acepte su papel ante ellas y ya no en secreto, también serán sustituibles e intercambiables para él:
yo descubriendo en nombre de mi protagonista que (Mararía), (Sol), (Diana), (Claudia) y otras mujeres amadas y deseables, no son figuras simples que actúen de manera autónoma, sino algo así como los términos de una serie que desfila ante él, o ante nosotros, cuadros vivientes de un espectáculo interior, reflejos de una esencia, [...] (pp 132-133).

En esta novela ellas son la mujer de Arreola que adquiere la forma del sueño que las contiene, el reflejo de la esencia que el narrador novelista intenta construir en su protagonista: [...] habría adoración en el rostro de él y (Diana) se sentiría valiosa y amada y como retribución querría amarlo [...] (p 50).

Dentro de este capítulo referente a los cimientos de la novela Fantasmas aztecas, el presente apartado se refiere sólo a la invención de algunos personajes; en el siguiente capítulo profundizaré en cómo, el narrador novelista, ¿termina? de construir a las mujeres. Por lo pronto, únicamente presentaré las características que les otorga a cada una y cómo reacciona el protagonista ante ellas; por ejemplo con Diana, la más culta y estudiosa, que reía con los ojos y con el cuerpo con un descuido adolescente y toda su belleza por venir, la que llegó a ser su tierra prometida, paraíso perdido y reencontrado... (p 50). Diana es la primera que aparece en el cuaderno como amante del protagonista:
mi protagonista advirtiendo que sentía crecer en él el deseo de vivir largo tiempo con (Diana), con sus largas manos afiladas, el porfiado remolino de cabellos, la energía de pronto imposible, (Diana) inclinando su cabeza hacia un lado y él con la sospecha de que ese gesto formaría parte de sus movimientos diarios, sí, viéndola moverse con la misma seguridad luminosa y lenta de las mujeres en los cuadros de Vermeer, como si sus más mínimas acciones tuvieran peso... (p 47).

[...] (Diana) ya era objeto excelso y privilegiado, deslumbrante e indispensable, superior en rango ético a las demás mujeres y desde luego a su propia y amada esposa... (p 53).

A pesar de lo que Diana hace sentir al protagonista, y de sus curvas rimables e hiperbólicas (p 118), es momento ya para la entrada de Claudia.

El interludio amoroso con Claudia se desenvuelve cuando Reyes Moctezuma la lleva a una misión en los altos de Chiapas y habitan una cabaña prestada. El protagonista advierte en ella esa parte que él carece: coherencias en la vida diaria que le ayudarían a transformar esas brutales yuxtaposiciones, la absurda acumulación de deberes para recuperar la tranquilidad, para recobrar cierta soberbia y altiva independencia (p 87), en su vida diaria:
por la mañana mi protagonista estaba inflamado de retórica, se acariciaba las barbas y miraba a (Claudia) tiernamente, acusándola de llamar a su irracionalidad, de animar algo desconocido que tenía adentro y que no sabía, o no sabía demasiado bien, [...] murmurando que la necesitaba para transformar la gramática de su vida, esa sintaxis donde la ordenada ubicación de sustantivos y verbos parecía ausente, en una frase bellamente caligrafiada, opuesta a ese desordenado pulular sin comienzo ni fin ni orden ni concierto en que se había convertido el trabajo... (p 88).

Para desventura de Claudia llegan dos lacandones que el arqueólogo debe albergar; ella se niega a atenderlos, y él mismo prepara los alimentos ignorante de los rencores que despertaba en (Claudia)... (p 89). Es cuando él se da cuenta de que no es cómo la había soñado; ella habla de los indígenas en los siguientes términos: ¿no sientes el olor?, ese tufo a cadáver de rata podrida, a alcantarilla de mercado... (p 94). Entonces esos racismos subliminales (p 97), su inconformidad, insatisfacción y siempre con un mohín de disgusto, lo animan a intercambiarla con otra de las mujeres deseables del grupo.

Mararía etérea y armoniosa, desconcertada por la elección; al principio debió comportarse (casi) indiferente, (casi) anestesiada como él mismo en el registro del afecto, sin saber que a partir de ahora será objeto de un exceso de atenciones haga lo que haga, y sobre todo, aunque no haga absolutamente nada, aunque haga lo que no haga... (p 134). A Mararía, hija de emigrados españoles, con ceceos catalanes y pecas mediterráneas, el protagonista habrá de
percibirla como una especie de huella persistente, irreal, dejada menos sobre la retina que, por así decirlo, sobre él mismo; [...] una especie de aparición, como si toda su vida hubiese sido sobre todo un viaje, no hacia una mujer sino hacia la idea misma, el símbolo de toda mujer, es decir su vacío, [...] (p 116).

con la mano de (Mararía) en la oscuridad del túnel de piedra, la mano tibia y larga, comprobando sus dimensiones, su estructura, acariciándola como para infiltrar suavemente el deseo, un deseo que sentía crecer en él y rebasarlo más allá de la calva incipiente [...] (p 130).

Mararía parece no tener defectos que alienten al protagonista a sustituirla; además está conforme con lo que ofrece el profesor. Cuando el narrador novelista le pregunta si no le importa que su futuro protagonista la comparta con otras mujeres, ella contesta: ¿qué quieres decir con compartir?, cuando él tiene tiempo para mí lo tiene para mí y ya está [...] (p 136).

Sin embargo, el narrador novelista sigue manipulando las historias en su cuaderno; ahora despertará en el profesor el interés por Sol, también contadora de historias:
o el de algunas mujeres que lo desvelaban, por ejemplo (Sol), que antes de ser una sola célula (porque al principio somos una sola célula), ya se llamaba así y era soñada dulce y sana, dadora de alegrías y vida, pequeñita y hermosa, pero como éste no era un nombre cristiano, al registrarla y bautizarla tuvieron que elegir el más común de (Soledad), sin saber si alteraban o acondicionaban su destino, [...] (p 144).

[...] la voz de (Sol), quien incluso adquirió así sus extrañas resonancias, o bien, así tienen que haber sido las voces de las diosas, de las viejas diosas de antaño, fundiéndose y desdoblándose, cambiando de atributos y designaciones, sus propiedades alterándose constantemente de acuerdo con la dinámica de los contextos, las diosas griegas, las diosas romanas, las diosas aztecas, y ella que aún sigue llamándose (Soledad) [...] (p 145).

Después Sol se vuelve inoportuna, lo persigue, le plantea disyuntivas de exclusividad, para acabar: ingiriendo en el baño (rápidamente) y mientras m/i distraído prot/agonista preparaba el café, más de 60 diferentes pastillas bajo el dominio de la angustia [...] (p 161). No muere; pero, con mayor razón y pretexto es sustituida por otra: (Sol) condenada a cumplir con el destino impuesto por su nombre (Soledad), [...] (p 184). Y ella, al saberse no más amada, emite una frase que se homologa poéticamente con el ahuehuete donde se desarrolló una supuesta acción de Cortés (convertida en leyenda) cuando es derrotado la noche del 30 de junio de 1520, al querer huir de Tenochtitlan con sus soldados que cargaban los tesoros acumulados; Sol dijo que no estaba triste sino que era la tristeza misma, que era el ángel de la noche triste... (p 206).

Otra mujer en la vida del protagonista es su fiel esposa, un personaje que no tiene nombre propio y sí varios sobrenombres relacionados con los de los gatos. El gato no se distingue precisamente por su lealtad; quizás el narrador novelista los eligió porque ha inventado que: ella tenía los dientes blancos y pequeños, hechos para la admiración y para morder, botines excelentes para anillos de viejos piratas; la boca delicada también, suaves vellos teñidos de oro en los muslos... ( pp 126–127); y porque esa mujer debería poseer antenas hipersensibles (p 153).

Cuando el narrador novelista escribe por primera vez los sobrenombres emplea la letra minúscula:
[...] lo llevó a la evocación (o invocación) de su esposa: felina, mizo, micho, moro, gato, bibicho, morroño, morrongo, miau, desmurador, micifuz en quien pensaba siempre en momentos de peligro, saturada de ser y comprensión, [...] (p 15).

Ya cuando el propio protagonista usa los epítetos, el narrador novelista los transcribirá con mayúsculas, como si así otorgara a la esposa nombre y apellido: en cambio mi Morrongo Miau... (p 125). Y después seguirá adoptándolas en palabras derivadas de los sobrenombres para los gatos: pensando quizás en las antenas hipersensibles de su esposa, en su Bisbibicho Murmurador [...], Gatifuza Miau [...], los senos de su Mirimichu Bichicuazosa [...] (pp 153–154 y 157).

El protagonista ama a su esposa desde que ella tenía dieciséis años y él dieciocho, han compartido diversas e importantes experiencias en la vida de ambos como: el frustrado deseo de ella de ser monja, el de él de militar en un partido de izquierda, el movimiento estudiantil de 1968, y ahora, una familia; pero, todo eso no lo hace invulnerable a desear encontrar en otras mujeres deliciosas incertidumbres y contingencias... (p 133):
mi protagonista empezando a rechazar a (Claudia), a hostilizarla a medida que ella se portaba más cariñosa, a sustituirla tal vez por la esposa felina, siempre con dieciséis años en su imaginación, con quien jugaba a Salomón y la Sulamita, apasionada monja también en su cabeza, toda recato o ritos ancestrales, [...] o tal vez por (Mararía) con quien pecaba deprisa por una primitiva asociación entre placer y urgencia, pero que no le complicaba inútilmente la vida con disyuntivas absurdas o racismos subliminales, mientras (Diana), quien había sido algo así como su tierra prometida, su país de las maravillas, su vellocino de oro, su pozo de los deseos... (pp 96-97).

Reyes Moctezuma llega a sentirse dividido entre las cuatro mujeres actuales y su esposa; así lo representa el narrador novelista hasta gráficamente como se verá en el cuarto y quinto ejemplos:
o (Sol) esperando a mi prot/agonista afuera de su casa con el pretexto de discutir unos apuntes [...] (p 153).

ciertamente incómodo, es decir dividido, no sólo entre (Sol) y su hermosa mujer felina, [...] (p 154).

o la esposa de mi prot/agonista tirada en la cama [...] él jadeante, acariciándole la espalda con todo ese deseo bajo la piel, tan distinta al mismo tiempo y tan igual a la espalda de (Claudia), su piel iluminándolo todo con turbación, las manos y las uñas de (Diana), los senos más contundentes y más frutales que los de (Sol) o (Mararía), pensando que esas muchachas le habían allanado el camino hacia su verdadera mujer, centro y síntesis, [...] (p 156).

o mi prot/agonista mirando a s/u esposa, dispuesto a entregarse sin término, [...] (p 157).

mi prot/agonista luchando literalmente con (Sol) [...] (Mararía) mirándolo infinitamente pesarosa, (Diana) eximiéndose, (Claudia) discurriendo siempre leve y acaso más dulce y más suave, más tristísimamente dulce que las otras... (pp 159-160).

Si al protagonista le extraña el comportamiento de las mujeres por saberse parte de una serie de amantes, el propio narrador novelista llega a cuestionar la irreflexión de aquél después de que fue construido con todos los atributos de conquistador:
¿es que mi protagonista no había intuido que estas mujeres iban a amarlo con pasión y voluptuosidad?, ¿que él sería para ellas ese otro indispensable cuya ausencia sería fuente de sufrimiento, su abandono fuente de muerte y su presencia fuente de una alegría sin límites?... (p 206).

El análisis de ese párrafo pertenece al capítulo siguiente, pero convine en su inclusión aquí por el tema del apartado.

Se lee en la novela que el protagonista ha tenido otras mujeres; las que aparecen en ésta son alumnas que asisten al profesor en las excavaciones del Templo Mayor; un recinto sagrado para los aztecas que influye en el ánimo de todos. Quizás por eso el protagonista las mitifica, las compara con diosas, o inventa leyendas con ellas, porque se le construyó enamorado de La Mujer, así en genérico, figura inabarcable y permanentemente incompleta (p 133). El profesor debe saber que a las mujeres se les ha atribuido desde siempre particulares dotes para la comunicación con las divinidades, que se les distingue como poseedoras de poderes de visión, de adivinación y de interpretación de oráculos; y además se desenvuelven con facilidad en las tareas domésticas. Claudia es la que interpreta cualquier signo, la que se esfuerza por dotar de significación a signos no significativos (p 178). Las mujeres de Reyes Moctezuma parece que se manejan bien tanto en lo divino (en el Templo Mayor) como en lo cotidiano (en sus departamentos, restaurantes, o sitios de reunión con amigos).

A las cuatro mujeres no se les otorgó libertad de acción o elección; ellas sólo deben responder a la pasión del protagonista. A pesar de su brillantez en el terreno profesional, sus pretensiones de individualidad en la relación se convierten en utopía; toda verdad, en una ficción; y todo amor, en un oráculo al que podrían plantear preguntas, pero no recibir respuestas: esperando palabras de afecto que mi prot/agonista no se atrevía a pronunciar, o no estaba dispuesto a decir (p 163).

Excepto con la esposa, en la relación entre los cinco el amor nunca está orientado a un "tú" (el nombre entre paréntesis, las menciones a que son sustituibles, o cuando casi al final del libro conversa con las cuatro):
[...] diciéndole a (Diana) que todo amor es una forma disfrazada de narcisismo o de dependencia; diciéndole a (Claudia) que todo placer o todo amor es una ilusión; diciéndole a (Mararía) que el goce sexual sólo es posible porque va acompañado de un momento de muerte del pensamiento, de un momento en que se mata al Yo; diciéndole a (Sol) delante de (Claudia) y dos enfermeras que no hay nada verdadero ni falso, sino que todo es fuente de placer o fuente de dolor, y por lo tanto es verdadero, o sea conforme con la realidad, únicamente lo placentero, [...] (p 206).

Concluyo la presentación de cómo son construidas cnco mujeres y regreso de nuevo a la cláusula de Arreola: La mujer tiene siempre la forma del sueño que las contiene; cuatro de las mujeres del arqueólogo no tuvieron ni la libertad para desatar las amarras del sueño del protagonista inventado casquivano por el narrador novelista.

El narrador novelista asegura que su nueva novela tratará acerca del Templo Mayor de los aztecas; por consiguiente, no puede faltar la inclusión de la diosa Coyolxauhqui, cuya estatua se manifestaba como el último descubrimiento importante de la cultura mexica cuando la publicación de Fantasmas aztecas.

El nacimiento, parido por una mujer, de ciertos dioses despliega otras incomprensiones además de que un dios “deba nacer”; y es que generalmente no interviene el hombre en la concepción, son mortales, y no es raro que algunos sufran una muerte como era la costumbre para castigar a grandes infractores en distintas geografías de la Tierra: el desmembramiento.

La historia que recuperó fray Bernardino de Sahagún* narra que Coatlicue, diosa de la Tierra, fue preñada por una navaja de obsidiana y dio a luz a Coyolxauhqui, diosa de la Luna, y a sus hermanos Centzon Huitznaoa o Huitznahua (los cuatrocientos surianos) que se convirtieron en estrellas.

Coatlicue vivía en la Sierra de Coatepec. Una tarde, mientras barría el templo como penitencia, cayó a su lado una pelotita de plumas de colibrí, la recogió y la colocó en su seno; al terminar de barrer la buscó y no la encontró. En ese momento quedó encinta. Al darse cuenta de ello, los surianos y Coyolxauhqui se encolerizaron, ésta les ordenó: <>.

Cuando Coatlicue se enteró de que sus hijos querían matarla se asustó, pero Huitzilopochtli, que estaba en su seno, le dijo que no temiera. El dios surgió del vientre de su madre en el momento en que los cuatrocientos surianos estaban llegando a la cumbre guiados por Coyolxauhqui; entonces el dios del Sol puso fuego a la serpiente hecha de teas llamada Xiuhcóatl, hirió con ella a Coyolxauhqui y le cortó la cabeza. El cuerpo de la diosa de la Luna rodó hacia abajo del cerro y se desmembró. Huitzilopochtli persiguió y mató a sus hermanos del sur.


Los prisioneros de los aztecas eran inmolados en lo alto del Templo:

Simbólicamente el Templo Mayor es el cerro de Coatepec en donde se lleva a cabo el combate de la Coyolxauhqui contra Huitzilopochtli, provocado por su madre Coatlicue, diosa de la Tierra. Se les vestía con las características de la diosa y eran lanzados hacia abajo como Huitzilopochtli arrojó, en el mito, a Coyolxauhqui. Caían sobre su escultura* y ahí eran desmembrados.

El narrador novelista de la novela de Sainz conoce el registro del mito de la diosa (cfr. p 143); no se leen deformaciones o invenciones como en el caso de las moscas o en el de fantasmas aztecas. Así también él sabe que Coyolxauhqui no puede interactuar con sus otros personajes, pero alrededor de ella teje historias, otros mitos y anécdotas que dejará conocer por intervención de las mujeres y del protagonista. Hay cinco menciones del narrador novelista acerca de Coyolxauhqui y son la evidencia de que él está presente porque graba cuanto sucede en el interior del Templo Mayor: [...] hacia el norte de Coyolxauhqui y decidir realizar allí un sondeo que dio como resultado el hallazgo de una cista cilíndrica y a manera de horno crematorio exactamente en el mismo lugar... (p 189); o introduce juicios de valor acerca del papel de la diosa dentro del mito cuando registra las actitudes de los visitantes:
o el periodista aquel, altamente supersticioso, incapaz de mirar de frente a Coyolxauhqui, espectro de una pobre diosa desheredada de la fortuna, siempre opuesto a las investigaciones e instigador de que dejaran todos esos restos enterrados allí, en el pasado al que pertenecían... (p 33).

O cuando anota las diferentes alternativas para principiar su novela y tratar de decidir a quiénes incluirá en ella:
o iniciar esto desde un verdadero comienzo, como los libros de antes, que arrancaban con el nacimiento del principal protagonista, el de Coyolxauhqui, digamos, que nació con su muerte, o el de Huitzilopochtli, [...] (p 143).

O en la siguiente cita que se podría pensar que es una desconstrucción de la leyenda “La llorona”; la de la castellana que asesinó a sus hijos, se volvió loca y, desde hace siglos, pena por ellos recorriendo las calles de todas las ciudades mexicanas, vestida con alba túnica y los largos cabellos en desorden:
[...] Coyolxauhqui deambulando por la ciudad de México embutida en un disfraz nocturno, el chillido otra vez, en cascada, un poco demente, como una risa...

[...] barnizada de axin o tierra amarilla, con los dientes pintados de rojo o negro, peinada con dos capullos parecidodos a dos pequeños cuernos, tatuada en el pecho y la cara con trazos azules muy finos, y los cascabeles sobre las mejillas... (pp 41-42).

Sin embargo, existe una versión anterior que se registra tanto en el códice Aubin, como en el libro Visión de los vencidos, en el “sexto presagio funesto” de Sahagún (1971: p 4) y en el “sexto prodigio” de Muñoz Camargo (p 9); ellos informan de los recorridos nocturnos de un espectro de mujer con atuendo blanco que se lamenta por sus hijos; y es Alvarado Tezozómoc (pp 13-14) quien dice el nombre de la mujer: Cihuacóatl. El códice Aubín cita a Cihuacóatl como otro nombre de la diosa Cihuacoatlicue o Coatlicue (madre de Coyolxahuqui), diosa de la Tierra, protectora de la raza.

Coyolxauhqui, junto con sus cuatrocientos hermanos, planificó el asesinato de su madre; entonces, el narrador novelista le construye una mímesis con la trashumante Coatlicue que llora por la traición de sus hijos, y la circunscribe a penar en la ciudad de México; él anota que con un disfraz nocturno, sin embargo la describe con los adornos exactos como aparece en la figura recientemente desenterrada.

En otras menciones acerca de Coyolxauhqui el narrador sólo atestigua que está escuchando cuanto dice el arqueólogo de la diosa y lo marca con dos puntos:
en efecto: mi protagonista doctoral y afónico: Huitzilopochtli es el joven Dios del Sol y Coyolxauhqui es la Luna, que al caer desbarrancada desaparece pedazo a pedazo, [...] (p 39).

pues una vieja le vino a leer las líneas de la mano: siguió mi protagonista: empalideció y dijo que nos cuidáramos si llegaba a enamorarse de alguien... (p 42).

El misterio y la superstición flotan en el lugar donde se ha descubierto la representación en roca de Coyolxauhqui, lo que suscita paréntesis en el trabajo con largas charlas* entre los nueve asistentes y el profesor Reyes Moctezuma quien comenta que los visitantes quieren descubrir el mensaje oculto en Coyolauhqui, y bueno, han sucedido una cantidad de cosas increíbles... (p 58).
todo esto frente a la (majestuosa) representación de Coyolxauhqui, de sus relieves desplegándose una plenitud perfecta de líneas de fuerza, (casi) redonda, (casi) rosada, una fractura dividiéndola (casi) en dos partes, emanando del conjunto una aplastante superioridad de poderío... (p 41).

Mircea Eliade, en El mito del eterno retorno, anota que los primeros pensadores cristianos se opusieron encarnizadamente a la concepción tradicional del tiempo cíclico, al mito de la eterna repetición. Para el cristianismo el tiempo ha sido lineal aunque real porque tiene un sentido único: desde la Caída inicial hasta la Redención final (concepto muy cercano al mencionado por Gilbert Durand: la curva redentora a partir de una caída). Aquéllos argüían que el destino de cada ser se ejecuta una sola vez en un tiempo concreto e irremplazable, y que existen hechos que demuestran la linealidad del tiempo. Pero acabaron por introducirla en la filosofía cristiana porque los ciclos y las periodicidades de la historia del mundo están regidos por la influencia de los astros, es una fuerza inmanente del cosmos completada por la teoría de la ondulación cíclica que explica el retorno periódico de los acontecimientos (cfr. Eliade: 2000, pp 137 a 139).

Retomo la ficha del Museo del Templo Mayor, escrita por Eduardo Matos Moctezuma, donde se lee la interpretación del mito de Coyolxauhqui, el que además de la lucha entre lo masculino y lo femenino, simboliza la transición perpetua del día a la noche, y viceversa, puesto que en ese período constante entran en juego los tres elementos: la Luna con Coyolxauhqui; el Sol con Huitzilopochtli; y la Tierra con Coatlicue, la que diariamente devora al sol, lo mete en su vientre y vuelve a parirlo al día siguiente. Los poderes diurnos luchan contra los nocturnos. Amanece cuando Coyolxauhqui es decapitada y desmembrada, y cuando son apagados los Centzon Huitznaoa.

En el mito la redención es eterna para Coatlicue, así como es perpetuo el castigo para Coyolxauhqui y sus hermanos. En la novela, el eterno retorno no solamente se manifiesta en que fantasmas aztecas no permitirán que Hernán Cortés se redima jamás; tampoco la Coyolxauhqui podrá redimir el intento de asesinar a su madre, por eso, al ser desenterrada de su tumba centenaria, cada noche la hace deambular por la ciudad como antes lo hacía su madre.

En cierto momento el narrador novelista intenta dar otra respuesta a lo que representa Coyolxauhqui porque le cuentan de un visitante:
y el que repetía que tras el triunfo del cristianismo los antiguos dioses no se limitaron a desaparecer, sino que marcharon a un exilio especial, bien adoptando formas de animales, como en el antiguo Egipto, o buscando refugio en estatuas que los simbolizaran...
así entonces, Coyolxauhqui representaría un estado letárgico, no una muerte pétrea...
como si aguardara allí la noche de su vuelta para presentarse ante nosotros con todo su esplendor... (p 60).

Sin embargo, no habla más del esplendor de la diosa, sino de tragedia, muerte y sacrificios humanos en su honor. Al final del libro reafirma el sentido original de la representación de esa diosa de la Luna, la que a diferencia de Cortés, a quien hace morir de angustia y sudores, no le permite mostrar algún signo de arrepentimiento: o Coyolxauhqui crispada, descoyuntada y obscena, riendo infinitamente... (p 214).









III.c Entornos para algunos personajes



El espacio geográfico donde se ejecutará la acción es para los creadores de grandes novelas otro elemento tan importante como el tema, la inclusión de los personajes, y los nombres de ellos. En la nueva novela latinoamericana se lee una gran cantidad de textos donde las historias se desenvuelven en un entorno físico que propicia el autocustionamiento de una conciencia social. Y es que, en su narrativa, la mayoría de esos autores ha representado los cambios que están enfrentando sus países a causa de: la migración masiva de las provincias a la capital, la restricción de los mecanismos democráticos, el crecimiento caótico de las ciudades, la aparición del lumpen urbano, las deudas monetarias externas, el tránsito desenfrenado, el partidismo, el sindicalismo, la guerrilla, la gestación de otras formas de conciencia popular, los salarios, la convivencia y competencia de culturas y saberes, el desempleo, las recién descubiertas enfermedades mortales, el narcotráfico, el terrorismo urbano, etcétera.

Hay novelas donde se recrean entornos que los escritores no han habitado, pero como seres humanos se hermanan con esos pueblos; y, con su quehacer literario en constante movimiento, han originado otras oportunidades de reflexión entre la realidad presente y el texto que escriben. Con una nueva sensibilidad lo sitúan en espacios (países o ciudades) de los que se saben parte integral por su permanente construcción y expansión.

Los escritores encomiendan a narradores y personajes la descripción del espacio elegido, y aunque todo lo material lo llevan a que transcurra dentro de límites precisos, lo intelectual transciende esas fronteras a través de la lectura de la novela. Los espacios adquieren personalidad propia en cada texto porque son recorridos oralmente o dibujados en bosquejos urbanos o territoriales; y en esos lugares geográficos y humanos se realza o demerita cada historia.

Países, ciudades y pueblos llegan a ser individualizados a través de su historia, de sus mitos –aun de los urbanos–, de su cultura y del manejo del idioma en cada región. Siempre están ahí como espacios de confluencias. Aunque no se localicen en los mapas, algunos escritores puntualizan en el nombre de la ciudad y en la ubicación; a veces pueden ser producto de sus necesidades intelectuales, políticas o sociales (la que, de todos modos, existiría puesto que fue nombrada); otras, mitificadas por el recuerdo; y también en algunos es el resultado de una ciudad actual proyectada en el futuro.

En la historia de la literatura muchos entornos físicos han adquirido mayor fama por la manera de ser descritos o por la acción que se desarrolla en ellos; y, después de la lectura del texto, se les recorre de nuevo, se desplaza a conocerlos, o se les recuerda a través de la visión literaria de los escritores, lo que provoca sonrisas de complacencia, o complicidad, por las alteraciones, exageraciones u omisiones que se reconozcan. Y, los lugares que han sido construidos con su imaginación, llegan a ser mencionados, aun en charlas cotidianas, con la familiaridad del conocimiento por aquello que dijo Coleridge acerca de la confabulada actitud del lector por su suspensión de la incredulidad.

Son demasiados los nombres que han sido inmortalizados en miles de páginas; sin embargo, no puedo dejar de mencionar algunos “reales” y otros ficcionados: el Paraíso Terrenal, la Tierra Prometida, el Olimpo, Itaca y Troya, ese lugar de la Mancha..., San Petersburgo, París, la isla de Robinson, Buenos Aires, Dublin, Nueva York, el condado Yoknapatawpha, Macondo, Comala, las ciudades invisibles, Zapotlán el Grande, Montevideo, Santa María, y la ciudad de México.

Y no solamente son espacios del planeta Tierra, Ray Bradbury construyó ciudades en Marte, y Antoine de Saint–Exupery situó a su principito en el Asteroide B 612 para luego enviarlo a siete planetas.

A veces, en espacios de mayor extensión, se delimitan otros donde pueda habitar un personaje o dentro del cual se pueda ejecutar una acción: mares, ríos, lagos, lagunas, castillos, catedrales, campanarios, casas, calles, habitaciones, celdas, medios de transporte público y privado, tumbas, sarcófagos, botellas y anillos. Aun puede ser un espacio vivo como es el animal y, gracias a la pluma mágica del escritor, salir con vida de ahí; recordemos que Carlo Collodi hace que Gepetto y Pinocho regresen a su hogar cuando habían sido tragados por una ballena; también en el texto bíblico “Jonás 1:17” éste sale del vientre de un gran pez después de tres días y tres noches; y en el caso de “Caperucita roja” los niños prefieren la versión de los hermanos Grimm que, a diferencia de Charles Perrault, hace aparecer a un leñador para que rescate a la niña y a su abuelita del interior del lobo que se las había tragado.

En el caso del tema de mi trabajo, he mencionado que Fantasmas aztecas es una obra metatextual donde el narrador pretende que las acciones se ejecuten en diversos espacios geográficos: la misión encomendada al protagonista lo envía a Los Ángeles, California; las historias que cuenta el arqueólogo acontecen en el sureste de México o en Venezuela; y los diferentes temas históricos que registra el narrador novelista en su libreta sucedieron en varias regiones de la República Mexicana, en Sevilla, España, y en países latinoamericanos.

El narrador inventa a un narrador novelista al que sitúa dentro de un minitaxi, cerca de las excavaciones en el Templo Mayor, en el centro de la ciudad de México. En estos tres entornos físicos me intereso en mayor medida; espacios dentro de espacios desplazados a distintas épocas y en diferentes niveles de realidad, porque en y alrededor de ellos se mueven los personajes centrales de la novela: el narrador novelista, el protagonista, cinco mujeres y una diosa, Hernán Cortés y el grupo de fantasmas aztecas.

En las partes del texto donde son mencionados esos tres entornos espaciales hay bastantes elementos que incluye el narrador novelista como parte de la escritura de la novela; por consiguiente, en este apartado intentaré ejemplificar de los párrafos que no interfieran tanto con el estudio que realizaré en el capítulo IV.




Un minitaxi


En el primer párrafo de Fantasmas aztecas lo más trascendente que se prevé es el proceso de la escritura de una novela; luego, un espacio dentro de otro espacio: en la ciudad de México el interior de un minitaxi.

El minitaxi queda detenido en una de las calles de la ciudad, dentro de él están el narrador novelista y un chofer que no se menciona en alguna línea (queda implícito que existe puesto que el transporte público precisa uno). En la novela ese pequeño automóvil ofrece dos utilidades al narrador novelista en las más de tres docenas de menciones: como dador de imágenes para la concresión de sus ideas; y, como material accesorio para mostrar su derredor.

El narrador novelista se vale de un elemento concreto y tangible para de ahí extraer cuanto pueda precisar; los componentes del interior del automóvil sirven de enlace con su imaginación: de la palanca de velocidades brotan sacerdotes vestidos como los principales dioses del panteón azteca (p 10); quizás porque la palanca asciende desde el piso, o por su parecido con la tradicional vara mágica –por aquella cita: gracias a la magia que encerramos en el minitaxi (p 64)–. El volante gira, y bien dirigido transporta al pasajero hacia su destino, pero ése está detenido: o quizá habría que partir del volante del minitaxi, dragón o serpiente que se muerde la cola, (p 167); analogía con el símbolo del círculo eterno, de la unión sexual en sí mismo: el narrador novelista como autofecundador permanente.

La vinculación de partes del automóvil con sus ideas puede suceder en sentido opuesto. Cuando está describiendo a Hernán Cortés un complemento de su vestimenta lo hace retornar al interior del minitaxi: y su escudo de pronto se desvanece y surge el velocímetro (p 10); quizás por la forma y el grabado sobre el escudo. Otra correspondencia aparece cuando el conquistador es herido en un brazo: manteniendo con dificultad el equilibrio de su caballo que resbala por los escalones de la pirámide llenos de sangre y un taxímetro (p18); es probable que por la endeble sujeción del aparato al tablero del automóvil; o tal vez como una paradoja del movimiento descendente del caballo sobre los escalones, con la rapidez con la que el taxímetro va subiendo el monto del servicio.

En un espacio dentro de ése ya tan estrecho quedan también atrapados elementos incorpóreos de los que puede echar mano en su papel de narrador novelista: en la guantera días biografiables y días en blanco (p 10).

En una sola cita pareciera que otorga una actitud humana a un material inánime: el tablero de plástico endurecido brillando al sol (casi) respirando... (pag 18); sin embargo, el contenido del paréntesis lo hace congruente por el efecto que produce en el plástico el calor del sol.

Aunque el narrador novelista no puede ver las partes exteriores del automóvil, las aprovechará como asociación:
las ruedas del minitaxi (ahora quietas), negras en relación con los torbellinos de fuego de la visión de Ezequiel, la forma del volkswagen como una defensa contra las fuerzas inferiores, los dos guardafangos delanteros con faros de visera, una anfisbena de dos cabezas, símbolo de los poderes antagónicos que hay que sojuzgar para poder avanzar... (p 28).

Él insiste en la inmovilidad, ahora de un elemento material cuya función es rodar. El diseño ovoide de ese volkswagen me remite a una anotación en su cuaderno acerca del minitaxi: huevo filosófico y lugar de las trasmutaciones (p 64). En mitología las fuerzas inferiores de caos y disolución persiguen el cambio interior del hombre; pero el narrador, con la pluma, puede trasmutar lo que sería para un escritor la fuerzas inferiores: la dificultad de seguir adelante con la escritura. Por último, homologa los guardafangos con un reptil anfisbénido que vive enterrado, y que no tiene ojos ni orejas visibles; pero que en mitología se registra como serpientes con una cabeza en cada extremo y que pueden moverse en ambos sentidos; en esta cita aun las viseras podrían representar la acción humana de poner la mano curvada sobre las cejas para tratar de alargar la visión.

Como en varias partes de la novela, el narrador novelista escribirá diferentes propuestas de continuación o de reinicio; en la siguiente se refiere todavía a la función de enlace que desempeña el automóvil:
entonces posiblemente otra combinación, otro elemento del pequeño minitaxi que evoque o lleve a recordar una batalla, partir de un ruido o hacer una transición a partir de una frase o un color que se cruce hasta coincidir con las cotas de malla que usaban al principio los conquistadores... (p 61).

No va a hablar de las cotas de malla; pero sí convertirá en palabras, enunciados, y párrafos, las visiones que emergen del minitaxi.

Al inicio de la novela el narrador novelista llena el entorno del automóvil con ruido y con máquinas gigantescas en movimiento: el minitaxi confundido entre grúas de garfios amenazadores, hormigoneras y niveladoras ruidosas (p 10). A pesar de lo anterior, la otra utilidad que ofrece el pequeño coche de alquiler: como material accesorio para mostrar su derredor, es transcrita la mayoría de las veces con el discurso de la inacción física para el vehículo: el minitaxi bloqueado por autos y escombros de calles en reconstrucción (p 27); el minitaxi todavía detenido rodeado de otros automóviles (p 75); así como inactividad para sí mismo: fetilizado, el minitaxi quieto (p 18), inmóvil, esforzándome en mantener los ojos abiertos y mantenerme lo más erguido posible sobre el asiento del minitaxi (p 77), yo encerrado en el minitaxi (p 171); y hasta para el profesor Reyes Moctezuma, quien se sentiría atenuado, incluso desvanecido aquí en el minitaxi (p 32), a propósito de cuando el narrador ha anotado anteriormente en el proyecto de su protagonista: el minitaxi en el que viajo, donde muy bien podía pretender que viene él (p 21).

Sin embargo, esa inactividad física ha regalado al narrador novelista momentos de complacencia al imaginar cuanto podrá hacer con el ejercicio de su profesión: como siempre en el minitaxi, gozando manipular posibilidades (p 27); uno de tantos ejemplos es el de jugar con el nombre conocido para esos pequeños coches de alquiler, sucede cuando se imagina que va atravesando la Plaza Mayor a las dos de la mañana:
[...] abrigándome la garganta y caminando de prisa para entrar en calor, pensando dónde podría encontrar un taxi, pensando que Rilke le dedicó Las elegías de Duino a la princesa Marie von Thurn und Taxis–Hohenlohe, y por otra parte que el nombre de Mixi*, gran capitán y guía de la peregrinación azteca al salir de la mítica Aztlán, también estaba comprendido en la palabra minitaxi, mi(nita)xi... (p 185).

Con tres cortas citas finalizo la presentación de ese espacio en el que se desarrolla una acción mental: pensar en cómo escribir una novela; y otra física: anotar las ideas en un cuaderno. En la transcripción de aquéllas deseo puntualizar dos adverbios de tiempo y un adjetivo calificativo que aluden tanto a lo perpetuo: siempre desde el minitaxi. (p 101); como a lo igual: el mismo minitaxi (p 169); y a lo continuo: el minitaxi todavía detenido (p 214); acoto que la tercera cita, en la penúltima página, es la última que se lee acerca del minitaxi.




La ciudad de México


En innumerables textos un entorno muy importante es la ciudad, con su congregación humana, como el espacio literario que puede existir, o no, en el lugar geográfico correspondiente o en otros fácilmente localizables; la ciudad con el nombre omitido o inventado, pero siempre como un centro de encuentro en amalgama de realidad y ficción porque representa la creación de un espacio que el narrador transforma, al transformarse, cuando realiza un esfuerzo de abstracción y de ficcionada incorporación de otros diseños sociales, políticos, culturales, religiosos, etcétera.

En los últimos años la conciencia de país y ciudad, y de cosmopolitismo y posmodernidad, han desleído un tanto la vinculación del gentilicio del escritor, o del lector, porque se establece un diálogo “entre iguales” a través de textos literarios que obtienen la primacía de ser un vehículo versátil para ajustar todos esos cambios. Sin embargo, a pesar de lo anterior, preciso retornar mi fundamentación unas cuantas décadas para así llegar a uno de los entornos que elige Gustavo Sainz en los que actuarán los personajes de su novela Fantasmas aztecas.

Carlos Fuentes, en La nueva novela hispanoamericana, considera a Jorge Luis Borges como el primer gran narrador plenamente urbano de Latinoamérica –sin dejar de reconocer a novelistas de la ciudad desde Fernández de Lizardi– porque llenó los vacíos en el libro de la Argentina:
El primer narrador totalmente centrado en la ciudad, hijo de la urbe que corre por sus venas con palabras, rumores, silencios y orquestaciones de piedra, pavimento y vidrio es Borges. Quien conoce Buenos Aires sabe que el más fantástico vuelo de Borges ha nacido de un patio, de un zaguán o de una esquina de la capital porteña. Pero quien conoce Buenos Aires también sabe que acaso ninguna otra ciudad del mundo grita con más fuerza “¡Verbalízame!”. Una vieja boutade dice que los mexicanos descienden de los aztecas, los peruanos de los incas y los rioplatenses de los barcos. [...] (Fuentes: 1997, p 25).

Dice Fuentes que Buenos Aires ha necesitado nombrarse para saber que existe, para inventarse un pasado, que: no le basta como a la Ciudad de México o a Lima, una simple referencia visual a los signos del prestigio histórico, (ibidem).

Sin embargo, llego a considerar que lo que hace diferente a una ciudad de otra no es tanto su forma arquitectónica, sino los símbolos que sobre ella construyen sus moradores; así me atrevo a afirmar que México también gritó: ¡Verbalízame! a los escritores de “la Onda”; a quienes, además de otras innovaciones, debemos los mexicanos la llamada de atención al re–conocimiento de la capital mexicana. Ella obtiene uno de los papeles principales en la mayoría de las novelas de Sainz, sus narradores y personajes se mueven, viven, conviven y sobreviven en la gigantesca metrópoli, atrayente y cosmopolita, con su tránsito alocado y enervante. De la capital mexicana mencionan puntualmente edificios, calles, cafeterías, parques, cines, escuelas, etcétera. También van más adentro de la ciudad, hasta sus moradores, para mostrar: el arribismo político e intelectual; la perversión escondida o abierta, así como los ritos de iniciación carnavalesca a “la madurez” sexual, intelectual y social del capitalino.

El narrador novelista en Fantasmas aztecas empieza a inventar su novela a bordo de un minitaxi y debe desplazarse hacia otros entornos: para poder construirla, para que sus personajes se muevan en ellos, y para que el lector siga las acciones que conformarán los temas.

Aunque no se menciona el nombre de la ciudad hasta en la página trece, desde la primera línea en la novela me doy cuenta de que se refiere a México: podría empezar así: en mi papel de novelista, a bordo de un minitaxi atrapado [...], porque sólo en la capital se les llama minitaxi a los autos pequeños que sirven como tal; lo constato cuando, siete párrafos después, dice el narrador hacia dónde se debe dirigir: al crucero donde practican la excavación del Templo Mayor, la develación del espacio sagrado de los aztecas... Y, ¿dónde se localiza el Templo Mayor de los aztecas?

En el primer párrafo de Fantasmas aztecas dice el narrador novelista: [...] la gente cruzando en varias direcciones, los otros automóviles, los edificios y la mixtura irrespirable que los envuelve, sugieren que esta ciudad tantas veces amada y gozable se acerca ineludiblemente a cierto holocausto... (p 9). Sí, anticipa que ha amado a su ciudad, que la ha gozado; sin embargo, en este nuevo texto (p 10), leo cuatro distintos discursos cuando va a referirse a ella: descripciones demoledoras; una analogía recurrente entre el tránsito capitalino y la ciudad con sus habitantes; como escenario del desarrollo de las historia del protagonista; y por supuesto el juego de palabras con el nombre y la esencia de la ciudad de México y sus moradores.

Fantasmas aztecas no es una novela urbana en el sentido genérico, algunas acciones se ejecutan en la capital de nuestro país; por consiguiente, se leen descripciones que brotan de la visión del narrador, tanto literaria, artística, como crítica justa al resultado de ciertas actitudes que se realizan en torno a ella, ya sea en el terreno político o cultural.

La ciudad del narrador novelista contiene una historia que conocemos los mexicanos; él dice que quiere escribir acerca de un elemento que conforma una pequeña parte de ella: del Templo Mayor de los aztecas, de las excavaciones que se practican alrededor. La siguiente cita se refiere a alternativas de pensamientos que pudiera tener el arqueólogo protagonista:
como el minitaxi en el que viajo, donde muy bien podía pretender que viene él, pensando [...] en crímenes viales y violencias sin fin, porque el arrasamiento iracundo de árboles y casas no puede ser resultado de un vandalismo improvisado que margine el esfuerzo de dos o tres instituciones por recuperar la vida nacional, sino por el contrario, parte de un plan minucioso y devastador que comienza por considerar la ciudad, y por lo tanto su historia, como una sobrecarga inútil, inventario inútil de lo realizado y fardo memorioso... (p 21).

No señala culpables, pero con sutiles manejos del lenguaje comprime la información y la suelta a manera de notas suspendidas: [...] palabras de hombre perdido en la ciudad ocupada, la muerte cantando junto a sus páginas, y yo desviándome hacia un nuevo texto, en minitaxi hacia mi nueva novela... (pp 9-10).

En autosugerencias de qué incluir en su texto, o dentro de la narración, deja caer palabras denotantes y connotantes de la inactividad:
la ciudad de entonces como una gigantesca víscera en la que se pudrían los árboles y hasta las piedras... (p 19).

o la sensación en medio de la ciudad atrofiada, (p 204).

[...] la ciudad inmóvil, plomiza, los coches detenidos en un paréntesis (casi) mortal, deseable, irremediable... (p 205).

Pero también en esta otra cita: la ciudad a sus pies, como un presuntuoso plano oblicuo deslizándose fuera del borde de lo civilizado... [...] la ciudad a lo lejos como si empezara a dar vueltas, cayendo en un abismo sin fondo...(p 127), con el enlace comparativo “como” la hace parecer moverse en especie de huida, o ¿retorno a sus raíces?

En la penúltima página de la novela el narrador novelista menciona también por penúltima vez a su ciudad: encerrado en un minitaxi en el centro de una ciudad envilecida, botín de especuladores, de prestanombres, de políticos inescrupulosos... (p 214). De ella no ha escrito el nombre cuando se compadece o cuando emite juicios. La ciudad no es culpable de cuanto sucede en su interior, de que la percepción del narrador se conduela y la califique con un adjetivo que se utiliza para describir la degradación humana; luego la convierte en un trofeo accesible a la astucia y oportunismo de ciertas personas.

El medio de transporte motorizado es un elemento imprescindible en la vida de los habitantes de una ciudad tan grande como México, el denso tránsito capitalino ha alcanzado una fama temerosa para los visitantes foráneos. El narrador novelista lo sufre, se encuentra detenido en el interior del minitaxi, y anota en su libreta lo que observa de su entorno, ya sean peatones, edificios, u otros autos y sus conductores. En una analogía de la actitud de los viandantes con la vida que se lleva penosamente en la gran ciudad ve que se mueven alrededor de su propia inactividad física:
o para empezar una vez más: afuera los edificios y una especie de luz, hombres y mujeres encaminándose, unos aparentemente lúcidos, otros ausentes, temiéndose, rehuyéndose, evitándose, insatisfechos permanentemente, esquivando parpadeando, sin tropiezos, deteniéndose entre los coches, rodeando un semáforo o algún puesto de publicaciones periódicas, sin detenerse, sonriendo, guiñando un ojo, sudorosos, nerviosos... (p 99).

También los conductores de los autos adyacentes le propician la comparación con la existencia diaria en la ciudad:
o es el ruido de los coches, mecánico y febril, o más bien el ruido de la gente que conduce los coches, ahora detenidos pero igualmente acelerados, confundidos, perplejos, recelosos, sonando sus bocinas, la gente oscilando detrás de los volantes para soportar la tenaz ofensiva del sol, los brillos metálicos chillones, deslumbrantes, agresivos, la gente comenzando a desesperarse, sus rostros cansados pero condenatorios, socarrones, sus miradas adversas, inquisitivas... (p 65).

El narrador novelista resume en dos líneas la visión personal que asume de la ciudad: marejada de historia contemporánea, desperdicios erguidos y áreas de calma adonde se ahogan los proyectos y las conminaciones... (p 99).

La homologación más contundente se lee en el extenso párrafo siguiente cuando el narrador se siente adormilado, ensordecido, y con dificultad para respirar a causa de los gases que emanan de los otros vehículos; entonces imagina una triste paradoja de que ese aire irrespirable es la respiración misma de la ciudad; compara, tanto el ruido insensato y trepidante de las excavadoras con el presente y el futuro del país en manos de quienes lo manejan, como la inmovilidad de los conductores con la actitud pasiva de los mexicanos a pesar de su fuerza y solidez innatas, pero que sólo responden a ser convencidos y guiados por otros:
exactamente en el lugar al que me dirijo, o creo dirigirme, inmóvil, esforzándome en mantener los ojos abiertos y mantenerme lo más erguido posible sobre el asiento del minitaxi, adormecido por el calor mientras el aire sucio parece sumergirnos en cierta oscuridad, o suciedad, apenas distinguiendo ciertos ruidos, el ronroneo monótono y múltiple de los motores creciendo hasta el punto de encarnar algo majestuoso, y a la vez inexistente (e inmaterial), algo así como la respiración misma de la ciudad en una mañana de cruda asmática, una crepitación almidonada, algo así como los chasquidos, intrépidos y trepidaciones de la maquinaria que mantiene en marcha el país, en el seno del cual tengo la sensación de estar (como adentro de una fotografía), entre choferes y pasajeros que se inspeccionan buscando una mirada, un gesto, un signo que permita compartir la irritación o cierta condescendencia a bordo de sus autos compactos o suntuosos, polvorientos, diseñados para deslizarse vibrando por la fuerza de sus frenéticos cilindros, y ahora quietos como máquinas de guerra que esperan la orden de ataque, listos para embestir rugiendo (casi) pavorosos... (p 77).

También el narrador novelista deja una corta constancia de que se puede llevar una vida placentera en esa ciudad plomiza, desperdiciada, envilecida, mas amada y gozable. Cerca del final de la novela condensa esa vida que se despliega más allá del limitante espacio donde se encuentra; y finaliza la alternativa de tema con una añoranza a la buena fama que tuvo el color del cielo de México:
o la sensación en medio de la ciudad atrofiada, en la soledad del minitaxi, en aquel coche minúsculo y aislante, de que toda la vida posible, con sus temblores, sus humedades, sus transparencias, sus matices, con la realidad de todas las mujeres, los amigos, los amigos preferidos, las comidas favoritas y todas las luces, todos los libros, el teatro, el cine y todos los ruidos del mundo desarrollándose lejos de mí y del silencio que me envolvía...
intuyendo el color del cielo, en el que aún no se dejaría ver el sol, en el que el sol indicaría simplemente su presencia por una claridad lateral, un vago fulgor... (p 205).

El narrador novelista ya no anota sus pensamientos críticos acerca de la ciudad y de sus habitantes cuando inventa que sus personajes, aun él mismo, se desplazan por algunos lugares de México; y en esos proyectos se menciona, en su mayoría, el nombre de calles, por ejemplo cuenta su protagonista: ¿supiste que el 15 de septiembre el carro de un borracho que venía por detrás de Catedral, por atrás de la calle Guatemala, saltó, chin, pegó, y como [...] (p 56). En otro esbozo de su propia historia quiso incluir: o yo en el pretil del paso a desnivel en el Anillo Periférico, temblando, soportando la tormenta, las aguas abajo como la suma de mis desventuras [...] (p 69). O cuando su protagonista trata de seducir a Mararía: aquí entonces una descripción del Paseo de la Reforma, ya que ambos subieron al coche y a éste lo hicieron tomar rumbo hacia el Anillo Periférico, los fresnos de ambos lados de la avenida de un verde crudo (casi) irreal, entrecruzándose, [...] (p 132). O cuando Sol intentó suicidarse a causa del abandono del arqueólogo: luego el salón de emergencias de un hospital en la Calzada de Tlalpan [...] (p 162).

El único nombre que repite es el de una avenida por la que camina el protagonista con Diana: la luz vibrando dulcemente y ellos del brazo caminando frente a Catedral, las torres campanarias inmóviles (casi) doradas, majestuosas, vetustas: los coches lentos, semiestacionados sobre la avenida 5 de Mayo [...] (p 46); pero también podría ser él mismo: o yo en mi papel de novelista recogiéndola en la misma excavación, a la misma hora, el mismo día, caminando por la misma avenida 5 de Mayo, [...] (pp 46-47); después de que se desvía con la anotación de otros proyectos retorna a la descripción del paseo de los amantes: pero por lo pronto caminan por la avenida 5 de Mayo en busca de una cafetería, un bar o un restorán [...] (p 52), caminando por la avenida 5 de Mayo [...] (p 53); sobre la que dice que pueden encontrar algún adorno del Nacional Monte de Piedad retorcido, enigmático, destacándose entre las piedras; [...] (p 46).

De otros lugares no especifica el nombre: o más adelante los dulces caseros en una tienda con nombre de ciudad (fundada desde el siglo pasado) [...] (p 47); o en la colonia Lindavista, en la joyería de un amigo japonés, excompañero de escuela [...] (p 127); pero quizás no sean desconocidos para un nativo de la capital.

Cuando está formando el proyecto de la juventud de su protagonista y conoce a la que será su esposa felina, también los llevará a recorrer algunos lugares en la ciudad:
o ella de pie frente a él a la pálida luz de los enhiestos reflectores del Deportivo Chapultepec, [...] la mañana que fueron a visitar lo que queda de la antigua entrada al Cincalco, lugar de la mansión del maíz, sitio de vida eterna, puente de comunicación con el inframundo en pleno centro de Chapultepec, [...] (p 127).

Sin que falte la parada en una librería:
y pronto tras del cristal del desaparecido Manuel Porrúa, las carátulas de los libros rojos, blancos, amarillos, grises, con letras negras o azules o moradas, ellos reconociendo nombres de autores congelados bajo la superficie de prosa e ideas, embalsamados bajo esas tapas brillantes y atractivas... (ibidem).

Y los recuerdos que va a formar en la vida de su protagonista cuando entró en la universidad. Luego, cuando militaba en las Juventudes Comunistas, van un poco más allá de la ciudad pero ese elemento tampoco podía faltar en la vida del arqueólogo para que narre sus historias:
pero tú me contaste que iban a entrenarse al Popocatépetl ¿no?... (p 203).

y yo con una botella en las manos mírenme allí pensando en 1958, en un grupo de jóvenes sentados alrededor de una mesa de la cafetería de la Facultad de Filosofía y Letras, [...] el estacionamiento de Leyes lleno de camiones secuestrados, mi protagonista con dieciocho años a cuestas, [...] (p 126).

Así como él jugó con las iniciales de Reyes Moctezuma, y con la palabra minitaxi; en otro momento de buen humor enlista los distintos sobrenombres con que el ingenio del mexicano habla de la capital:
mi protagonista encendiendo la pipa, corrigiendo el peso de los anteojos, mesándose la barba y gruñendo para mejor soportar las vicisitudes del tránsito en la ciudad de México, Ombligo de la Luna y también Frontera del Magueyal, Lugar de Liebres, Centro de la Región Pulquera, Gran Tenochtitlan, Puñado de Alcantarillas, Hondonada Gris, Nopaltorio, Tierra Chica, Región más Transparente, Nueva Galicia, Kafkaguamilpa y hasta Ciudad de los Palacios según los cronistas, desde Martínez Gracida a Carlos Fuentes [...] (p 60).

Al inicio de la novela el narrador anota un proyecto de tema que contendría la misión de interrumpir el flujo de piezas prehispánicas robadas de México a Estados Unidos... (p 11), y reflexiona acerca de si no estarían mejor conservadas en los Estados Unidos o en algún museo nacional, si es que llegaban a parar en algún museo y no en la casa de algún político (oportunista) (pp 12-13); entonces escribe en la siguiente línea: invisibles elementos de México hechos visibles... Seis palabras que encierran tanto la realidad que representa las piezas recién descubiertas, como la metáfora con las deshonestas actitudes de quienes ocupan cargos públicos. Palabras que relaciono con las siguientes, cuando él reflexiona acerca del trabajo del arqueólogo:
y eso que ya no quedan pasados por descubrir: los que teníamos ya están a la vista, o parecen estar, aunque en el Templo Mayor los especialistas cavan entusiasmados en sus diminutas parcelas con la esperanza de descubrir piezas nuevas del rompecabezas... (p 102).

Y, en la última página de la novela, en la también última mención de la ciudad, el narrador novelista repite el enunciado: invisibles elementos de México hechos visibles... (p 215). Las mismas seis palabras después de que ha escrito que su nueva novela trata de la extracción, digámoslo así, del Templo Mayor, entre otras develaciones, radiestesias, desenmascaramientos, también ¿por qué no? desnudamientos que nos han conducido hasta ahora... (p 16); ya que ha narrado parte de la misión de rescatar las piezas precolombinas, y cuando, unos párafos antes del final, califica a la ciudad como botín de especuladores, de prestanombres, de políticos inescrupulosos... (p 214). No profundizó en demostrarlo, recordemos que son meras notas para desarrollar después; sin embargo, en las concisas líneas donde habla de ello, queda su crítica en letras de molde, y el resultado de autocuestionamientos de cuanto sucede en su ciudad tantas veces amada y gozable.




El Templo Mayor


Aunque se desconoce la fecha exacta de la construcción del Templo Mayor se puede argumentar que habría iniciado en 1325 como una pirámide doble de siete niveles rematada en su parte superior por dos templos dedicados a sus principales dioses: Tláloc y Huitzilopochtli en agradecimiento a las buenas cosechas o a los triunfos en batallas sostenidas contra otros pueblos.

Para los mexicas este sitio era el centro del cosmos, un lugar de mayor sacralidad por el que se podía ascender a los planos celestes, o descender al inframundo, y también representaba el centro del que partían los cuatro rumbos del universo.

Durante la conquista española, en 1521, los edificios fueron parcialmente destruidos y ese espacio perdió su carácter sagrado.

Un par de siglos después, el 13 de agosto de 1790, se encontró de manera fortuita la estatua de Coatlicue; el 17 de diciembre del mismo año, el monolito de la Piedra del Sol o Calendario Azteca; y, en 1914, Manuel Gamio localizó la esquina suroeste del Templo Mayor.

En la madrugada del 21 de febrero de 1978 trabajadores de la Compañía de Luz y Fuerza del Centro realizaron un encuentro circunstancial en la esquina de las calles Guatemala y Argentina del Centro Histórico de la capital: la escultura que representaba a la diosa lunar Coyolxauhqui. Entonces se continuó con las excavaciones en ese lugar con hallazgos importantes hasta llegar al efectuado en julio de 2000: una escalinata con siete ofrendas; sucedió durante el inicio del proyecto de la reconstrucción de la “Casa de las Ajaracas” (también Hajaracas) cuyo proyecto original era que llegaría a convertirse en la Casa de Gobierno del Distrito Federal.

Cuando se publica Fantasmas aztecas, después del descubrimiento de Coyolxauhqui, estaban en plena efervescencia el proyecto y la ejecución del desentierro de las tumbas y ofrendas alrededor de los templos que conformaron el “centro del mundo” de los mexicas.

Gustavo Sainz aprovecha hechos verídicos para que su narrador fabrique su ficción (como los huesos “perdidos” de Hernán Cortés); en el caso del Templo Mayor acude a él como un entorno físico existente que servirá de escenario para la interacción de los personajes, transcribe datos y fechas como las mencionadas en párrafos anteriores de este apartado; pero también anuncia al inicio de la novela que está deseoso de dominar, interpretar el espacio sagrado e inmutable de los aztecas, esas cenizas perennes, los fantasmas tan repentinamente exhumados, comparando la exploración de mi inconsciente con las excavaciones arqueológicas, [...] (p 16); y esas profundas exploraciones de su inconsciente referidas al Templo Mayor ofrecen un valioso material para otro trabajo más dirigido a la investigación histórica y sociológica.

Este apartado contiene una indagación basada en una parte de los cimientos de la novela Fantasmas aztecas que remite a la presentación de un entorno físico donde se mueven ciertos personajes. Aunque el narrador novelista anota en su cuaderno que su nueva novela tratará de la extracción Templo Mayor, entre otras develaciones, incluye apenas una treintena de menciones del lugar más sagrado de los aztecas, y se leen en las voces del narrador novelista y del arqueólogo protagonista; las de éste más ligadas a la recién descubierta Coyolxahuqui que al Templo Mayor:
[...] empezaba mi protagonista de nuevo en el Templo, afuera de su oficina, rodeado de visitantes, sonriendo quizás porque la risa lo desprendía de los acontecimientos, como obligado a desarrollar su papel de arqueólogo y jefe del proyecto Templo Mayor, [...]
los mexicas reprodujeron todo lo ocurrido en estas ruinas: señalando hacia abajo, al sitio mismo de las excavaciones: aquí era el cerro mismo con las cabezas de serpientes, [...] el sacrificio de cautivos en el Templo como repetición de lo que Huitzilopochtli hizo con su hermana, ya se sabe, inmolaban a la víctima en lo alto de la pirámide y la arrojaban por la escalinata para que se desmembrara [...] (p 38).

La mayoría de las citas del narrador novelista está asociada con la profanación que comandó Hernán Cortés; cuando mostré la construcción de este personaje transcribí las crudas descripciones de las actitudes de los soldados españoles, líneas con dos comunes denominadores: la sangre de inocentes y la impotencia de los futuros fantasmas aztecas al ver restos humanos desperdigados por todo el Templo Mayor. Leo una sola mención de Hernán Cortés antes de la famosa matanza:
horrorizado y cubriéndose la nariz la primera vez que subió al Templo Mayor, asqueado por el hedor de sangre y los corazones de los recién sacrificados, oprimido por el sonido (lúgubre e imponente) de un enorme tambor cubierto con piel humana, y más o menos cordial y mordaz al decir a Moctezuma que cómo él, tan sabio, no había deducido que esos ídolos no eran dioses, sino cosas malas como diablos y pedir que lo dejara instalar en lo alto de esas imponentes torres una cruz, y entre los adoratorios (de Huitzilopochtli y Tláloc) hacer un nicho donde aposentar la imagen de la santísima virgen...

En la continuación de ese párrafo el narrador novelista rompe con la supuesta solemnidad de Cortés al introducir en la respuesta de Moctezuma una interjección netamente castiza; o quizás podría ser también otra crítica sarcástica a la futura españolización de los mexicas:
a lo que Moctezuma imprecó ofendido, rogando que no dijera otras palabras en su deshonor, e invitándolo a retirarse, ale, ale, porque tendría que rezar y hacer cierto sacrificio en recompensa por el gran pecado que había cometido al dejarlo subir al Templo y escucharlo... (p 76).

El lugar de las excavaciones es el escenario idóneo para que el protagonista empiece el romance con sus asistentes: (Sol) abrazándolo desde atrás, muda, como si abrazara a la Historia, los monumentos prehispánicos, el Templo Mayor azteca incorruptible, [...] (p 152); y luego con Claudia: entonces caminamos hacia el Templo Mayor, mi protagonista tiernamente abrazándola, [...] luego en el Templo Mayor esperando el atardecer para ver las ruinas bañadas por la luz del crepúsculo [...] (pp 180-181); pero también su esposa felina lo visita ahí: mi protagonista festejando la llegada al Templo Mayor de la primera de sus mujeres... ( p 209).
El narrador novelista reflexiona en una frase: todos los mancilladores del Templo Mayor de los aztecas, sin importar si fueron bien intencionados o no, todos, decía, han sufrido un infausto destino... (p 65); y ha narrado la muerte trágica de algunos españoles. En el presente las cuatro mujeres podrían ser también mancilladoras del Templo, sólo alude a una: o (Diana) violando una tumba, la número 9 exactamente, [...] (p 33); sin embargo las cuatro sufren el abandono del amante. Tampoco quedan exentos empleados de otras dependencias ajenas a la arqueología:
pues a mí me contaron que a uno de los trabajadores que ayudaron a desenterrarla se le rompió una pierna al caérsele la diosa encima, y que al arrojar un electricista una piedra a la estatua, la piedra rebotó y le rompió la cabeza... (p 42).

En la siguiente anotación del narrador novelista parece corroborar que no importa si la violación se dio a través de hallazgos fortuitos, o a la buena intención en el trabajo minucioso de los arqueólogos; la maldición abarca a todos, hasta a la ciudad, y aun al país:
espacio mágico (y sagrado) que condensa en sí tanto poder que cada vez que desentierran sus imágenes bélicas tiembla en la ciudad* y caen edificios, se establecen fisuras, se alzan miedos y surgen representaciones de su fuerza innegable... (p 100).

En la cita anterior denomina al Templo Mayor espacio mágico (y sagrado); alrededor de ese párrafo (que forma parte de la exploración de mi inconsciente con las excavaciones arqueológicas) utiliza otras cinco veces el mismo sustantivo:
[...] espacio que los españoles dieron por conquistado, espacio subversivo que ha encarnado a lo largo de los siglos en toda clase de conspiraciones y herejías, abjuraciones y reconciliaciones, apostasías y apariciones...
[...]
espacio mágico, punto fijo, fuerte y significativo, centro del mundo e hito y frontera entre dos mundos, [...].
[...]
ese espacio sobresaliendo siempre, incluso cuando se inundaba el centro de la ciudad [...].
espacio deslumbrante adonde se podía (y quizás se puede) efectuar el tránsito del mundo profano al mundo sagrado... (pp 99 a 101).

No incluye el narrador novelista un juego de palabras acerca del Templo Mayor, pero sí repite un enunciado ya escrito en la segunda página de la novela, al final de un párrafo: [...] un cuchillo de sacrificios con mango de mosaicos policromados reclama verdugos de capas negras y largos cabellos... (p 10). Queda implícito que se refiere a los sacrificios humanos practicados por los aztecas en lo alto de la pirámide del Templo a Huitzilopochtli. En la penúltima página lo inserta como párrafo completo: un cuchillo de sacrificios con mango de mosaicos policromados reclama verdugos de capas negras y largos cabellos... (p 214). Otra vez el comenzar de nuevo, el retorno al principio de la escritura de su novela. Me atrevo a agregar otra comprensión personal de ese enunciado donde le otorga al cuchillo una capacidad humana: reclamar; pero lo que me alerta es qué reclama: no una víctima, sino un verdugo; el cuchillo exige estar entre las manos del victimario y no ya en el cuerpo del sacrificado; presumo que para evadir la responsabilidad de matar, ésa la delega en el sacerdote azteca.

Deseo finalizar este apartado con una personal lectura a un párrafo que relaciono con uno de los epígrafes que Gustavo Sainz incluye en la novela Fantasmas aztecas. Son seis epígrafes (Karl Marx, Oscar Wilde, Ramón Gómez de la Serna, Carlos Fuentes, y dos de Jorge Luis Borges), los cinco primeros con los conceptos particulares de lo que es la Historia y de lo que se hace con ella cuando se lleva al papel. La última, la segunda de Borges, fue tomada de The New York Times Book Review, 1979, y ya se refiere a México y a los mexicanos:
I dislike Mexico and the Mexicans. They are so nationalistic. And they hate the Spanish. What can happen to them if they feel that way? And they have nothing. They are just playing –at being nationalistic. But what they like specially is playing at being red Indians. They like to play. They have nothing at all. And they can’t fight, eh? They are very poor soldiers –they always lose…*

Considero que el siguiente párrafo es una corta, pero justa respuesta a la cita de Borges en el epígrafe; por supuesto que muy tamizada porque probablemente el narrador sabe que Borges no fue un buen “embajador” de otros países de América Latina. El narrador habla de la profesión de su protagonista:
[...] es decir sensible a los datos de la realidad y más aún frente a los datos del pasado, regocijado ante matices del lenguaje, modelos de carácter, vueltas del arte y hasta cierto halo propio de nuestra cultura, supuestamente desaparecida y no sólo sobreviviente sino reaparecida a cada momento con fuerza incontrastable... (pp 167-168).

El narrador novelista es un conocedor de la realidad mexicana, de lo que se gesta en su país, lo respeta con su historia y puede descontextualizar hechos para encontrar belleza, magia y rescate sin perder de vista la realidad. Sabe y escribe en su novela actitudes heroicas y despreciables acciones de cuantos han intervenido en la formación de México, aun desde los antropófagos aztecas.

El Templo Mayor representa el máximo monumento de la cultura azteca no solamente en los aspectos religioso y guerrero (con Huitzilopochtli, el dios del Sol y de la guerra), pues el otro santuario se dedicó a Tláloc, el dios de la lluvia y del agua. Ambos evidenciaban las bases del poder azteca: la agricultura y el tributo guerrero. El Templo Mayor constituía el centro del Imperio azteca y era también su mayor símbolo, el reflejo material de su cosmovisión. Funcionaba como observatorio astronómico y permitía regular y administrar la eficiente agricultura mexica, uno de los principales pilares del imperio. El narrador dispersa en su novela esta información ajustada a los registros históricos. Como ya lo justifiqué, mis menciones al Templo Mayor se limitaron al objetivo de este apartado: presentar un espacio material donde se mueven algunos personajes vivos o muertos.

Concluyo el capítulo referente a una parte de los cimientos de la novela Fantasmas aztecas de Gustavo Sainz; ciertas correlaciones extraídas del cuaderno del narrador novelista con la invención de temas, la construcción de determinados personajes, y la elección de entornos físicos para ellos que van dirigidos a la parte medular de mi indagación: el proceso de la escritura de dicha novela.









IV PROCESO DE ESCRITURA DE LA NOVELA FANTASMAS AZTECAS



Algunos narradores dicen que están escribiendo una novela y presentan el relato de ella como un proyecto futuro, todavía por hacerse; incluso, entre otras cosas, el novelista describe con suma seriedad: la hoja en blanco, las notas que se acumulan, los diálogos que pudieran sostener con sus personajes, el querer ordenar los recuerdos, las tachaduras, la indeterminación del manejo del tiempo y del espacio; los incisos, pausas, dilaciones, hasta divagaciones; y el rastreo de información que podría ser utilizable.
Otros recurren a compartir todo lo anterior, además con amalgamas de humor anecdótico, reflejante de la autoconciencia narrativa como es el caso del narrador de Gustavo Sainz en la novela Fantasmas aztecas.
El lector tiene la oportunidad de conocer la teoría del autor, acerca de la novela, con las reflexiones que el narrador transcribe en su intento de unir los elementos con los que desea conformarla. Hay narradores novelistas que “hablan” directamente al lector (porque lo consideran coautor de su obra), le manifiestan su compromiso con “la realidad del tema” y con la construcción de sus personajes; le exponen sus licencias en la fábula y en la argumentación, o dónde encuentran la dificultad para continuar. Lo trascendente es la creación de una novela dentro de la misma, y así lo hace Gustavo Sainz a través de su narrador.
El corpus novelístico de Fantasmas aztecas fue agrupado en nueve “capítulos” o “apartados”; los entrecomillo porque en cada uno el correlato interno no abarca bloques narrativos que los diferenciaría, porque no están numerados, y porque no existe un índice; en mi personal base de datos los identifico con números romanos. El narrador novelista registra en ellos distintos temas con los personajes que debieran actuarlos –diferentes a los que considero principales y objetos de mi indagación–; son bastantes los mencionados una sola vez, y retoma otros aunque sea en un par de líneas.
En el trabajo lexicográfico contenido en la novela distingo siete diferentes planos lingüísticos que he estado ejemplificando en la exposición de los capítulos anteriores:
1. El discurso literario narrativo: despliegue de un universo lingüístico culto, cromático, socializado; el narrador novelista construye su edificio narrativo con un abrumador caudal léxico en balance con el humor y el sarcasmo.
2. Relato oral directo de un personaje: el protagonista reseña acerca del Templo Mayor al narrador novelista, o a sus alumnos, o a los visitantes en las excavaciones; relata con su peculiar uso de la sintaxis y con registros del habla del capitalino.
3. Relato oral indirecto de un personaje: el narrador dice que Sol le cuenta anécdotas de su adolescencia, él las transcribe con un lenguaje más acorde con el que utiliza como novelista.
4. Relato escrito de la construcción del tema y del protagonista: como novelista escribe aleatoriamente compactos ejercicios narrativos, o descriptivos, con los elementos que conformarían ciertas acciones, y la biografía del protagonista.
5. Relato oral de lo anterior en voz del protagonista: ése ya desarrollado con el discurso jocoso, exagerado y, a veces, mentiroso, del profesor Reyes Moctezuma. Aunque el narrador no dé la entrada a la voz del protagonista, es clara la diferencia de quién habla y se detecta de inmediato.
6. Intervenciones del narrador como personaje: al experimentar con varias estrategias para materializar sus ideas en palabras, construyó un “yo” adicional que se incluye en la misión de rescatar las piezas robadas; mas no dialoga ni relata como personaje, sino como el inventor del tema. Y, como el novelista inventado para que escriba una novela acerca del Templo Mayor, narra y describe lo que hacen sus personajes cuando acompaña al protagonista, también dialoga con ellos con el pretexto de estar compilando datos.
7. Acotaciones interpolados del narrador como novelista: párrafos con el discurso de la “poética directa” de un escritor, con comentarios acerca de su propia identidad narrativa o lingüística (porque dijo al inicio que ya antes ha escrito otras novelas); recursos expresivos con libre fluir de la introspección, de frente a la palabra; prácticas autorreflexivas de la problemática al intentar dar una respuesta compensadora a la conclusión de un tema o a la construcción de un personaje.
En el presente capítulo mostraré otros elementos del trabajo de escritura que el narrador novelista comparte tan generosamente con cada lector. Y, así como en el desarrollo de los dos anteriores capítulos, he intentado organizar éste a través de la descontextualización de las notas recogidas en el cuaderno del narrador novelista; lo separo en subcapítulos de acuerdo con una personal extracción, y con un ordenamiento de cuanto me indica cómo procedió a escribir los datos para esta novela que me ha conducido a recorrer más de cien vericuetos para encontrar el hilo, ése que, apunta Italo Calvino, supuestamente perdemos con la lectura de un libro ágil, móvil y desenvuelto:
Rapidez de estilo y de pensamiento quiere decir sobre todo agilidad, movilidad, desenvoltura; cualidades que se avienen a la escritura dispuesta a las divagaciones, a saltar de un argumento a otro, a perder el hilo cien veces y encontrarlo al cabo de cien vericuetos. (Calvino: 1999, p 58).









IV. a Escritura de la interrupción en esta novela



Gustavo Sainz, autor, organizador del discurso que maneja el narrador novelista en Fantasmas aztecas, publicó su primera novela: Gazapo, en 1965, con el manejo de un lenguaje revivido, con una riqueza de indagaciones verbales como integración de los códigos lingüísticos de la narrativa capitalina testimonial. En 1969 (mismo año de Obsesivos días circulares de Sainz) aparece La nueva novela hispanoamericana de Carlos Fuentes donde cita a Gazapo además de otras novelas escritas en esa época. Fuentes analiza el porqué de “un nuevo lenguaje” –nombre del capítulo– al que recurren algunos de los autores considerados entre los muchos innovadores de la nueva novela:
[...] La nueva novela hispanoamericana se presenta como una nueva fundación del lenguaje contra los prolongamientos calcificados de nuestra falsa y feudal fundación de origen y su lenguaje igualmente falso y anacrónico. Cabrera, Sainz, Agustín y Puig nos indican dos cosas. Primero, que si en América Latina las obras literarias se contentasen con reflejar o justificar el orden establecido serían anacrónicas: inútiles. Nuestras obras deben ser de desorden: es decir, de un orden posible, contrario al actual. Y segundo, que las burguesías de América Latina quisieran una literatura sublimante, que las salvase de la vulgaridad y les otorgase un aura “esencial”, “permanente”, inmóvil. Nuestra literatura es verdaderamente revolucionaria en cuanto le niega al orden establecido el léxico que éste quisiera y le opone el lenguaje de la alarma, la renovación, el desorden y el humor. El lenguaje, en suma, de la ambigüedad: de la pluralidad de significados, de la constelación de alusiones: de la apertura (Fuentes: op. cit. pp 31-32).
Trece años después se publica Fantasmas aztecas, 1982*, la quinta novela de Sainz; una novela que testimonia las últimas cinco líneas de Fuentes, pues aunque otra sea su temática y su poética, siguen vigentes su visión experimentadora, y su cuidadosa actualización en la escritura y en el discurso. En este apartado indagaré en una parte de su conformación estructural.
Siempre habrá algo más de lo que se extraiga de una novela y de quien está al cargo de narrarla, y no solamente a causa de las lecturas particulares, sino por los silencios que obtienen una función tanto semántica como comunicativa; ellos podrían conformar una “estética del silencio”, pues el silencio es también una forma de lenguaje; y lo es tanto en el uso comunicativo del lenguaje: caricias, lágrimas, etcétera; como aun en el propio contexto semántico del lenguaje: espacios en blanco, o signos icónicos vacíos de contenido escrito, mas no de significado: como los de interrogación o los de admiración.
El narrador novelista construye Fantasmas aztecas con su propia reserva de silencios manifestados en los puntos suspensivos al final de cada párrafo, otro icono lingüístico con funciones precisas comunicativas que analizaré enseguida. Antes preciso señalar, y resumir, cómo la gramática castellana norma la utilización de ellos:
1. Se usan en oraciones inacabadas; en ellas el lector conoce el resto, como en frases célebres, refranes, o dichos populares.

2. Entre corchetes significa omisión de una parte de una cita.

3. En una enumeración significa que la lista podría continuar.

4. Pueden representar una pausa del lenguaje oral que corresponde a vacilación, duda, sorpresa, ironía, indecisión o temor.

5. Cuando tiene el mismo valor que la expresión conjuntiva “etcétera”.

6. En condicionales, disyuntivas, o admiraciones, después de “si”, “o” y “tan” a veces hay una pausa que se explica con los puntos; se omite la segunda parte del enunciado porque se sabe la continuación aunque no sean las palabras textuales.

7. Si la oración sigue tras los puntos suspensivos se escribe minúscula; si no es así y empieza otra oración, entonces mayúscula.

Las tres últimas funciones gramaticales (convencionales) de los puntos suspensivos son los que se aplican a la novela; sin embargo leo ciertas variantes, por ejemplo la regla número cinco se convierte en una redundancia pues la última palabra que escribe el narrador novelista es la expresión aditiva etcétera... y no omite los tres puntos. Otra evidencia del no–final, del eterno retorno: leitmotiv en la novela.
Acerca de la regla número seis, el narrador escribe notas para escribir una novela; muchas de ellas inician con la conjunción disyuntiva “o” cuya función consiste en dar a elegir entre dos cosas que se excluyen mutuamente –porque sólo la gramática logra hacer esa pirueta de unir (conjunción) separando (disyuntiva)–; sin embargo, el uso de esa conjunción en Fantasmas aztecas no significa elegir entre uno u otro, sino elegir en qué parte de la novela incluirá esa nota; por consiguiente, más que disyuntivas, son alternativas sin exclusión del otro:
o en la casa de mi protagonista con una cerveza en una mano y mi grabadora en la otra, diciéndole que... (p 34).

no gracias, bueno (sirviéndome un poco más de cerveza), verás, [...] (p 55).
o en casa de mi protagonista bebiendo cerveza, bajo la corona de espuma, en el interior del vaso elevándose, columnitas brillantes de pequeñas burbujas, el nivel del líquido ascendiendo, el de la espuma disminuyendo, y su bella esposa [...] (p 198).

el exceso de espuma deslizándose lentamente por las paredes del vaso [...] (p 204).

o Cortés en su lecho de muerte viendo repentinamente [...] (p 28).

o entre sudores y olor a ungüentos mágicos cree estar rodeado de castellanos y aliados indios, se reincorpora y a tientas, pues tantos espectros hacen que en la habitación se viva noche cerrada, les pide que lo sigan y cree montar, cree estar junto [...] (p 122).

Regreso a la regla de los puntos suspensivos con la disyuntiva “o” cuando, a veces, hay una pausa y se omite la segunda parte del enunciado porque se sabe la continuación aunque no sean las palabras textuales. En la novela, en los párrafos que inician con la conjunción alternativa “o”, solamente se prevé que habrá una continuación en alguna parte de la novela, mas se desconoce qué contiene y, además, puede localizarse no en orden ascendente del paginado:
o de nuevo en el avión rumbo a los Ángeles, envueltos en toda esa conversación sobre Quechula, mi protagonista contándome cómo le habían dado nombre [...] (p 170).

pero en el avión, mi protagonista con su cabeza donjuanesca, es decir libertina, disoluta, scellerata, con su grito de guerra ¡vivan las azafatas! presionado a hablar de lacandones en relación con aquella investigación, improvisando algo como (casi) todos se llaman K’uin o K’ayum, [...] (p 96)

La regla número siete pide el uso de la minúscula si la oración continúa tras los puntos suspensivos; y, mayúscula si empieza otra oración. Todos los párrafos de la novela –de una línea hasta de tres páginas– terminan con los suspensivos e inician con letra minúscula excepto cuando la primera palabra es un nombre propio. Dentro de los párrafos el signo que más abunda es la coma; no hay puntos y seguido, por consiguiente el uso de las mayúsculas se reduce a los nombres propios. Después de cada párrafo hay una pausa suspensoria; pero si la siguiente línea, de uno en cuestión, se relaciona con la anterior, entonces no hay pausa suspensoria y sí una sangría, además de los tres puntos:
como su Tlahuicole, alborotado con la perspectiva (enfermiza) de develar los restos del Templo Mayor, feliz ante la motivación cósmica de cumplir con semejante misión...
y es que indudablemente subió la escalera de la pirámide en un día propicio...
y cree ver desde el minitaxi los toldos amarillos que marcan el lugar de la excavación, [...] (p 61).

Considero que esa gala de puntos suspensivos en toda la novela representa los silencios –como espacios temporales– que el narrador novelista aprovecha para meditar acerca de la continuación de la escritura. En el sentido de ser susceptibles a provocar un nombre para su nueva función en Fantasmas aztecas, podría prolongar la mencionada estética del silencio a: una escritura de la interrupción. Y es que el narrador novelista está realizando aquella acción de Elizondo: escribo que escribo, misma que puede presentar una escritura suspendida, a veces a través del mecanismo de autocuestionamientos, y de reflexiones aclaratorias o generadoras de más dudas acerca del oficio de hacer arte: de pronto no sé qué hacer con su tartamudez, dónde dejarla [...] (p 84); espacio difícil de reflejar en el espejo donde pretendo que mi protagonista [...] (p 100); ¿una narración no puede prescindir nunca del héroe? [...] (p 185).
Con mayor asiduidad que en otros textos, esta escritura de la interrupción me ha guiado a volver sobre el relato y a desandar el camino, a remontarme en el modo en que ha surgido una historia, u otra paralela. El silencio aprovechado por el narrador es condición de lectura y constituye su marco material (el signo visual de los puntos suspensivos) para seguir circulando. Sí, se suspende la acción en el sentido tradicional, pero me invita a una aventura más intensa porque me ha dejado en espera impaciente por el “regreso” de algún personaje o de una acción. Los puntos suspensivos, como recurso y recurrencia del narrador novelista, incitan mi pasión literaria, me animan a un juego textual de vaivén, inconcluso, transportado por una cinta sin fin donde se anulan y anudan las oposiciones, las disyuntivas, y queda la alternancia. Por eso puedo responderme a la pregunta: ¿qué sucede entre los tres puntos, los espacios en blanco (pausas suspensorias), y los discursos del narrador novelista? Literatura.
Ahora quiero referirme al título y al subtítulo de la novela de Gustavo Sainz, Fantasmas aztecas, no dice: los fantasmas de los aztecas, la contundencia no precisa un artículo que los determine, ni usar “aztecas” como sustantivo para que necesitara el genitivo porque denotaría que los aztecas poseen fantasmas; sólo requirió un sustantivo y un adjetivo para fusionarlos, para que se pertenezcan a ellos mismos y puedan realizar su venganza.
El subtítulo no se lee en la portada, sino en la portadilla: (un pre-texto); entre paréntesis, con minúscula el artículo indeterminado, y con una tipografía mucho menor que la del título; son un indeterminado y un sustantivo del que un guión menor separa el prefijo; entonces deja una palabra con doble significado en mi lectura: o es un documento “borrador” referente a: [...] mi nueva novela trata de la extracción, digámoslo así, del Templo Mayor, [...] (p 16); o –por los paréntesis, por el lugar donde lo escribe, y por el artículo indeterminado; si hubiera escrito el determinado, ya sería “el” texto anterior de Fantasmas aztecas– es una puesta en abismo de un otro texto que el narrador novelista asegura vendrá después: [...] así que empecé a aislar anotaciones sobre una probable novela que emprenderé tan pronto pueda... (p 183). De cualquier modo, ambas suposiciones engloban una acción gustosa y primordial para él: escribir.
He señalado que Fantasmas aztecas está estructurada con aleatorios párrafos corresponsales porque son notas que conformarán una novela (o ¿novelas?). Muchos párrafos son acotaciones que pueden marcar al narrador caminos a seguir, que representan la imagen elegida para re–traerla él posteriormente; pero el lector ya la recibió y de todos modos quedó capturada. El narrador novelista logra esa configuración con docenas de gerundios adverbiales, y con algunos gerundios truncos (o sea con elipsis de los verbos: estar, ir, venir, u otros equivalentes de: quedarse, y seguir).
El gerundio adverbial se usa para expresar una acción que forma un acompañamiento o contrapunto modal de otro verbo; expresa una acción de duración limitada en proceso de ejecución, con las modalidades de: oraciones independientes u oraciones subordinadas.
Dije anteriormente que el narrador novelista recurre a gerundios truncos y a gerundios adverbiales; sin embargo, considero que fusiona ambos usos porque igual responden a la pregunta: ¿cómo?, y también obtienen la justeza gramatical si se les agrega el verbo “estar”; pero entonces, con esto último, pierden la calidad de nota temporal, de fragmento borrador. Por ejemplo, si la siguiente oración: Hernán Cortés herido manteniendo con dificultad el equilibrio de su caballo [...] (p 18), la conjugo con corrección: estaba manteniendo; o, seguía manteniendo; o, iba manteniendo; la he convertido ya en un hecho tan preciso que no concuerda con el objetivo de una escritura posterior a partir de esa imagen (original) reducida a un código inventado por el propio narrador. Él los escribe como meros adverbios de modo con una sintaxis violentada para representar la síntesis de una nota recordatoria.
El sujeto de los enunciados es generalmente el profesor Reyes Moctezuma a quien siempre llama mi protagonista:
mi protagonista encendiendo la pipa, corrigiendo el peso de sus anteojos, [...] (p 60).
mi protagonista pensando en unos guatemaltecos que habían traído [...] (p 90).
mi protagonista desenvolviéndose con pedantería, convenido, ordenado, [...] (p 104).
mi protagonista recordando nuestra conversación en su casa, [...] (p 122).
bajo la regadera otra vez, mi protagonista hablándole del marinero [...] (p 152).
mi protagonista llamando por teléfono al Sanatorio [...] (p 182).
mi protagonista incendiando enormes llanos vírgenes [...] (p 192).
mi protagonista hablando sin interrupción, [...] (p 198).
mi protagonista temblando, inmóvil, sentado, [...] (p 214).

Aunque el narrador novelista no especifique el nombre, o escriba un sujeto implícito, de todos modos se comprende que se trata del arqueólogo: o secreteando junto a (Diana), (casi) como en un conjuro, [...] (p 43 ); y tal vez él preguntándole si era feliz*, [...] (p 204).
También organiza las actitudes elegidas para el carácter de las mujeres del profesor: (Claudia) ensayando entonces un tono airado... (p 93); y (Sol) callada, mirándolo hostil y ceñuda, [...] (p 148); (Mararía) adoptando múltiples rostros, [...] (p 132); y con el implícito comprendido por el contexto: ellos describiendo el episodio cuando me llevan a conocer el departamento, [...] (p 52).
No pueden faltar las acotaciones donde se menciona él, tanto como narrador personaje, así como narrador novelista:
yo pensando que todos los mancilladores del Templo Mayor [...] (p 65).
yo torciendo una sonrisa, mi protagonista con la misma cara cínica [...] (p 111).
yo besando a (Claudia) tiernamente en la mejilla, [...] (p 183).
yo descubriendo en nombre de mi protagonista [...] (p 132).

Cuando anota el implícito igualmente se reconocen sus propias reflexiones acerca de los papeles que ha otorgado para que se actúen en su novela, y hasta para él mismo como personaje:
pensando otra vez en el belicoso Hernán Cortés [...] (p 75).
pensando que frailes dominicos desenterraron el cadáver de antiguos jefes [...] (p 114). incómodo por el paréntesis de espera, lanzando miradas rápidas al exterior [...] (p 10).
saliendo de casa rumbo al trabajo, [...] (p 215).

Pero no solamente se leen los gerundios con personajes, en su proyecto de novela también quedan ideas de elementos que enmarcarán el entorno, o de los lugares donde se deberán desarrollar las acciones: la noche remontando el bosque en los altos de Chiapas, la cabaña prestada, [...] (p 86); las llamas reflejándose en los lomos de algunos libros [...] (p 151); el avión oscilando [...] (p 109); el minitaxi sacudiéndose [...] (p 165).
Repito que esta manera estructural solamente se lee en los párrafos que representan las acotaciones, o los “recordatorios” de “ideas momentáneas” que quiere conservar para incluir en el momento y lugar adecuados dentro de la novela.
Distingo otro signo visual que se combina en lo que llamo escritura de la interrupción: más de doscientos cincuenta paréntesis que encierran adjetivos o adverbios, además de los nombres propios de las mujeres de Reyes Moctezuma, y los de autores de quienes transcribe citas. El primero y más asiduo es el adverbio “casi” (lo emplea más de setenta veces) ya desde en el quinto párrafo del inicio de la novela: [...] por una acumulación de moscas (casi) hirviendo, [...] (p 10). Este medio recurrente podría ser una llamada de atención que utiliza el narrador novelista para después decidir con cuáles palabras ampliaría esa imagen, o simplemente quitar los paréntesis, porque cada uno significa una cercanía con la “verdad” que desea describir:
[...] (casi) previniendo una felicidad intolerable[...] (p 45).
[...] contenta y segura (casi) sería posible decir seducida: [...] (p 65).
(casi) indiferentes o distraídos [...] (p 65).
[...] (casi) sin respirar, [...] (p 134).
[...] (casi) de su tamaño [...] (p 99).
y moderando la voz, (casi) la voz que usaría para seducir, [...] (p 111).
[...] (casi) de inmaterialidad a orillas del cuerpo de (Mararía)... (p 127).
[...] los senos ensalivados también, replandecientes, (casi) marítimos, [...] (p 149).
[...] (casi) caníbales con hambre protoplásmica; [...] (p 153).
y poco después, sin ningún recato, (casi) como un desafío, [...] (p 196).
A veces los introduce con palabras solas entre ellos:
suspendido: (casi) petrificado: (casi) inmóvil, [...] (p 31).
[...] el hombre (casi) corriendo (casi) empavorecido, [...] (p 47).
Y hasta tres inclusiones en un mismo párrafo:
todo esto frente a la (majestuosa) representación de Coyolxauhqui, de sus relieves desplegándose una plenitud perfecta de líneas de fuerza, (casi) redonda, (casi) rosada, una fractura dividiéndola (casi) en dos partes, emanando del conjunto una aplastante superioridad de poderío... (p 41).

Sin embargo, si omitiera los paréntesis, o sustituyera el adverbio, ya sería otra la imagen que eligió en principio como la más adecuada para materializar con palabras el retrato mental. En Fantasmas aztecas el aspecto físico del paréntesis representa también un contorno, una línea divisoria, como un grado menor hacia lo definitivo; se me antoja decir que un grado antes de la “completitud”. ¿Que son demasiados adverbios “casi”? y ¿todavía más distinguibles a causa de los paréntesis? Precisamente ahí marca el narrador novelista una técnica muy alejada de lo que en otros textos llegaría a ser una redundancia.
Los otros paréntesis esparcidos en la novela contienen desde una palabra: [...] me escuché una exclamación de (escandaloso) asombro[...] (p 12), hasta cuatro renglones (cito uno con menor extensión): la cinco, bueno ¿para qué sirve?... (parece una cabeza adecuada para dar respuestas adecuadas, ¿o inclusive su propensión a la paternidad y al amor filial?)... (p 21). Aparecen con menor asiduidad los que abrazan una palabra, y pueden ser adjetivos (como el primer ejemplo); adverbios: [se refiere a Diana] efébica y con aura (todavía) del colegio Francés del Pedregal... (p 129), entonces la cocinera se quitó (lentamente) el delantal, [...] (p 94); y verbos: alguien reza y los demás gritan (gritan) hasta que Cortés grita que se despedace [...] (p 18), y los nombres de las mujeres de Reyes Moctezuma: yo descubriendo en nombre de mi protagonista que (Mararía), (Sol), (Diana, (Claudia) y otras mujeres [...] (p 132).
El resto de los paréntesis con más de una palabra capturan, enlazadas, distintas partes de la oración. Acoto que son demasiados ejemplos, trataré de trancribir los enunciados que, desde mi lectura, son más significativos:
[...] y los nobles (lujosamente ataviados) empezaron sus ceremonias [...] (p 77).
su (perturbadora y bella) esposa en la cocina [...] (p 55).
y esa visión ondulante y fantasmagórica (sus horrendas cabezas) bajo el peso sofocante de la atmósfera de la ciudad, conseguida (entre otras cosas) por los gases generados por millares de automóviles ronroneantes que me mantienen [...] (p 65)

En Fantamas aztecas no se ven guiones mayores que, tradicionalmente, marcan el diálogo directo; por lo general se “adivinan” las voces del protagonista y del narrador novelista a causa del contexto y del conocimiento que ya se ha obtenido de ellos; sin embargo, aunque pocas veces, también utiliza los paréntesis como referencia a quién habla; en algunos, cual emulación al libreto de una obra de teatro. A las mujeres no les otorga mucha voz (literal y literariamente hablando), pero sí intervienen en un par de ocasiones; por ejemplo Sol conversa de su infancia y adolescencia con el narrador novelista: alguien gritó (me contaba) a jugar volibol, [...] (p 176); y en las dos y media páginas siguientes repite diez veces (me contaba) en medio de la narración de la joven. Otra vez, en una cafetería con Claudia y el profesor: esta mañana te veías triste (me dijo), o ahora has fumado más que de costumbre (a mi protagonista), [...] (p 178).
En ciertas intervenciones señala la voz del arqueólogo: como te has de imaginar (mi protagonista), una partida de borrachos, [...] (p 56), pues es ridículo pero salí (decía mi protagonista con una de sus cabezas más convincentes) [...] (p 22).
Me interesaron los siguientes dos párrafos por la mención de dos animales temibles con los que compara la mano y los dedos del profesor; animales tan diferentes a los incluidos en una cita anterior cuando dice el narrador que en los veranos podría jurarse que anidaban los grillos y las golondrinas en la enorme barba del protagonista:
(y hacia su hijo): Adolfito, o te comes eso o vamos a hacer trabajar la Máquina Represiva Familiar (rascándose la barba, la mano derecha como un pulpo)... (p 125).

porque habíamos hecho el Quechula Nuevo ¿no?, otro pueblo más arriba para salvarlos del agua, y se habían ido todos (ofreciendo de pronto un perfil exacto, o la barba enorme y desordenada desfigurándose, achatándose, con una protuberancia movible, unos dedos apareciendo como una araña nerviosa entre los pelos hirsutos y negros), pero había viejitos que dijeron que no, que ellos no se iban, que ahí habían nacido y allí se quedaban... (p 109).

En otro tipo de reflexiones contenidos en los paréntesis, emite juicios personales acerca de seres reales que no llegan a ser personajes; como cuando está en San Francisco, California, frente a las piezas robadas, y piensa si [...] estarían mejor conservadas en los Estados Unidos o en los museos nacionales, si es que llegaban a parar en algún museo y no en la casa de algún político (oportunista), [...] (pp 12-13). En el siguiente ejemplo se refiere a la atmósfera de la ciudad, pero dentro del paréntesis asienta una implícita actitud humana, condenatoria: [...] bajo el peso sofocante de la atmósfera de la ciudad, conseguida (entre otras cosas) por los gases generados por millares de automóviles ronroneantes que me mantienen (casi) inmóvil, [...] (p 65).
El narrador también critica a Hernán Cortés entre paréntesis (pues ya en la construcción del personaje en la novela, permite que los fantasmas griten en su lecho de muerte que fue traidor, simulador, hipócrita, ingrato, mentiroso, ladrón, secuestrador, torturador, arribista, despiadado, asesino inclemente y sangunario). Al conquistador le otorga un papel principal en uno de los temas paralelos dentro de Fantasmas aztecas; y ahora aquél, en su función de narrador novelista lo señala como culpable (directo) del alza (escandalosa) de precios que sucedió en España al envío de grandes cantidades de metales preciosos saqueados [...] (p 76).
Con la siguiente reflexión acotada acerca de la escritura, él cierra el capítulo VI después de haber anotado una situación ficticia respecto a sí mismo, dentro de su volkswagen rojo, en medio de una tormenta que lo arrastraría y donde podría morir ahogado: acontecimiento cualquiera (pienso ahora que escribo) que probablemente es bastante común considerando la ciudad de México como entidad... (pp 141-142). Mi reflexión es independiente de la del narrador que minimiza un acontecimiento cercano a la tragedia, y si es que considera a la ciudad de México como una entidad; yo veo la trascendencia del contenido de esos paréntesis en que primero debió haber pensado para maquinar tal evento, luego escribió; y, ahora vuelve a pensar mientras escribe el resultado de sus primeras ideas; es obvia la reiteración del eterno retorno; en este caso del eterno trabajo del escritor, el círculo interminable de la escritura generada por una idea, y generadora de otras en el momento de ejecutar esa acción.
En 1969 Carlos Fuentes analiza la escritura de autores hispanoamericanos; Roland Barthes, en 1953, reúne, en El grado cero de la escritura, una serie de artículos publicados en la revista Combat desde 1947. En estos libros, por un lado, Fuentes elogia y prevé un futuro con otras intensiones estéticas en la escritura de la nueva novela hispanoamericana; y, en cuanto a Barthes, trata de mostrar que se acarrea algún sentido trágico suplementario cuando no hay Literatura sin una moral del lenguaje (Barthes: 1997, p 15). Uno de los resultados de su investigación asienta que la escritura moderna es un verdadero organismo independiente que crece alrededor del acto literario; pero ésta lo adorna con un valor tan diferente a su propósito que lo compromete hasta llevarlo a una fatalidad del signo literario, misma que hace sentir a un escritor que no puede trazar una palabra sin adoptar una actitud particular de estar acudiendo a un lenguaje en desuso, anárquico o imitado. El escritor consciente debe luchar contra la tragicidad de la escritura que impone a los signos a ver la Literatura como un ritual y no como una reconciliación. Los escritores quizá sientan que deben ir a la búsqueda de un no-estilo, o de un estilo oral, de un grado cero o de un grado hablado de la escritura; la mayoría comprende que no puede haber lenguaje universal fuera de una universalidad concreta. Cada escritor puede crear un lenguaje libre, y se lo devuelve (a la Literatura) elaborado pues el lujo nunca es inocente: debe seguir hablando con ese lenguaje afirmado y circundado por el hombre que no lo habla (Barthes: op. cit. cfr. pp 85 a 88).
En la época presente el acrecentamiento de las escrituras compromete al escritor a optar por un equilibrio, por una postura media entre el rompimiento y el arribo, entre la estética tradicional y una ética de la escritura actual. Y es lo que hace Gustavo Sainz en Fantasmas aztecas: con el uso de una lengua espléndida y muerta (Barthes) no anuncia la ausencia de un lenguaje alienado, o la presencia de uno particular o escogido, sino, justamente, lo enuncia con la escritura de la interrupción; porque Gustavo Sainz ha construido a un narrador novelista que logra una relación de unidad asociativa entre distintas escenas y la diversidad de enunciados adverbiales, alternativos, optativos, interrogativos, que representan una supuesta inarticulación temática, mas con un doble placer: el de perderse en los silencios, en las interrupciones, en la diversidad de voces y niveles de realidad, y el de encontrar(se) en algún lado de la novela una continuación, o el principio.
Concluyo este subcapítulo con una cita de Paul Ricoeur acerca de su disentimiento en cuanto a que una historia narrada se halle necesariamente ligada a un orden cronológico: El arte de contar, así como su contrapartida, el arte de seguir una historia, requiere que seamos capaces de separar una configuración de una sucesión. (Ricoeur: 1994, p 45).
Es obvio que con la escritura de la interrupción se hace un ligero esfuerzo por captar en conjunto los eventos “sucesivos” en la novela Fantasmas aztecas; sin embargo, sí representa unidades (párrafos) eslabonadas, o independientes, que pertenecen a una unidad mayor aunque durante la lectura todavía no se encuentren esas unidades (párrafos); esta escritura de la interrupción rehace sin fin la diversidad en continuo entreverado, pues posee la cualidad de dejar la impresión, la seguridad, de que hay algo por completar.










IV. b Otro papel para el protagonista



Cuántas veces los escritores habrán modificado el proyecto primario de una novela con ligeros, o contundentes cambios en el papel que habían designado a alguno de sus personajes ya con determinado nombre y carácter; o, al contrario, transformarle la personalidad; tal vez incluir otro que llega a adquirir relevancia en la acción; o, aun suprimirlo; y quizás con variaciones en el principio o en el final de la historia.
El lector sabe que los textos se escriben, se re–escriben, y pocas veces queda constancia de ello en el libro; lo destacable en Fantasmas aztecas es que el narrador novelista deja prueba del proyecto inicial, y cómo sus palabras se irán ajustando a las diversas ideas que surgen con el desarrollo de los temas elegidos.
El profesor y arqueólogo Adolfo Reyes Moctezuma fue creado para que contara del Templo Mayor al narrador novelista; éste se involucra tanto en los temas de la misión para rescatar las piezas prehispánicas, como en la vida presente del protagonista al que acompaña a sus clases, a las excavaciones, a cafeterías y a paseos; hechos que registra en su grabadora y en su cuaderno de notas. En éste también escribe pensamientos humorísticos, juegos de palabras, críticas sociales y políticas, y reflexiones acerca del quehacer literario como las siguientes tres preguntas que se plantea casi al final de la novela, en un párrafo solo, entre dos pausas suspensorias: ¿una narración no puede prescindir nunca del héroe? ¿dónde está el mundo, sino roído por el personaje?, ¿cómo aparece representado, sino contaminado por él? (p 185).
Estas reflexiones, propias de su ser novelista, carentes del sarcasmo de otras, me dictan la primera conjetura de que propician una reconsideración en el proyecto primario del papel para el Profesor Reyes Moctezuma. Dije “carentes del sarcasmo” porque en otras sí late en el producto de sus introspecciones. No es un héroe el que va a fabricar –en el sentido genérico literario que se le ha otorgado–; pero, entonces ¿es un héroe problemático o degradado? o ¿un antihéroe? La respuesta quizás dependerá del resultado de cada lectura a partir de los conceptos del estudioso elegido para caracterizar, o etiquetar, la actitud de un personaje en un texto determinado.
El narrador no había mencionado la palabra “héroe”, ni lo hace más después de la primera pregunta donde incluye el categórico adverbio “nunca”; y es que su interrogativa negativa es una aseveración impotente. Por consiguiente, en la segunda utiliza el sustantivo “personaje” (el que tampoco usa otra vez) porque no todo personaje llega a ser el héroe. En esta pregunta admite un calificativo provocador para “mundo”: “roído”; y no escribe: “¿cómo está el mundo?”, cuando él se pregunta dónde está el mundo, es una interrogante de condolencia por dónde queda, en qué lugar del universo literario. Su ser escritor se compadece por lo que se debe dejar hacer al personaje con ese mundo de la novela que se escribe: carcomerlo, desgastarlo y atormentarlo a pesar de que en la tercera pregunta confirma su saber de que es una representación sobre el papel; mas una re–presentación simbólica de cualquier realidad humana. El mundo aparece contaminado por el personaje que ha sido creado a partir de una idea para la escritura de una novela, y el responsable es el propio creador.
En el caso específico de la que está escribiendo este narrador novelista, cuando quiero contestar a mis propias preguntas acerca de si el Profesor Reyes Moctezuma es, o no, un héroe, concluyo que concuerdo con el narrador novelista cuando, convenientemente, lo convierte en el protagonista perfecto (p 49).
Por supuesto ya lo ha señalado, y dejado actuar, como el personaje principal en la misión carnavalesca de rescatar las piezas precolombinas robadas, encargo cuyo final no es transcrito en la novela. Entonces llego a la segunda conjetura del porqué el narrador novelista intentará otorgar otro papel al Profesor Reyes Moctezuma. El arqueólogo goza con las visitas guiadas dentro de las ruinas recién descubiertas, y el narrador novelista siempre está presente; en la extensa cita siguiente (de la que transcribí una parte en el subcapítulo III. c) describe la actitud del protagonista y copia sus palabras:
[...] empezaba mi protagonista de nuevo en el Templo, afuera de su oficina, rodeado de visitantes, [...]
los mexicas reprodujeron todo lo ocurrido en estas ruinas, aquí: señalando hacia abajo, el sitio mismo de las excavaciones: [...] los personajes principales de la lucha ubicados en el lugar deparado por el mito, Huitzilopochtli arriba, en lo alto del cerro templo, Coyolxauhqui abajo, al pie del mismo, decapitda y desmembrada, el sacrificio de cautivos en el Templo como repetición de lo que Huitzilopochtli hizo con su hermana, ya se sabe, inmolaban a la víctima en lo alto de la pirámide y la arrojaban por la escalinata para que se desmembrara: satisfecho por el efecto conseguido, cada vez más seguro de usar frases repetidas, imágenens que lo ubicaban en terreno familiar, cadencias afirmadas por la costumbre; sacrificios repetidos una y mil veces en el Templo Mayor para reactualizar el mito, la repetición diaria de la lucha entre el Sol y la luna, como si el tiempo mítico primordial se hiciera presente, [...] la mirada astuta, el cuello torcido, aferrando o acariciando la espesa barba negra, un breve destello de luz de día en los gruesos y estorbosos anteojos... (pp 37-38).

El protagonista proyecta satisfacción por el efecto que causan sus palabras en los visitantes; un efecto que el lector debe imaginar a partir de la descripción del sacrificio humano. Luego el narrador novelista escribe enunciados que contienen el discurso de la reiteración: frases repetidas, sacrificios repetidos, lucha repetida, reactualización del mito; y, en el último subjuntivo: como si el tiempo mítico primordial se hiciera presente; es donde, quizás, empieza a preparar lo que él puede manipular con sus palabras: hacer presente ese tiempo mítico al concebir otro proyecto para su protagonista: que se convierta en un trasunto* de Huitzilopochtli (p 84) y obtenga el mérito suficiente como para morir en la piedra de los sacrificios. Y para presentarlo debo asomarme un poco dentro del mito, y luego en el mito “real” de Huitzilopochtli con el fin de ejemplificar las grandes diferencias, y las pocas coincidencias, entre los trasuntos de Huitzilopochtli y el profesor Reyes Moctezuma; y, de qué manera serán “explicadas y justificadas” por el narrador mismo en su papel de novelista.
Mircea Eliade define al mito como el relato de una historia sagrada que sucedió en tiempos inmemoriables con hazañas de seres sobrenaturales y cuyo resultado es una realidad que ha venido a la existencia. El mito no habla de lo que sucedió realmente, sino que revela una actividad creadora; y como es una historia sagrada, por consiguiente, es una historia verdadera puesto que se refiere a realidades, como el mito cosmogónico (cfr. Eliade: 1999, pp 13–14). Y en éste es en el que toma parte el símbolo de Hitzilopochtli.
El hombre generalmente vive rodeado de otros seres humanos con los cuales comparte una comunicación basada en códigos de conducta y de intercambio; sin embargo, también proyecta una subjetividad presente (me refiero ya a mi análisis), cuando un escritor intenta reactualizar un mito para hacer una re–presentación de un entorno heredado. Los mitos siempre “simbolizan algo” y se recurre a ellos para ofrecer al lector, o comprender uno mismo, las normas que gobiernan la vida cotidiana*, éstas, algunas veces, suelen ser incomprensibles –por incoherentes– y ambiguas; entonces el mito propicia trascender esas contradicciones y facilita la aceptación del orden social vigente. Para comunicar se precisan los signos lingüísticos y los no–lingüísticos, el primero posibilita a la letra para que funcione como símbolo aun en el aspecto mítico.
Asumo lo anterior escrito con el fin de parafrasear a Gilbert Durand cuando distingue las dos exigencias del símbolo para que posibilite el análisis de los mitos: 1.– debe saber reconocer su torpeza de “dar a ver” el significado en sí (por la distancia en el tiempo y quizás en el espacio); 2.– pero que también debe alentar al receptor a creer en su pertinencia total (con la pluralidad de voces) puesto que: “El Universo simbólico” ¡no es nada menos que el universo humano entero! Las recurrencias del aparato simbólico permiten asomarse al desciframiento de un destino individual o colectivo del hombre; ellas están contenidas en los mitos y aparecen antes que la escritura, antes que la lengua natural que traduce el mito; sin embargo, los mitos se dejan traducir a la gramática y al léxico como discurso último para cualquier desarrollo del sentido (cfr. Durand, op.cit. pp 22 a 29).
Como el mayor porcentaje de los seres humanos, Gustavo Sainz, y por consiguiente, su narrador, dispone en su pensamiento y en el lenguaje –más allá de los términos objetivos o científicos– de otras voces del tipo: fantasma, dioses, paraíso, demonio, rito, resucitar, eterno retorno, etcétera, con un significado que no se puede comprobar pero que, en su papel de significante, cumplen su función semántica al cargarse del contenido simbólico. En literatura, cuando el autor ficciona un tema, no recurre cada vez a este tipo de significantes, pero sí cuando quiere inventar o actualizar un mito, ya que al exponerlo tratará de equilibrar la contradicción propia que genera el pensamiento racional, mas uno en forma de fenómeno sociológico proveniente de una situación anterior de interés humano, acción engendrada por una persona, o por un grupo, y registrada en las distintas posibilidades de la memoria.
Los mitos se actualizan a través de ritos; y es lo que quiere intentar el narrador novelista de Gustavo Sainz: re–actualizar el mito de la cosmogonía simbolizado por el dios del Sol, Huitzilopochtli, y su hermana Coyolxauhqui, diosa de la Luna; pretende repetir el rito que los mexicas ofrendaban al dios en homenaje a la creación del día y de la noche.
Ahora debo complementar brevemente acerca de los elegidos para protagonizar el rito en honor de Huitzilopochtli; los sacrificios humanos que se ofrendaban al dios eran diversos: algunos vencidos en las llamadas Guerras Floridas (emprendidas para obtener cautivos); otros elegidos entre los mismos aztecas para cierta fecha especial, los que demostraban valentía, y por sus características físicas: salud, gallardía y pureza; los mexicas que se ofrecían voluntariamente (con las mismas virtudes citadas); y, los que se escogían entre los valientes prisioneros para que murieran en un simulacro de combate entre uno y varios guerreros aztecas mejor armados; a este sacrificio se le llamó “Lucha” o “sacrificio Gladiatorio”; se efectuaba durante la fiesta del Tlacaxipehualiztli "deshollamiento de hombres", y estaba dedicada al dios Xipe-Tótec, dios de la primavera; la ceremonia coincidía con el equinoccio de primavera.
Entonces, a través de lo ejemplificado en la construcción del protagonista, podría pensarse que no hay puntos de referencia entre el miope, regordete y deleitoso de los placeres sexuales, profesor Reyes Moctezuma y aquéllos sin máculas físicas y morales; sin embargo, el narrador es un novelista que acaricia otra idea para un diferente papel, y encontrará, o le facilitará, lo necesario para merecerlo, ¿cómo?: gracias a la magia que encerramos en el minitaxi, [...] (p 66), y a una acción que toma prestada de las palabras de un cineasta francés: remitir el pasado al presente, magia del presente (Robert Bresson)... sí, magia del presente... (p 119). Por supuesto, magia del presente en el minitaxi: con la magia de la palabra, ésa que tiene a su servicio porque él está gozando manipular posibilidades (p 27), y resultará una mezcla de tradiciones e inventos... (p 170).
La primera vez que el narrador novelista menciona el “sacrificio”, al principio de la novela, puede generar algunas preguntas sin respuestas próximas aunque aclara: si se diera el caso; y no es hasta casi setenta páginas después que se lee el “otro” proyecto para su protagonista.
aunque el sacrificio de mi protagonista, si se diera el caso, tendría que ser más bien un sacrificio gladiatorio, pues ha empezado a asumir un papel ciertamente histórico, el de Jefe del Proyecto Templo Mayor en contra de hispanófilos que proclaman que sus antepasados no dejaron piedra sobre piedra, colonialistas que harán hasta lo imposible por impedir que se derriben vetustos edificios que estorban el develamiento, arqueólogos que dudan de sus antecedentes, y sobre todo, de su eficacia; amantes (celosas) que reclaman o protestan su impotencia en la lucha contra la opresión y la represión familiar; funcionarios que acusan el proyecto, de utópico, total, una serie interminable de incidentes, detalles a veces importantes, razones para encolerizarse, o en otras palabras, fuerzas oscuras que tratarían de confundirlo o debilitarlo, de culpabilizarlo o decepcionarlo: otra víctima, o mejor, un protagonista que acepta el desafío... (p 17).

Transcribí antes que en los sacrificios gladiatorios un valeroso enemigo se enfrentaba a varios aztecas y mejor armados; en la mezcla de tradiciones e inventos del narrador, entonces el protagonista sería un prisionero que lucha contra hispanófilos, colonialistas, arqueólogos, amantes y funcionarios. Pero el narrador novelista debió buscar acciones tan reprobatorias como para que el profesor obtenga el calificativo de enemigo de los aztecas y luego, por su valentía, merezca la muerte en ofrenda a un dios; así, encuentra una poderosa acción reprobable: mi protagonista frente al espejo moviendo la cabeza de un lado a otro ritmando sus preocupaciones profesionales, todo eso en que cae como Profanador de Tumbas [...] (p 101); y es que ya había “descubierto” que todos los mancilladores del Templo Mayor de los aztecas, sin importar si fueron bien intencionados o no, todos han sufrido un infausto destino... (p 65). De una manera totalmente diferente a Hernán Cortés, su profesión aun lo señala como profanador y debe pagar su culpa. El narrador todavía no lo convierte en víctima sino en un protagonista que acepta el desafío; y el desafío proviene de la pluma del escritor.
El narrador escribe al inicio de la novela: en mi cuaderno el proyecto de protagonista, de pie frente a su armario mientras repasa con fruición su colección de cabezas (casi) idénticas, tratando de elegir [...] (p 20). Un armario lleno de cabezas, un lugar cerrado, accesible sólo para él, y no son máscaras que nada más cubrirían su rostro dándole otra apariencia; las cabezas son o parecen iguales, por lo menos lo suficiente para que sus amigos lo encuentren bastante parecido a sí mismo. Esas cabezas numeradas aleatoriamente y descrita su función, por ejemplo: la número dos, digamos, que lo frustra y hace renacer siempre curioso y ávido de saber; bien pueden ser las ideas del propio narrador como recordatorio de cuál habrá de usar su protagonista, acordes con la situación que debe enfrentar; en algún párrafo sólo dice el número de ella y el lector debe regresar a la lista que las describe para comprender el contexto. La importancia de la cita anterior radica en otra que pudiera ser la continuación de la siguiente:
porque como solución alternativa a las cabezas intercambiables, pretendo que mi protagonista a veces piense como Tlahuicole, el de la divisa de barro, ese guerrero de Tlaxcala que amarrado y derrotado mortalmente acabó con muchos jóvenes y aún con experimentados guerreros...
que a veces sienta como si un Tlahuicole viviera y se desperezara en las limitaciones de su cuerpo, un Tlahuicole que se aburriría desesperado en el minitaxi, o cuando dicta clases, impaciente por arrojarse a destrozar enemigos...
y que a veces incluso le impregne temores, como el miedo de caer herido en manos de los sacerdotes de mantos negros y cabellos flotantes...
aunque lo que teme realmente es la acumulación de coincidencias, [...] (p 26).

La Historia atestigua que los pueblos tlaxcalteca y azteca eran enemigos, luego se registra la traición que costó la conquista de Tenochtitlan. Además de profanador de tumbas, el narrador novelista pretende que su protagonista piense como el tlaxcalteca Tlahuicole: otra razón para ser “enemigo” de los mexicas y aspirante al sacrificio gladiatorio. Los elegidos sí sabían la fecha de su muerte, el profesor Reyes Moctezuma no tendrá el conocimiento de las pretensiones del narrador, sin embargo éste lo ha dotado de una especie de premonición al asegurar ya que a lo que teme realmente es a la acumulación de coincidencias; las que el propio narrador necesita para convertirlo en trasunto de Huitzilopochtli; mas a la inversa, porque en otro plano de realidad presente el protagonista cuenta al narrador que los medios de información respaldan todo el tejemaneje ideológico que conllevó el descubrimiento del Templo Mayor y la supuesta raíz prehispánica; pero que él ve los trabajos en las ruinas como una investigación clara y objetiva del control mexica sobre otras áreas, que ellos (los arqueólogos) se declaran contra el falso nacionalismo porque el México prehispánico encubre una feroz lucha de clases sociales, y que lo consideran un pueblo expansionista que sojuzgaba ciudades enteras; pero que: claro que hay gente que si yo digo esto en público me declara traidor a México al otro día... (p 35). Ya tiene el narrador novelista otro motivo para llevarlo al sacrificio.
En el enunciado en que dice que debe temer caer herido en manos de sacerdotes de mantos negros, fabrica una contra–coincidencia o anti–coincidencia; porque quienes sí podrían causarle daño son los traficantes de piezas arqueológicas con camisas de colores brillantes y agresivos (p 16), o los policías [estadounidenses] vestidos de civil (p 11) que también se habían infiltrado entre los saqueadores.
Al inicio de la novela anota el narrador novelista: como el minitaxi en el que viajo, donde muy bien podía pretender que viene él, [...] (p 21); y al final ha reconstruido otra coincidencia para que se ajustara a un cercano trasunto de Huitzilopochtli; su pretensión de inventor materializó su idea: mi protagonista encerrado en el minitaxi como los antiguos trasuntos de los dioses que se encerraban en una jaula de madera... (p 211).
En uno de los distintos sacrificios al dios Huitzilopochtli, el próximo a ser inmolado se elegía entre los mismos aztecas: al que cumpliera con la perfección física además de la pureza, y la religiosidad intachable. En los sacrificios gladiatorios los prisioneros sólo debieran ser sanos y valerosos guerreros. El narrador novelista no regresa en su proyecto para mantenerle aquellos propósitos adolescentes de ser probo. No habla de si elimina la fuerte miopía que aqueja al profesor; y la edad y la gordura las transformará en otro nivel de sensaciones, a causa de un propósito puramente carnal, mas a través de una acción realizada en el lugar sagrado de los aztecas:
[...] dispuesto a gozar del lujo corporal de esa muchacha, porque después de todo, o antes de todo, había subido por la primera escalinata descubierta del Templo Mayor, afortunadamente incompleta, ya que a medida que ascendía, había ido rejuveneciendo realmente, un escalón y menos grasa, otro y sintió borrarse las canas, otro y cierto vigor (casi) olvidado, cierta tensión en la piel, un aire menos pasivo y menos desdichado otro y creyó respirar con inusitada violencia, ávido y de ahí en adelante insatisfecho; otro y respiró hondo, desbordante de capacidad e iniciativas...
¿o era su Tlahuicole cada vez más animoso y emprendedor?... (pp 60-61).

El narrador novelista había escrito: pretendo que mi protagonista a veces piense como Tlahuicole; luego, como si un Tlahuicole, ahora, su Tlacuicole: otra constatación de que sería un sacrificio gladiatorio a pesar de mezclar e inventar los requisitos exigidos a los aztecas.
También intentará erradicar su problema de dicción (en otras páginas tan graciosamente comentada) cuando el arqueólogo cuenta una anécdota sucedida en el sureste de México, y el narrador transcribe fielmente lo que registra su grabadora: díganos usted ¿qué cla, cla, clase de daño?... (p 82); entonces procurará corregirlo de alguna manera porque debe haber coincidencias, o mínimas semejanzas para que el narrador novelista pueda proseguir con el aún indeciso papel paralelo:
de pronto no sé qué hacer con su tartamudez, dónde dejarla: arruina el principal paralelismo, justamente la historia que puso en marcha el relato, si es que ya está en marcha, la costumbre (prehispánica) de tomar a un hombre admirado como trasunto, como yo a mi principal protagonista, [...]

Debe enmendar esa deficiencia porque la misión de los trasuntos es llegar a hablar con el dios Huitzilopochtli:
porque cómo pensar en un trasunto de Huitzilopochtli (tartamudo), si elegían entre los cautivos a alguno que no tuviera tacha ninguna corporal, para encarnarlo como Dios y que al morir llevara al Sol el mensaje de los hombres...

Ahora sí precisa retornar a su proyecto primario y rectificar:

cómo retrotraerme hasta el fin de su infancia, cuando subía municiones o balines por la complicada verticalidad de una pared mediante habilísimas maniobras de la lengua, con tal de llegar a dominar su incipiente tartamudez... (pp 84-85).

Y, aunque ejemplifica que su tartamudez llegaba hasta en la edad adulta, en otro momento el profesor ha asumido el cambio y lo confirman sus propias palabras: en esa época yo era tartamudo, porque antiguamente era tartamudo, eso también ya te lo sabías ¿verdad?, pero por un procedimiento de autocontrol inventado por mí, al mismo tiempo que terminé con mi educación religiosa, rompí con mi tartamudez [...] (p 81). El narrador novelista lo sabía por ser su creador, por haberle inventado ese procedimiento que le merecía puntos en su proceso de purificación durante su adolescencia; luego, semeja coincidencias con los niños aztecas, a pesar de que, si se diera el caso, el sacrificio sería gladiatorio aunque el arqueólogo mismo no lo supiera:
la ciudad de México recibió a mi protagonista al comenzar su adolescencia entretenido como estaba en flagelarse, en arrebatar huesos de la comida del perro y lamerlos para conseguir otro punto, flagelarse con un fuete enriquecido con tachuelas para ganar tantos puntos como gotitas de sangre aparecieran, [...]
delirante, ignorando que sus sacrificios eran (casi) aztecas, porque aún después de la Conquista los niños mexicas se martirizaban con agudas espinas de maguey, [...] (pp 84 y 86).

En otras mezclas de tradiciones e inventos, el narrador anota ciertas acciones que se desarrollaban alrededor de los elegidos en fechas anteriores al sacrificio, tan diferentes a las similitudes que le ha construido ya en su proyecto primario: porque a los trasuntos les enseñaban a tocar flautas de barro, a fumar con elegancia en cañitas doradas, a caminar por las calles llevando en la mano un ramillete de flores; el profesor fuma pipa, y no toca algún instrumento musical. ocho xolome, enanos y jorobados vestidos como los del Palacio Imperial lo acompañaban siempre; los que podrían ser los xolome: sus alumnos, son nueve, y bellos, no jorobados y enanos. los alimentaban con lo más delicado, guisos de carne de venado y tepezcuincle, palomas y codornices, pescado de mar (fresquísimo), huevecillos de mosca acuática, gusanos de maguey (pp 160–161); y, a pesar de que come alimentos típicos de nuestras tierras, Reyes Moctezuma es vegetariano desde su infancia: oye: levantándome: ¿y cómo es eso de nada más comes pastas y chícharos?... nada más, y fruta, a veces... fíjate que cuando yo era chico me daban todo este tipo de comida, yuta por decirte algo, plátanos en no sé qué [...] (p 37), y él mismo prepara su bebida a la usanza antigua: o mi protagonista tostando granos de café en una simple cacerola, [...] (p 152).
A los trasuntos elegidos entre los aztecas se les regalaba y veneraba, y sabían que en una fecha precisa, dos meses antes de su muerte en la piedra de los sacrificios, los casaban (por así decirlo) con cuatro mujeres que representaban otras tantas diosas... (p 161). El arqueólogo ha seducido y amado a cuatro mujeres: Diana, Sol, Claudia, y Mararía; sí coincide con el número, mas, respecto a su representación de diosas, en tres de ellas mi lectura sólo dicta una lejana coincidencia con los nombres, en los que encuentro variaciones, o deconstrucciones, o intertextos: Diana es la diosa romana de la caza; Sol es a quien representa el Dios Huitzilopochtli, pero “Sol” en español y en realidad se llama Soledad; Claudia es una vestal en la mitología romana, acusada de impureza; en cuanto a Mararía (hija de inmigrados españoles), si alargo mi brazo de también buscadora de coincidencias, podría ser una deconstrucción de María del Mar, pero la María de la Biblia no era una diosa, se le conoce como una virgen, madre del hijo de Dios.
El destino de las antiguas mujeres aztecas es igual de cruento que el del trasunto: mientras a sus mujeres les arrancarían el corazón o les cercenarían la cabeza... (p 211); como el narrador novelista no escribe el final de la historia de las cuatro modernas mexicanas, la única conexión sería metafórica: ellas perdieron la cabeza por el arqueólogo, y se les rompió el corazón cuando él las abandonó.
Encuentro la siguiente anotación como la de mayor importancia en cuanto a la reproducción del sacrificio que pretende el narrador novelista: y/o* de inmediato estableciendo otro paralelismo: el de mi prot/agonista dividido o confundido o asumido por los trasuntos de Huitzilopochtli... (p 160); no es la primera vez que escribe esa diagonal que separa la raíz y deja la desinencia (o sufijo) como sustantivo completo, se “ve” desde la mitad del que pudiera ser el capítulo VII (p 153) hasta el fin de éste (p 164). Para cada tema encuentro diferentes respuestas durante su análisis; en este apartado incluyo el relacionado con el otro papel para el protagonista.
El nombre “protagonista” (el que también ejerce como adjetivo): personaje principal de una obra literaria, proviene del griego pro: primero, al frente; y agon o agonos: lucha, combate. Cuando se aisló el sustantivo “agonista”, adquirió entre los griegos el significado de: cada uno de los personajes que se opone a otro dentro de los conflictos que los enfrenta; se utiliza ese térmimo también para definir el combatiente estado agónico por la existencia de alguien, o de algo.
El narrador novelista no separa el nombre “agonista”, sólo escribe una diagonal en la altura total de la letra: Reyes Moctezuma sigue siendo su protagonista, él lo construyó de una manera y escribe las notas para una novela donde, en principio, el arqueólogo debe desempeñar un papel específico.
En un nivel de realidad temporal, se puede seguir el curso de su pensamiento presente con la locución adverbial después del pronombre: y/o de inmediato estableciendo otro paralelismo; esto es un narrador que se afana por encontrar coincidencias dentro de su proyecto primario para otorgar otro papel a su protagonista, y de repente lo dificulta más: el de mi prot/agonista dividido o confundido o asumido con los trasuntos de Huitzilopochtli; tres calificativos denotantes de: separación, ofuscación (aun semejanza), y apropiación; tres acciones que, en el protagonista, van a hiperbolizar el todavía desconocido proceso doloroso de representar el papel de próxima víctima.
El agonista es un ser en agonía, en constante combate contra su muerte, o contra la razón de ser de su misma esencia; la mayor lucha que sostendría el protagonista de Fantasmas aztecas se dirigiría a las cinco mujeres en su presente. Así lo escribo, con el condicional simple porque las señales en el texto parecen inacabadas, condicionadas a otras que no aparecen.
El narrador continúa con cuatro cortos párrafos que contienen las acciones de los xolome, luego finaliza con otro que me remite a la mitología griega: mi prot/agonista con sus barbas de trasunto orgiástico... (p 161) porque “orgiástico” proviene de “orgía”: ceremonia religiosa dedicada al dios Dionisos. En esta oración el narrador sólo hace coincidentes a las barbas, sin embargo luego trataré lo que antes ha escrito acerca del dios de la vegetación y de la fertilidad.
En páginas anteriores, el narrador ya había empezado a anotar la fragmentación de los sentimientos dicotómicos del protagonita entre las cuatro mujeres y su esposa, pues lo va a representar:
ciertamente incómodo, es decir dividido, no sólo entre (Sol) y su hermosa mujer felina, morrongo, morroño, morrondongo, miau, desmurador, entre el cuerpo de una en la calle, y el cuerpo de otra en la casa, entre lo agradable y lo desagradable, la fortuna y el infortunio, lo caliente y lo frío, la salud y la enfermedad, el amor y los celos, la vida y la muerte, por lo que sería mejor aludirlo así: mi prot/agonista, bueno/malo, dentro/fuera, real/irreal, caliente/frío, placer/dolor, derecha/izquierda, ahora/nunca... (p 154).

Qué nítida una de las proclamas de Heráclito, la de la unidad universal de los opuestos en la que todo es uno; el reino eterno de la paradoja.
En la continuación del párrafo anterior ya cita los dos principios de la doctrina de la tragedia: lo dionisíaco y lo apolíneo, términos de la contradicción, de la oposición; mas el narrador los utiliza en sus fases más extremas; y de ahí quizás la agonía del protagonista que debiera vencer a uno:
lejos de dominar el conflicto entre Dionisio y Apolo, es decir la violencia, la crueldad oscura, la embriaguez y el éxtasis representados por Dionisio, contra el sosiego, la luz y el sueño simbolizados por Apolo, anhelando su lado perdedor, malo, afuera, irreal, allá, inexistente, frío, izquierdo, solo, muerto... (pp 154-155).

El narrador novelista escribe que construye a su protagonista anhelando su lado perdedor; no en la búsqueda de un equilibrio: lejos de dominar el conflicto; es un agonista del sacrificio sin desenlace. Dos páginas después pareciera que le ha encontrado una respuesta: mi prot/agonista pensando que esas muchachas le habían allanado el camino hacia su verdadera mujer, centro y síntesis, [...] (p 156); sin embargo no prosigue con el curso del pensamiento, se desvía hacia otros; y aún sigue dividiendo el nombre. El profesor es un agonista inacabado e imperfecto.
También pareciera que el tema del otro papel ha terminado con la cita del trasunto orgiástico; sin embargo, no olvido que cada párrafo conforma notas dispersas en todo el libro, y no es hasta cuatro páginas antes del final cuando lo retoma al recordar cuanto el arqueólogo precisaba todavía para que se ejecutara el sacrificio: entonces sólo podía faltar que sus xolome recogieran sus flautas de barro, llegar al pie de la pirámide, [...] (p 211); y aun lo más importante: pero también faltaba que le anunciaran el día de su muerte, el neyolmaxitiliztli, o satisfacción de la duda, porque sólo los trasuntos de los dioses tenían que dejar este mundo en una fecha determinada... (p 211). Pero el protagonista no lo llega a saber, ni el lector; el narrador novelista sólo ha dejado unas líneas anteriores donde dice que dos meses antes de morir se casaba a los trasuntos con cuatro mujeres (cfr. p 161).
Poco antes del final el narrador escribe toda una página con los requerimientos de los muertos para que puedan entrar en el paraíso solar, adonde van los valerosos guerreros muertos en batalla o en la piedra de los sacrificios. Y los personaliza al protagonista; mas, como utiliza cada vez el modo condicional, se interpreta como que no ha sucedido. A causa de la extensión de la cita, sólo transcribo el inicio de cada párrafo:
tendría entonces que pasar, auxiliado por un perrito, el espejeante río de los muertos (el Apanoayan)...
tendría que despojarse de sus vestiduras y cruzar entre dos montañas [...].
tendría que superar un cerro erizado [...].
tendría que atravesar también (el Cehuecayan) ocho collados [...].
tendría que cruzar también nueve páramos [...].
y se encontraría y lucharía con un tigre gigantesco [...].
y se dejaría caer en (el Apanhuiayo), un lago de agua densa [...].
y esperaría a la lagartija infinita (Xochitonal) con quien debería batirse [...].
Y va a terminar la lista de ese tránsito con una mención ya transcrita cuando ejemplifiqué la ciudad de México:
y tendría finalmente que atravesar nueve ríos (llamados Chiconauhapan), antes de crecer desmesurado y dispersarse e incorporarse a las constelaciones que brillan en el cielo de México... (p 213).

El protagonista no puede morir, en la novela es inmortal: qué significan , si no, todas esas máquinas implacables que muerden la tierra [...] decididas a devorarnos entre bufidos a todos, menos a él, claro, al protagonista de las cabezas intercambiables... (pp 21–22); además, no necesita morir para llegar a ser una de las estrellas que brillan en el cielo de México; su profesión le otorga otro fulgor: el de la fama eterna, que tan atinado le viene como el egocéntrico personaje que inventó el narrador para su novela Fantasmas aztecas:
[...] y también eso que produce: ruinas, museos, antropólogos, libros, institutos, Historia y novelas presuntamente histórics, revistas especializadas, reconstrucciones, [...] leyendas, chismes, turismo, en una palabra arqueología, sí, porque como arqueólogo produce arqueología... (p 101).

Quiero leer que todo cuanto giró alrededor del mito de Huitzlipochtli, y del sacrificio supuestamente gladiatorio, lo sufrió el propio narrador novelista en el intento de “ajustar” su proyecto primario a otro paralelo; lo valioso es la constancia escrita del ejercicio mental para realizarlo. La congoja se refleja en la búsqueda de coincidencias para re–actualizar un mito en eso que dice Durand acerca de la torpeza de “dar a ver” el significado en sí; sólo que no fue por la distancia en el tiempo, sino porque él ya había escrito un proyecto para su protagonista; y, cuando Durand prosigue que el emisor debe alentar al receptor a creer en su pertinencia total, la consigna es para él mismo, para que después pueda escribir la novela al desarrollar con palabras esas notas de su cuaderno. Por último, cuando asigna la diagonal en: prot/agonista, comprendo que el primero que agoniza es el propio narrador novelista cuando está gestando su novela.
En la segunda parte de su libro Mitologías Roland Berthes se ocupa en definir y analizar el mito en la época presente:
¿Qué es un mito en la actualidad? El mito es un habla.
[...] si el mito es un habla, todo lo que justifique un discurso puede ser mito. El mito no se define por el objeto de su mensaje sino por la forma en que se lo profiere: sus límites son formales, no sustanciales. (Barthes: 1999, p 199).

El habla es la realización concreta de la lengua, efectuada en cada momento por cada individuo; en el habla se manejan signos lingüísticos; por consiguiente, el discurso del experimento escrito, acerca de la re–actualización del mito de Huitzilopochtli, está justificado por la forma en que el narrador novelista lo ha proferido: con términos no objetivos o científicos; con palabras denotantes de distintos niveles de realidad (cuando altera hechos históricos, y “verdaderos” registros míticos; y cuando alterna el presente con el pasado).
Dice Barthes: En los conceptos míticos no hay ninguna fijeza: pueden hacerse, alterarse, deshacerse, desaparecer completamente. (op. cit. p 212). El narrador novelista lo sabe y lo aplica; sin embargo, cuando ensaya cuál procedimiento usar para unir coincidencias, quiere asirse a una continuidad, como lo escribe en el enunciado oximorónico de la cita siguiente: un pasado insensato y fascinante, siempre alterado, donde de pronto vacilaba el espectáculo vigoroso de una fijeza [...] (p 63). No especifica qué tipo de fijeza oscila con vigor; podría ser la de la escritura (alterada en su cuaderno) que lo apoye en la proyección de una lucidez futura (cuando por fin escriba la novela). Con ese corto párrafo cierra una extensa reflexión que une lo que yo había establecido entre lo que dice Barthes y lo que escribe el narrador:
como si mi protagonista de pronto diera vuelta a la Historia y estuviera allí junto a Cortés con una memoria del futuro, viéndolo gemir [...].
un monasterio atrás del minitaxi la mañana ventosa en que depositaron los restos de Hernán Cortés en una capilla, mi protagonista confundido con los muertos de Cholula y la familia de Moctezuma, con castellanos vivos como Diego del Sueldo, el duque de Medina Sisonia, [...] y junto a él sacerdotes de largos cabellos pegosteosos de sangre y atrozmente mutilados, y una sombra difusa, ni nube, ni águila, ni jaguar, más alta, más etérea, (casi) blanca, en la que podía reconocerse a la Llorona... (pp 62-63).

Tres planos de realidad temporal: pasado presente y futuro; con un hecho histórico; con personajes reales y otros inventados, todos desfasados, o alternados, en el tiempo; y, al final, el símbolo de una leyenda prehispánica. El adjetivo “confundido” otra vez con un ambiguo significado, porque igual el narrador novelista puede pensar en su protagonista presente entre los muertos de Cholula y verlo semejante a ellos; o, aturdido y hasta turbado por la cercanía de los cadáveres.
Continúa Barthes: El vínculo que une el concepto con el sentido* es esencialmente una relación de deformación. [...] El mito no oculta nada y no pregona nada: deforma; el mito no es ni una mentira ni una confesión, es una inflexión (op. cit. pp 214 y 222); o sea una desinencia porque añade letras para formar palabras distintas, mas comunes al significado de la raíz. Y es que para el filósofo francés, en el mito, en la actualidad, el lenguaje del escritor no tiene como objetivo representar lo real, sino significarlo (op. cit. p 231). Y la realidad presente del narrador en la novela Fantasmas aztecas es la escritura de ese texto con el que va a significar la actualización (la repetición) de un rito que simboliza un mito aunque lo signifique de una forma mutante, variable o con una totalmente diferente.
Por otro lado parafraseo a Mircea Eliade cuando argumenta que el relato mítico tiene su propia temporalidad: un tiempo arquetípico fuera del tiempo ordinario; pero su valor intrínseco proviene de que el acontecimiento conforma una estructura permanente, repetida, y referida también al presente y al futuro; si surge en el tiempo social el relato mítico vuelve sobre él para configurarlo. El universo mitológico produce como un desdoblamiento del mundo, en un plano imaginario, en el que se mira el sentido de lo real. La teoría cíclica consigue el sentido de realidad cuando se re–presenta una acción primordial, porque cada acto ha sido planteado y vivido anteriormente por otro. (cfr. Eliade: 2000, p 14 y ss).
Como última anotación del narrador novelista acerca del mito, con las acotaciones que generan sus reflexiones, quiero incluir una que me envía de inmediato a esas premisas de Eliade enmarcadas en las máximas de Heráclito:
[...] mito que muy bien podría ser el eje de este texto, si es que los libros tienen un eje y puedo rechazar esa idea que implica que no, que no hay ejes, o que todos los ejes remiten a uno solo, que sólo hay uno, fuera de esta historia y de todas las historias, así como no hay principio porque todas las historias son continuación de otra historia... (p 84).

El narrador novelista ha querido re–actualizar el mito de Huitzilopochtli a través de la repetición del rito de los inmolados en honor del dios del Sol; el que junto con su hermana Coyolxauhqui, diosa de la Luna, simboliza la lucha eterna de los opuestos. Dice Heráclito que la lucha comprende la unidad universal de los opuestos, que Todo es uno, y el logos permanece en medio de la multiplicidad; el logos como el punto de armonía entre los opuestos, como la razón común del ser humano, también como ley de la medida y de la proporción. El Principio Cósmico: Sol/Huitzilopochtli–luz y Luna/Coyolxauhqui–noche, es uno: los opuestos están en armonía. El narrador novelista reflexiona en la existencia de los ejes fuera de esta historia, y que si ya los libros tuvieran un eje único, ese mito podría ser el eje de su texto que no puede tener un principio porque todas las historias son continuación de otra historia. La lucha, el combate del narrador agonista son eternos, lo que prevalece es el logos, mas en el sentido de: palabra.
Así he presentado otro de los aspectos del proceso de escritura de la novela de Gustavo Sainz. Su narrador novelista ha desplegado ante el lector una de las dificultades a las que se enfrentan los escritores cuando les asalta otra idea que habrá de modificar el proyecto inicial para su protagonista principal; y, por consiguiente, la de otros personajes alrededor de él.
En cualquier otro trabajo de re–escritura el protagonista –el que actuaría el nuevo proyecto– da al lector más que el autor porque aquél va a interpretar cuanto se le ocurrió al escritor y quedó en un cajón de su escritorio; en el caso de Fantasmas aztecas, por un lado, el narrador novelista también ofrece menos ya que trató de compactar su experiencia en su cuaderno de notas al intentar reconstruir, o entrelazar, una continuidad con el nuevo proyecto sin perturbar demasiado el primario; por el otro, el lector recibe algo muy importante: la transcripción de las ideas del novelista, su sentido de extrañeidad, de discrepancia con respecto a los obstáculos encontrados. Sin embargo, a través de un minucioso trabajo de descontextualización se logra encontrar esa continuidad si se reordenan, reorganizan, o se asimilan esas discrepancias; es entonces cuando adquiere coherencia el “desorden” de las notas del narrador novelista a pesar de no ofrecer un final, y es que su objetivo no fue contar una historia, sino únicamente escribir las notas para desarrollar la novela después.











IV. c Proyectos de inicios para la novela



Es probable que en el documento borrador de muchos autores también hayan quedado diferentes inicios para el texto que han escrito, no solamente con cuál parte del desarrollo de la acción desean principiar, si lineal, in media res, o in extrema res, para luego hacer retrocesos temporales breves, extensos, cercanos o lejanos, sino también en relación con esos signos gráficos que se suceden en las primeras líneas de la página llamados incipit, y cuya función hace tangible la primera relación entre quien escribe y quien lee, y en el que, a veces, se puede captar la esencia misma del texto.
Fantasmas aztecas se manufactura a la vista del lector, todo queda anotado en su libreta, desde ese punto inaugural del discurso hasta los cientos de variados segmentos narrativos y descriptivos que trata de elegir a partir de una idea. En el principio de este capítulo anoté que el corpus novelístico de Fantasmas aztecas fue agrupado en nueve “capítulos”. Cuando empecé a leer el segundo me encontré con una sorpresa dentro de las docenas que aparecían ante mis asombrados ojos: el narrador (se)proponía un nuevo comienzo; después más sorpresas, ya que, en total, en seis de ellos (se)plantea uno nuevo*; y, analizarlos es el objetivo de este subcapítulo. Primero mostraré solamente dos líneas de ellos por puro efecto visual y de captación de una conjunción alternativa y del tiempo condicional en un verbo. Después, transcribiré el párrafo completo para indicar las nuevas inclusiones, omisiones, o confirmaciones ya escritas en el inicio de la novela.
Analizaré esos comienzos en el orden que yo numero del I al IX acordes con el paginado correspondiente; en su momento incluiré el capítulo VIII porque la propuesta de cambio está escrita tres páginas después del inicio del capítulo; también el IV porque considero trascendente el primer párrafo, y el VI por otros motivos.
I
podría empezar así: en mi papel de novelista, a bordo de un minitaxi atrapado entre
decenas de coches que esperan reanudar su marcha rumbo al centro [...] (p 9).

II
o podríamos empezar de otro modo (preludiar, fundar, iniciar, lanzar, insistir) pero
siempre con mi protagonista preso en el principio saliendo [...] (p 31).

III
o podría empezar ligeramente distinto: con mi arqueólogo protagonista a bordo de un
minitaxi sobre el que se cierne de pronto su historia [...] (p 55).

V
o para empezar una vez más: afuera los edificios y una especie de luz, hombres y
mujeres encaminándose, unos aparentemente lúcidos, otros ausentes[...] (p 99).

VII
o iniciar esto desde un verdadero comienzo, como los libros de antes, que arrancaban
con el nacimiento del principal protagonista, el de Coyolxauhqui[...] (p 143).

IX
tal vez podría ser preciso empezar de nuevo, a partir del instante en que el minitaxi queda atrapado por el tráfago urbano, mientras la memoria de mi [...] (p 191).

En el primer inicio el condicional modal “podría” no especifica el sujeto: él, ella, o usted; luego otra voz me dice que quien habla es un narrador autodiegético. Ahora el párrafo completo de la primera hoja de la novela:
I
podría empezar así: en mi papel de novelista, a bordo de un minitaxi atrapado entre decenas de coches que esperan reanudar su marcha rumbo al centro de la ciudad, inhalando o exhalando el aire rojo que penetra por las ventanillas, mirando hacia las esquinas sanguinolentas por la luz ortoral, o tratando de mirar, porque el ruido de afuera, la gente cruzando en varias direcciones, los otros automóviles, los edificios y la mixtura irrespirable que los envuelve, sugieren que esta ciudad tantas veces amada y gozable se acerca ineludiblemente a cierto holocausto... (p 9).

¿Cuáles son las tradicionales curiosidades de un lector? Quién cuenta, qué sucede, a quién, cuándo, dónde, y por qué. Los inicios de una narración no siempre responderán a cada una de las interrogantes, pero los códigos escritos ofrecen cierto conocimiento de lo que todavía está por acontecer. Este primer segmento narrativo me contesta que quien cuenta es un narrador autodiegético que se asigna otro papel, el de un novelista; que hay dos espacios, el físico dentro de uno geográfico: en el interior de un pequeño coche de alquiler en la ciudad de México; sucede que el auto no puede proseguir su marcha porque lo impide el denso tránsito urbano. Falta el explícito indicador temporal del suceso, mas no es necesario, los elementos que rodean a los presentes señalan un tiempo cercano a la escritura de la novela.
Lo que considero de mayor importancia es la invención de otra voz narrativa; he anotado que la primera ha incorporado su imagen anterior a un yo posterior, hecho que acarrea distintos niveles de realidad dentro de la ficción. En resumen tengo una voz narrativa que, en este párrafo, desaparece en la tercera palabra; otra voz, todavía sin género, que cuenta que está dentro de un minitaxi, que no puede proseguir su camino; y, pareciera que las coordenadas ofrecidas en estas líneas iniciales me llevan a un material narrativo acerca de la ciudad, por la trágica sugerencia acerca de ella.
En las siguientes veintidós páginas he leído que la voz narrativa es la de un novelista que trata de escribir una novela en la que la ciudad sí obtiene un papel importante, pero otros temas son más relevantes en su cuaderno de notas (ya mencionados en el capítulo anterior) donde comparte con el lector la fabricación de su texto. También ha construido a los personajes principales; de “su protagonista” dice en la página 21: como el minitaxi en el que viajo, donde muy bien podía pretender que viene él, pensando como yo en la cabeza del cura Hidalgo [...].
En el inicio del segundo capítulo, la omisión del sujeto no es tan ambigua como en el primero, está implícita la primera persona del plural:
II
o podríamos empezar de otro modo (preludiar, fundar, iniciar, lanzar, insistir) pero siempre con mi protagonista preso en el principio saliendo de casa rumbo al trabajo pero sin llegar al sitio del mismo, al sitio de la excavación... (p 31).

Sin embargo, la indeterminación del implícito, el adverbio de tiempo “siempre”, la ausencia de puntuación, el adjetivo “preso”, y el gerundio adverbial “saliendo”, me llevan a aplicar la abducción creativa, de Eco, unida a la meta–abducción; o sea a inventar con creatividad lo que, desde mi conocimiento del mundo de Fantasmas atecas, muestre mayor coherencia, y lo que parezca racionalmente posible a partir de sus partes más “simples” y de las palabras ilativas dentro del párrafo.
Sólo están presentes el quién y qué sucede.
La conjunción “o” fue usada sólo cuatro veces en el capítulo I como alternativa de desarrollo de un tema, y ahora por primera vez, en el inicio del II, como propuesta de un otro comienzo.
El sujeto implícito de “podríamos” connota una fusión de narradores que muestra diferente plano de realidad que en el primer capítulo, pues en el inicio de la novela un narrador cede la voz a otro, y ahora habla en plural; no había sido señalado en las veintidós páginas anteriores, ni se vuelve a hacer; sin embargo ya quedó en el cuaderno del narrador novelista una propuesta nueva.
De los cinco infinitivos: (preludiar, fundar, iniciar, lanzar, insistir) sólo iniciar es sinónimo de “empezar” –preludiar y fundar son ideas afines–; al lanzar se arroja algo con cierta fuerza o violencia, y se ayuda con la mano u otro instrumento; pero, metafóricamente, sí implica iniciar bruscamente una acción; insistir no tiene relación con comenzar, porque insistir es repetir una acción para asegurar el resultado, recalcar la importancia. Ellos proponen volver a empezar y perseverar en un esfuerzo para escribir una novela.
La sintaxis de los siguientes enunciados es tan ambigua que debí jugar a combinarlos en sus diversas permutaciones, e integrar las, para mí, elipsis pronominales: pero siempre con mi protagonista preso en el principio saliendo de casa rumbo al trabajo pero sin llegar al sitio del mismo, al sitio de la excavación. Y es que el narrador novelista ha dicho que se siente preso en el minitaxi y se dirige a su trabajo en el Templo Mayor (un trabajo inventado –otro nivel de realidad– cuando se les asigna la misión de rescatar las piezas robadas). La conjunción adversativa “pero”, que aquí tiene el sentido de restricción, antecede al adverbio de tiempo “siempre”; sí, propone empezar de otro modo, sin embargo con la condición de no omitir a su protagonista. Luego, es donde la falta de puntuación me obliga a inventar un punto y coma, para que, con la elipsis del pronombre “yo”, el preso en el principio siga siendo el narrador –porque no escribe el plural–; él, quien sale de casa rumbo al sitio de la excavación aunque haya expresado que en el minitaxi muy bien podía pretender que viene él. El segundo “pero” expresa impedimento de cumplir lo dicho en la oración anterior: pero sin llegar al sitio del mismo. La propuesta de otro comienzo sólo varía en quiénes escriben, y quiénes van en el minitaxi; porque el emprender dos acciones siguen ahí: la escritura de una novela, y el viaje interrumpido: el círculo eterno, la no-llegada al destino.
III
o podría empezar ligeramente distinto: con mi arqueólogo protagonista a bordo de un minitaxi sobre el que se cierne de pronto su historia personal o ciertas historias... (p 55).

Están presentes el quién, el dónde, y qué sucede. De nuevo la conjunción “o” que marca la alternativa. Regresa un único narrador. El adverbio “ligeramente” es conciso y cabal por la ligereza o tenuidad del ensayo de cambio. Llama mi atención el verbo “cerner” (t. cernir) que significa separar la parte más fina de la más gruesa; el narrador novelista había escrito en la página dieciséis: mi nueva novela trata de la extracción, digámoslo así, del Templo Mayor, entre otras develaciones; él ya ha construido una parte de la historia personal del protagonista, y una parte de otras historias.
En el capítulo IV no se lee un ofrecimiento de nuevo inicio; sin embargo deseo incluir el primer párrafo que considero relevante por las pistas de lectura, y de comprensión, de los motivos de escritura del narrador novelista.
Antes de proseguir quiero hablar brevemente del lector que “busca” cada texto escrito por un autor que sabe que, al publicar su libro, llegará a los ojos de personas con desiguales niveles formativos, distintas finalidades de lectura, y diversas respuestas a los estímulos del texto; lectores con pobre, media o competente coparticipación en aplicar estrategias de saberes y dominios para identificar, relacionar, comprender, integrar e interpretar los elementos y componentes narrativos expuestos.
¿Tienen los autores prefencias por un preciso tipo de lector? Pregunta polémica con, obvio, respuestas polémicas, puesto que a veces, depende del contenido de la obra para que se desee un determinado receptor. Evito las confesiones de autores que arriesgan el decir para quién escriben o cuál sería el lector ideal. Elijo mejor algunos resultados de tal investigación realizada por Italo Calvino quien, en su libro Punto y aparte, resume que la literatura* no es la escuela, la literatura debe presuponer un público culto, más culto incluso que el escritor; y carece de importancia si existe o no. La literatura debe rehusar, en definitiva, soluciones paternalistas; pero también debe estar consciente de los riesgos que ello implica: la revolución que persigue y que, como consecuencia, ponga fuera de la ley a la literatura misma. El escritor que se considera en lucha porque la sociedad, en conjunto, encuentre una solución, primero debe tener presente el contexto social en que se sitúa porque el frente (de lucha) pasa por el interior de su obra, la que está en continuo movimiento y desplaza inclusive a las banderas que parecían más definitivamente enarboladas. No existen territorios seguros; la obra misma es y debe ser terreno de lucha; y es que unos párrafos antes ya había expuesto que el escritor que se considera en lucha quiere, naturalmente, dirigirse a sus propios compañeros de lucha. (cfr. Calvino: 1995, pp 184-185).
Por su lado Umberto Eco, en Lector in fabula, sugiere que si, algunas veces, el autor sospecha que su lector no es tan culto como él, se convierta en un estratega textual que organice sus habilidades para que sean capaces de dar contenido a las expresiones que utiliza; que si el autor desea un Lector Modelo debe activar su texto para construirlo, para que el lector pueda moverse interpretativamente, igual que él se ha movido generativamente (cfr. Eco: 1999, pp 80-81).
Cada autor de grandes libros está consciente de que los expone al análisis y a la crítica (con las connotaciones que implican ambos términos); entonces, encuentro una solución equilibrada en Calvino cuando dice que el escritor escribe para los unos y par los otros. Todo libro –aunque no sea de literatura y aunque esté “dirigido” a alguien– es leído por sus destinatarios y por sus enemigos; y puede lograr los objetivos si es elevado a un nivel de conciencia mayor (Calvino: op. cit. p 184).
Repito que Fantasmas aztecas crece a la vista del lector, así se le concibió para hacerlo partícipe de su trabajo de escritura aunque sólo en dos ocasiones se dirija explícitamente a él: y yo con una botella y un vaso en las manos mírenme allí pensando ahora en 1958, en un grupo de jóvenes sentados alrededor de una mesa de la Facultad de Filosofía y Letras, en la Ciudad Universitaria, [...] (p 126); y, en forma aún más directa, en el inicio del capítulo IV:
el minitaxi todavía detenido rodeado de otros automóviles, cada uno de ellos de diferente modelo (condición y color), cada uno de ellos con la posibilidad de representar un acto, un episodio, como si fueran una entidad o parte modular de un texto que a la vez quiere ser un (presunto) y sincero autorretrato, a veces mío y a veces de mi principal protagonista, pero también y sobre todo, autorretrato del lector, tuyo, un espejo adonde nos miremos a nosotros mismos, digamos, con los rasgos de otros, de conquistador español o fraile franciscano, de arqueólogo o novelista, de diablo o santo, por lo que me confundo con una extensa serie de hechos, tantos y tan variados como automóviles hay a mi alrededor, no importa si concatenados o no, acontecimientos o (casi) acontecimientos, desvinculados a veces, pues se trata de desplegar un nuevo entendimiento de algo confuso, porque generalmente nuestra memoria se fragmenta o disuelve o desaparece dejando restos reales y a veces precisables, imágenes y vestigios de imágenes... (p 75).

El narrador novelista observa su entorno, de él obtiene recursos que mueven su imaginación. Qué claro el planteamiento de la finalidad de Fantasmas aztecas: quiere ser un (presunto) y sincero autorretrato de todos los copartícipes de su escritura; primero habla en tercera persona del lector, luego directamente: tuyo, y lo subraya: pero también y sobre todo. Leo un regreso al círculo cuando no repite el nombre “autorretrato”, pues éste y espejo no son sinónimos, el autorretrato es elaborado por la mano del hombre a partir de su propio modelo; al espejo se le fabrica también, pero sólo refleja a quien se coloca frente a él; mas, el autorretrato puede ser producido al tener un espejo frente a sí para lograr una imagen más fiel; luego el narrador novelista dice que un espejo adonde nos miremos, digamos, con los rasgos de otros: acción inversa a la hechura de un autorretrato.
Sin embargo, el pretérito de subjuntivo “como si fueran” y el adjetivo entre paréntesis (presunto) son la conjetura, la no–completa seguridad de que será así, es sólo su deseo de que la ficción fabricada llegue a ser creída a través de su discurso: pues se trata de desplegar un nuevo entendimiento de algo confuso. Y ese algo confuso son los hechos –homologados con la cantidad y diversidad de automóviles: de diferente modelo (condición y color)–, sin otorgarle importancia a la concatenación o a la vinculación de ellos (de los hechos), pues así ha estado construyendo su novela con acontecimientos o (casi) acontecimientos, que esperan ser desarrollados después.
En la siguiente cita Macedonio Fernández habla a uno de los tantos lectores de su Museo de la novela de la eterna; pero, como Macedonio sabía que en Hispanoamérica estaba naciendo la nueva novela, con seguridad debió prever que sus palabras se ajustarían aun a otras grandes obras, y que alguien las emplearía para explicar la lectura de alguna, como ahora yo me lo permito:

(Prólogo) AL LECTOR SALTEADO
[...]
Al lector salteado me acojo. He aquí que leíste toda mi novela sin saberlo, te tornaste lector seguido e insabido al contártelo todo dispersamente y antes de la novela.
Quise distraerte, no quise corregirte, porque al contrario eres el lector sabio, pues practicas el entreleer que es lo que más fuerte impresión labra, conforme a mi teoría de que los personajes y los sucesos sólo insinuados, hábilmente truncos, son los que más quedan en la emoción y en la memoria.
Te dedico mi novela, Lector Salteado; me agradecerás una sensación nueva: el leer seguido [...]. (Fernández: 1996, p 119).

Encuentro que cada palabra calza precisa con la estructura de Fantasmas aztecas: disgregación de párrafos que pudieran, o no, asociarse en páginas posteriores, o sea, con la escritura de la interrupción. Hay un enunciado que me interesa en mayor medida: los personajes y los sucesos sólo insinuados, hábilmente truncos, son los que más quedan en la emoción y en la memoria. Ya que puedo relacionarlo con el fin del citado párrafo inicial del capítulo IV cuando el narrador novelista habla de los hechos: porque generalmente nuestra memoria se fragmenta o disuelve o desaparece dejando restos reales y a veces precisables, imágenes y vestigios de imágenes. Macedonio admite que ha jugado con la memoria del lector: hábilmente truncos; para que los recuerde mejor. El narrador novelista, en esta introspección, se refiere a su presente trabajo de escritura, a cómo hace para re–traer de su memoria la idea que ha echado a andar la novela, ese nuevo entendimiento de algo confuso, que llega a su consciente –y al cuaderno de notas– a pesar de la fragmentación, disolución o desaparición de la memoria; pues de todos modos, de la idea primaria, quedan restos reales de hechos, e imágenes, a los que puede recurrir para continuar.
Prosigo con los proyectos de inicios para la novela.

V
o para empezar una vez más: afuera los edificios y una especie de luz, hombres y mujeres encaminándose, unos aparentemente lúcidos, otros ausentes, temiéndose, rehuyéndose, evitándose, insatisfechos permanentemente, esquivando, parpadeando, sin tropiezos, deteniéndose entre los coches, rodeando un semáforo o algún puesto de publicaciones periódicas, sin detenerse, sonriendo, guiñando un ojo, sudorosos, nerviosos... (p 99).

Acerca del quién, del dónde, y del qué, puedo decir que casi están presentes porque el infinitivo del verbo no explicita la persona; sí remite a la calle: afuera los edificios; y es clara la referencia a qué ve el narrador novelista desde dentro del minitaxi; pero no me lo dijo todo ese párrafo sino el conocimiento que tengo de las noventa páginas anteriores que me ayudan a desambiguar la incertidumbre de la comunicación narrativa.
Él dice: una vez más, porque sabe que no hay propuesta nueva, sino un alargamiento de la primera con una menos breve descripción de lo que ve; lo hace con un despliegue de gerundios que en su mayoría implican movimiento; y califica a los hombres y mujeres que en el primer inicio sólo son mencionados. También retoma la misma clave de lectura con la crítica al caótico tránsito capitalino, y a los transeúntes. Y, por supuesto, prosigue el círculo eterno de la escritura.
Lo mismo leo en las dos primeras líneas del capítulo VI donde no escribe otro proyecto de inicio; pero que interesa su presentación por la recurrencia al dónde y al optativo quién: todavía en el minitaxi, mi protagonista o yo encerrados en el mismo paisaje urbano: (p 121). La diferencia con los anteriores es quién va dentro del automóvil: primero el narrador, luego una primera persona de plural; después, el narrador novelista y el arqueólogo; y ahora, con la alternativa de uno u otro.
El inicio del capítulo VII se extiende en tres y media páginas por lo que, arbitrariamente, elegí lo que considero más relevante para la ejemplificación de un nuevo proyecto:
VII
o iniciar esto desde un verdadero comienzo, como los libros de antes, que arrancaban con el nacimiento del principal protagonista, el de Coyolxauhqui, digamos, que nació con su muerte; [...] o Huitzilihuitl lanzando una piedra preciosa amarrada a una flecha para concebir de esa manera a Moctezuma Ilhuicamina, [...] o Quetzalcóatl, quien nació de Totepeuh como hijo póstumo, pero no de contacto directo [...] o mi protagonista arrojado al mundo una noche de Año Nuevo con todo el personal del hospital borracho y salpicado de confeti; o el de alguna de las mujeres que lo desvelaban (Sol) que antes de ser una célula [...] [y, las últimas líneas] en la creencia de que mi protagonista sería capaz de protegerla contra el sufrimiento y las dificultades, apartarla de fuerzas maléficas, lejos de familiares ponzoñosos y agrietados... (p 143 y 146).

Están presentes quién habla, y de quién querría hablar haciendo o sucediéndole algo que podrían desembocar en un porqué.
En el ensayo de un nuevo principio el narrador no emplea la palabra novela –a la que tan asiduo ha recurrido–, prefiere un pronombre neutro y un nombre genérico: o iniciar esto desde un verdadero comienzo, como los libros de antes. El narrador está consciente de que escribe un texto con recursos estilísticos que no se apegan a los anteriores estatutos de la función narrativa; entonces, en un irónico y fugaz intento de regreso a la tradición literaria propone “arrancar” con el nacimiento del principal protagonista, y piensa primero en la diosa Coyolxauhqui; sin embargo, continúa con un juego de alternar siete posibilidades de registros de nacimiento de dioses y uno de un emperador azteca, que “nacieron” por intervención divina; luego el de dos personajes humanos de su novela.
A partir del pensamiento acerca de Sol, en las restantes tres páginas, prosigue con la designación del nombre para ella, con los de Moctezuma y Cuauhtémoc, con la división de las células en los embriones, ahí se detiene en los atributos internos y externos para Sol, en su trabajo con el profesor, en su vida antes de conocerlo, en símbolos aztecas que relaciona con ella. El narrador se abstrae en la reproducción de una especie de monólogo interior donde ya no incluye la “o” alternativa, sino procesos mentales rumiones que, aparentemente, se desbordan deshilvanados; pero en realidad lo que hace es convenir con ideas e imágenes, como ya lo había confesado en la página 61:
entonces posiblemente otra combinación, otro elemento del pequeño minitaxi que evoque o lleve a recordar una batalla, partir de un ruido o hacer una transición a partir de una frase o un color que se cruce hasta coincidir con las cotas de malla que usaban al principio los conquistadores...

Ahí se refiere a la construcción del papel para Hernán Cortés; sin embargo, deseo resaltar los siguientes enunciados: otro elemento / que evoque o lleve a recordar / o hacer una transición a partir de una frase o un color que se cruce hasta coincidir; porque me dictan esas deambulaciones mentales que ahora deja en un párrafo tan extenso, distintas de las del resto del libro, representadas, a veces, sin puntuación, con juegos verbales, elipsis, y sintaxis deshilvanada; pero que, los puntos suspensivos y los silencios, me regalan tiempo para pensar en retroceder o adelantar en el desarrollo de cierta acción. En este párrafo no necesito pensar así, el narrador parte de una palabra o frase anterior para que coincida con la nueva idea que se acomodó en su cerebro. Sí, es constante el desenvolvimiento, pero unitario; por eso dije que es una “especie” de monólogo interior y no un fluir de conciencia porque la ilación es lógica (a diferencia de muchos párrafos en la novela cuya construcción lingüística es, a veces, descontrolante en el aspecto sintáctico y semántico), porque no ofrece ya alternativas de otras inclusiones, porque no interrumpe lo que quiere decir de Sol; lo que hace es “seguir” la consecución de imágenes ofrecidas en la frase antecedente. Y finaliza el extenso párrafo con un deseo inconcluso que le va a construir a la chica.
Las siguientes tres y media páginas continuará en párrafos de diversas dimensiones con la descripción de esos familiares ponzoñosos y agrietados; pero, de nuevo como opciones de qué decir respecto a ellos, pues ya retoma esa manera de anotar sus ideas en su cuaderno, esa manera de “ordenar” el proceso narrativo de Fantasmas aztecas donde deja la huella de una historia, o de una acción, que podrían, o no, reaparecer entre los párrafos que restan hasta el fin de la novela.
El primer párrafo del capítulo VIII no es un proyecto de inicio, se extiende en dos páginas, y comienza así: el minitaxi sacudiéndose (ligeramente) animado quizá por el ronroneo de motores y crujidos de cajas de velocidades, [...] (p 165). El resto es una introspección de lo que piensa su protagonista al llegar adonde se realizan las excavaciones; pensamientos concatenados acerca de piezas, esculturas y cadáveres que va desenterrando, y la significación de ésos que en él de inmediato empezaban a segregar ideología. Con un serio y sabio discurso salpicado de ironía, menciona el neoaztequismo, el guadalupanismo, el republicanismo conservador, el carruaje negro de Juárez, los sindicalistas de la CROC, la sangre lavada en la Plaza de las Tres Culturas, el Sistema Alimentario Mexicano, hasta llegar a la ficción de su novela: a las piezas que fueron a rescatar en Los Ángeles, California. No leo una propuesta de inicio para la novela; sin embargo, en el párrafo inmediato sí:
VIII
[...]
o quizás habría que partir del volante del minitaxi, dragón o serpiente que se muerde la cola, y por lo tanto representación del Tiempo, del Uno y del Todo, del retorno a la unidad y a la multiplicidad, involución y evolución, nacimiento y crecimiento, decaimiento y muerte, pero a la vez implicación de algo que al ponerse en juego activa y vivifica las fuerzas, emblema solar que corresponde al número 10, y como es negro, a los impulsos telúricos, principio del eterno retorno, rueda del tiempo como la Rueda de la Fortuna en la novela Bajo el volcán (que avanza o retrocede en la conciencia de los personajes), y finalmente límite adonde mi protagonista (o yo) incluimos seres, fantasmas y figuras, asimilando hasta cierto punto el caos y otros peligros de ilimitación y disgregación... (p 167).

Un quién neutro que podría adjudicarse a cualquiera (porque cuando escribió podría o podríamos, están implícitas la primera y tercera personas de singular, y la primera de plural); sin embargo, en la antepenúltima línea dice: adonde mi protagonista (o yo) incluimos; ya se explicita quiénes narrarían. Siguen en el mismo dónde; y el resto es una probable respuesta al porqué, y no de una acción (un qué), sino del porqué partir del volante del coche de alquiler.
En el subcapítulo III.c, apartado “Un minitaxi”, descontextualicé la cita para anotar la analogía que veo entre el volante y la serpiente que se muerde la cola además de como símbolo del círculo eterno, también de la unión sexual en sí mismo; por lo que en el contexto de la novela consideré al narrador novelista como autofecundador permanente.
Ahora preciso anotar los resultados de una indagación referente a algunos símbolos mitológicos que interesan para analizar ese párrafo.
La serpiente que se muerde la cola –también llamada ouroboros– simboliza, mitológicamente, un ciclo de evolución, crea el tiempo y la vida con las ideas de movimiento, continuidad, autofecundación, y, en consecuencia, de perpetuo retorno, de rotación indefinida. El ouroboros es mitad negro y mitad blanco, lo que significa la alianza de dos principios opuestos (cfr. Chevalier: op. cit. pp 792 y 927)*.
En cuanto a “caos”, en la antigüedad grecorromana, en el Génesis (1:2), en la cosmogonía egipcia, en la tradición china y en la céltica, es la personificación del vacío primordial anterior a la creación, en el tiempo en que el orden no había sido impuesto a los elementos del mundo; símbolo de la indeferenciación y de lo inexistente, así como de todas las posibilidades (op. cit. p 247).
Con respecto a la Rueda del tiempo, entre los vedas, tenía un significado cósmico de que su rotación permamente es renovación. De ella nacen el espacio y todas las divisiones del tiempo. Y la Rueda de la fortuna en el Tarot es el décimo arcano mayor, un emblema solar* (op. cit. p 899).
No leo ese párrafo como un proyecto de inicio para la novela; quizás el narrador, al empezar a escribirlo, tuvo la intención, pero se desvió su pensamiento al homologar al volante del minitaxi con la serpiente que se muerde la cola; a la que muestra primero como representación del Tiempo humano: finito, pues habla de principios filosóficos y biológicos, con seis opuestos: Uno y Todo, unidad y multiplicidad, involución y evolución; y cuatro como consecuencia: nacimiento y crecimiento, decaimiento y muerte. Luego, ve la implicación vivificadora en el Tiempo divino: infinito: al negro volante/serpiente que se muerde la cola como emblema solar (que generalmente se le pinta de color dorado), y las Ruedas del Tiempo y de la Fortuna como principios del eterno retorno. Sin embargo, concluye al tomar conciencia de su trabajo de creador de novelas, cita un recurso estilístico del escritor Malcolm Lowry asociado tanto con la Rueda de la Fortuna, como con lo antagónico; el narrador novelista asimila, aprehende el caos (en este caso: el vacío con todas las posibilidades de ser llenado con palabras) y los peligros de ilimitación y disgregción que pudiera enfrentar cuando, desde su fantasía, incluyera un discurso mitológico (con seres, fantasmas y figuras); entonces, hasta cierto punto (¿por la disgreción de la fantasía?), podría materializar su idea en palabras ya circunscritas, concretas y articuladas.
IX
tal vez podría ser preciso empezar de nuevo, a partir del instante en que el minitaxi queda atrapado por el tráfago urbano, mientras la memoria de mi protagonista salta de un tema a otro en aparente desorden y cree abrir puertas con palabras, puertas que se desvanecen sobre cuartos inciertos, probablemente el salón de clases que le corresponde en la Escuela Nacional de Antropología cuyos contornos no termina nunca de captar, o su pequeña oficina al lado de las excavaciones, difícilmente imaginable porque nunca se miran con atención los lugares familiares, con la sensación de estar allí de nuevo rodeado de alumnas, y por lo tanto vigencia de la inquietud producida por esa especie de corriente que va de unas a otras, pequeños temblores, aspavientos, guiños, sonrisas, miradas cómplices, cierta energía, cierta emoción que se transforma en calor, en cierto calor... (p 191).

Otra vez el quién neutro a causa del infinitivo “ser”, también están el cuándo, el dónde, el porqué y el acerca de quién. Leo implícito que el protagonista va con el narrador novelista en el minitaxi, y que se dirigen al sitio de las excavaciones; mientras, el arqueólogo cuenta lo que el narrador desea saber para construir su novela.
En el inicio del capítulo IV el narrador habla de la memoria, en general, que se fragmenta pero que deja restos reales de hechos e imágenes. En este párrafo llaman mi atención los enunciados: mientras la memoria de mi protagonista salta de un tema a otro en aparente desorden y cree abrir puertas con palabras, puertas que se desvanecen sobre cuartos inciertos. Ahora especifica que la memoria de Reyes Moctezuma juega con sus recuerdos; subrayo en aparente desorden porque el narrador construyó a un protagonista parlanchín, y disperso en sus narraciones; por consiguiente, para el narrador no existe tal embrollo, él sabe que su protagonista contará de esa manera, él, como novelista, sí puede seguir y ordenar la información.
cree abrir puertas con palabras, él repite “puertas”; yo redundo: “palabras”, porque ellas son la llave que las abre, él regala al profesor el manejo de las palabras. Construye esta escena desde su idea de que el protagonista le cuente de uno u otro cuarto; difícilmente imaginable porque nunca se miran con atención los lugares familiares; la acotación personal es para el arqueólogo, porque él, como narrador novelista, sí puede imaginarlas.
Luego prosigue con el proyecto del cortejo amoroso que inventa para esos cinco personajes de su novela. Si resumo el párrafo, considero que en ese último inicio está encerrado todo el esbozo de uno de los temas principales de la novela Fantasmas aztecas.
Como se pudo apreciar, en realidad no hay grandes diferencias ni alternativas entre los siete proyectos de inicios; el común denominador es quién narra lo que otro cuenta, dónde se encuentran y por qué. Lo cual me lleva a suponer que el narrador tiene seguro el propósito de que su novela principia cuando inventa a otro narrador que es novelista y que va a hablar del Templo Mayor y otras develaciones. El contexto de cada parrafo inicial de capítulo son acotaciones, introspecciones derivadas de su idea principal, pero que no va a incluir en los temas principales, o mejor dicho, en los que trata de desarrollar en una mayor cantidad de líneas.
El discurso de todos ellos es el de la re–escritura, el del eterno retorno a ella, pues en la penúltima página anota un párrafo de una línea que describe su quehacer literario: recomenzar, olvidar, no concluir nunca... (p 214). La relación comunicativa de cada proyecto es que todo está todavía por acontecer y todo es aún virtualmente posible porque promete algo que quiere llegar a contar.
Concluyo este subcapítulo con una cita de Italo Calvino de sus Seis propuestas para el próximo milenio, porque en ella veo concretas las ideas del narrador novelista cuando dice que propone un nuevo comienzo, y siempre es (casi) el mismo:
Cada mínimo objeto está contemplando como el centro de una red de relaciones que el escritor no puede dejar de seguir, multiplicando los detalles de manera que sus decripciones y divagaciones se vuelvan infinitas.Cualquiera que sea el punto de partida, el discurso se ensancha para abarcar horizontes cada vez más vastos, y si pudiera seguir desarrollándose en todas direcciones llegaría a abarcar el universo entero. (Calvino: op. cit. p 110).











IV. d El narrador novelista define su novela



Es más frecuente que se lea lo que otro dice de la novela de un determinado escritor, que lo que el lector llega a saber si el autor mismo habla de ella en alguna entrevista. Ambas exposiciones pueden tener puntos coincidentes, pero serán mínimos y no sólo por la extensión del artículo o del ensayo, sino por el grado de objetividad que exterioricen del resultado de una emisión y de una recepción; uno habla de la hechura y otro, de la lectura. Tzvetan Todorov lo grafica claramente cuando, en Los géneros del discurso (p 98), trata lo relativo a la “transformación” de un texto en la psique de cada individuo:
1- Relato del autor 4- Relato del lector
 
2- Universo imaginario  3- Universo imaginario
evocado por el autor construido por el lector

El lector reintepreta los acontecimientos que el autor ha evocado, los caracteres, y el sistema de ideas y valores que subyacen en el texto. En el caso de que ese lector sea un crítico literario, ya escribe el producto de un análisis más profundo y detallado de lo anterior. Todorov, en otro de sus libros: Crítica de la crítica, examina el compromiso y la libertad del que publica el resultado de sus análisis: el crítico toma posición respecto a los valores que son la materia de los propios textos literarios; o, en todo caso debería hacerlo. (Todorov: 1991, p 114). Pues tiene que acatar reglas de verificación empírica y de razonamiento lógico durante la descripción exacta de su objeto de estudio; sin embargo, si se remite a la complejidad del objeto descrito puede superar o validar la contradicción de ese “libre compromiso” hacia la ciencia para, con su trabajo, formar parte integrante de una escructura mitológica propia de cada sociedad (ibidem).
Repito que cuanto autor y lector o crítico dicen de una novela lo expondrán desde la emisión y desde la recepción de ella. La letra escrita en el texto es la cercana a la realidad. Paul Valéry lo reitera en un ensayo donde agradece a Gustave Cohen por el análisis que hace del poema “El cementerio marino” a sus alumnos en La Sorbona (sesión a la que asistió el poeta y ensayista francés):
En cuanto a la explicación de la letra, ya me expliqué en otra parte sobre este punto; pero nunca se insistirá lo bastante: no hay sentido verdadero de un texto. No hay autoridad del autor. Lo que sea que haya querido decir, escribió lo que escribió. Una vez publicado, un texto es como un aparato del que se puede servir cada uno a su antojo y según sus medios: no hay seguridad de que el constructor lo use mejor que cualquier otro [...]. (Valéry: 1970, p 84).

Sí, lo expone con suficiente claridad y autoridad de ensayista. No se debe confiar más en las palabras orales del autor que en las escritas de sus narradores y personajes; sin embargo, el lector y el crítico deben equilibrar la pluralidad de los sentidos del texto, la “libertad” de la interpretación, y el valor estético de sus efectos. También Umberto Eco, en Los límites de la interpretación, insiste en otro punto: en la diferencia entre interpretación, y uso de un texto; la primera es la intentio operis (obtenida por referencias intratextuales); y el segundo, la intentio lectoris (introduce referencias biográficas extratextuales), por supuesto ligada a una personal suposición de la intentio auctoris. Eco acepta los preceptos de otro estudioso para el resultado de una correcta interpretación de una lectura:
En el De Doctrina Christiana decía Agustín que si una interpretación parace plausible en un determinado punto de un texto, sólo puede ser aceptada si es confirmada –o al menos, si no es puesta en tela de juicio– por otro punto del texto. Eso es lo que entiendo por intentio operis (cfr. Eco: op. cit. pp 39 y 40).

Este subcapítulo consta de dos partes*; en la primera mostraré cómo el narrador novelista en Fantasmas aztecas define la novela que está escribiendo, “independiente” de ella; lo hace como el autor ficticio construido por un narrador. No estoy de acuerdo con algunas definiciones porque la novela me dicta lo contrario o leo la exageración; entonces deberé atender con objetividad y equilibrio la configuración textual porque él ofrece diversas y contradictorias definiciones, que son producto de reflexiones transcritas en su libreta, de descubrimientos, a veces de la duda, o de los párrafos anteriores. Él define su novela, o la describe, en su totalidad, no fragmentada en cuanto a tema o a personajes, sino la novela como sí misma, en sí misma.
Al ejemplificar alguna de esas cavilaciones y afirmaciones habré de incluir líneas anteriores al párrafo en estudio para una captación más completa de ellas. Aclaro que antes de las menciones que analizaré en este apartado, el narrador novelista ya ha expuesto que está escribiendo una novela, pero no desde la visión analítica y totalizadora de las siguientes. Sugiero que se advierta el número de la página donde han sido incluidas: en la primera parte leo una; dos en la mitad; y el resto en el último tercio:
y ¿dije ya que del número 9 emana un aire melancólico?...

éste podría ser un libro melancólico... (p 46).

los especialistas cavan entusiasmados en sus diminutas parcelas con la esperanza de descubrir piezas nuevas del rompecabezas...
¿de qué rompecabezas?...

este libro podría llegar a leerse como un rompecabezas... (p 102).

y hasta los 18 años del reinado de Moctezuma II también suman 9*, aunque 9 en occidente y entre los judeocristianos no es un número oscurantista sino nada más melancólico...
¿dije ya que éste podría llegar a ser un libro melancólico?... (p 128).

Es obvio que esos razonamientos y aseveraciones están dirigidos tanto a sí como al lector. En las tres primeras citas distingo que no emplea la palabra “novela”, sino “libro”; que utiliza un pronombre y un adjetivo demostrativos, un artículo indeterminado; y, el condicional del verbo “poder”; todo esto como demostración de que apenas la está desarrollando sin la seguridad o el convencimiento del resultado.
El narrador novelista no había dicho antes que del número nueve emana un aire melancólico; al contario, jugó con él en relación con el segundo apellido de su protagonista. Sin embargo aprovecha la palabra “melancólico” para otorgar a su libro una actitud humana que, hasta esa página, entre la seriedad y el humor, sólo he leído con el sinónimo “evocador”, y no como “afligido” o “pesaroso”.
En la segunda cita, también se vale del nombre “rompecabezas” y lo repite dos veces; una, para preguntar(se) a cuál rompecabezas: la pausa suspensoria indica que probablemente reflexionó y derivó el trabajo de los arqueólogos en la excavación hacia lo que sucede dentro de su cabeza. La otra, para prevenir una lectura singular, ya que los rompecabezas no se leen, se arman, se ajustan o se embonan las piezas sueltas; y eso es precisamente lo que él hace con las notas escritas en su cuaderno.
En la tercera cita (ochenta páginas después de la primera) retoma el número nueve, y, por consiguiente, el mismo calificativo “melancólico”; mas lo que llama mi atención no es la recurrencia al adjetivo, sino al verbo “decir”. La diferencia con la primera es que ahora sí había dicho que ése podría ser un libro melancólico; tal pareciera que juega a demostrar que escribe sin leer lo anterior, que no recuerda qué ha dicho ya; sin embargo, utiliza las mismas palabras que vincula con la última del párrafo anterior donde se refiere a los años que reinó Moctezuma II, idea que él ya había expuesto en la página 26 (o, quizás ésta fue el origen y luego la desarrolló al tejer la numerología con el nombre de Moctezuma).
La siguiente cita procede de un párrafo que analizaré en el siguiente subcapítulo. El narrador novelista eslabona ideas, parte de una, desprende otra de ella y, retoma alguna en diferente parte del texto, o, algunas veces, como en éste, en el mismo párrafo: comienza re-describiendo su posición en el auto de alquiler; deriva hacia un orangután que es exhibido en una tienda en el piso inferior donde vive Sol; prosigue con una comparación entre él y el simio; regresa a Sol y al protagonista; y termina con la mención de un objeto donde se supone que ellos se han amado:
yo encerrado en el minitaxi como el orangután en la tienda de animales bajo el departamento de (Sol), [...] las llamas reflejándose en el techo, iluminando lívidamente los libreros y también la colchoneta arrugada sobre la alfombra, estriada de arrugas...

¿esta novela huele a esperma?...

desperdigar el olor en pistas incontables... (p 171).

El narrador novelista ya nombra “novela” a este libro; quizás porque es más evocadora la acción de volver a humanizarla, ahora con una emanación de ciertos cuerpos que es percibida por el sentido del olfato. Al preguntar(se) si la novela huele a esperma (atractiva metáfora erótica) la diferencia de un libro que sólo huele a papel, la homologa con esa secreción llena de los elementos para dar vida si encuentra el receptáculo idóneo. Y en los textos escritos, las palabras, por miles, están ahí, ya armadas, contenidas, listas para ser leídas, para que recobren la vida que le impregnó su creador al escribirla. Remata con otra metáfora que puede ser parte de una respuesta que él mismo encontró, que no transcribe y que igual contesta a un sí como a un no, porque en ambas la consecuencia es la misma, su actitud será la misma: desperdigar el olor en pistas incontables; él dispersa un conjunto guardado, separa un todo, y lo envía en distintas direcciones; un todo representado por esta novela con la técnica elegida –escritura de la interrupción–. El trabajo es para el lector que debe hallar, localizar las pistas que se le dejan; y son incontables porque el narrador aún no termina, él sigue escribiendo.
luego en el Templo Mayor esperando el atardecer para ver las ruinas bañadas por la luz del crepúsculo, hablando de todo un poco, de mi novela dividida en pisos celestes y pisos del inframundo, como el cosmos de los antiguos nahuas... (p 181).

En ésta, y aún más en cinco posteriores definiciones, es notoria la ausencia de un verbo, lo que me hace recordar a Michel Foucault cuando analiza la teoría del verbo en su libro Las palabras y las cosas: El verbo es la condición indispensable de todo discurso: y cuando no existe, cuando menos de manera virtual, no es posible decir que haya un lenguaje (Foucault: 1993, p 98). Pues sí, las proposiciones nominales (casi) siempre soterran la presencia impalpable de un verbo; y en el caso de los implícitos en las descripciones del narrador novelista se podrían entre–leer varios y alternar en sus diferentes tiempos; ahí está el juego, otra de sus maneras de hacer copartícipe al lector.
Aunque en diferentes partes de la novela ha utilizado el adjetivo posesivo “mi” al referirse a ella, subrayo la de este párrafo porque es la primera vez al definirla; y la califica “dividida” cuando se supone que conversa con el profesor y con los nueve asistentes. Quizás arrebatado por la próxima y sugerente visión de las ruinas la describe dividida en pisos celestes y pisos del inframundo. Sólo en dos partes, y míticas, donde han actuado algunos de sus personajes: los dioses y los fantasmas aztecas; entonces ¿en dónde representan su papel los humanos vivos? ¿en otro plano de realidad entre los espacios celestes y del inframundo? Tal vez queda implícito que en la Tierra pues sería el punto de equilibrio entre esos opuestos.
El narrador novelista charla con ellos de todo un poco; en ese corto párrafo hablan de su novela; y en los siguientes, de otros ocho temas relacionados con la historia de México, y de lo veraz o apócrifo de la identidad de huesos hallados en diferentes entierros.
Las últimas cinco definiciones del narrador no están muy alejadas de la anterior; la cita abarca más de una página y así la transcribo para luego analizarlas individualmente. Como preámbulo, dos párrafos antes de ellas habla de las innumerables notas que lleva en su libreta: así que empecé a aislar anotaciones sobre una probable novela que emprenderé tan pronto pueda... (p 183).
es fácil crear una obra de arte instantánea (decía Pavese) por ejemplo un fragmento, como es relativamente fácil vivir un instante de moralidad, pero crear una obra de arte que supere el instante es realmente difícil...

como Melville, trataré de representar no pensamientos sino más bien la mente pensante...

mi novela: una especie de aventura de la percepción...

la novela moderna ya no intenta decir la realidad, sino que, por el contrario, se erige en una interrogante sobre la realidad, e incluso en una especie de discurso sobre un paréntesis de realidad...

o mi novela pretenderá ser un prodigioso medio para mantenerme firme, para continuar viviendo inteligentemente en el interior de un mundo cuasi-furioso que nos acomete por todas partes (Michel Butor: Répertoire, I)...

una novela incomprensible, inacabada, afásica, consternadora...

escrita naturalmente en pasado porque el pasado es el tiempo de la fascinación: parece estar vivo y sin embargo no se mueve (Barthes): presencia imperfecta, muerte imperfecta, ni olvido ni resurrección: simplemente la trampa agotadora de la memoria...
o la del olvido...

las escenas colocándose en situación de recuerdo, un teatro del tiempo opuesto francamente a la búsqueda del tiempo perdido, porque como Barthes me acuerdo patéticamente, intencionalmente, y no filosóficamente: me acuerdo para ser desdichado/dichoso, no para comprender; yo no escribo, yo no escribiré, no me encerraré para escribir la novela enorme del tiempo recuperado... (pp 184-185).

Los dos párrafos anteriores a la definición explicitan el porqué describe a su novela: una especie de aventura de la percepción. El narrador novelista escribe: es fácil crear una obra de arte instantánea (decía Pavese); y yo desconozco si el resto de la cita: por ejemplo un fragmento, como es relativamente fácil vivir un instante de moralidad, pero crear una obra de arte que supere el instante es realmente difícil... es de él, o del propio narrador, o una deconstrucción de lo que Cesare Pavese confiesa en su diario, en publicación póstuma: El oficio de vivir (Barcelona, Seix Barral, 2001): Sentía que componía algo que superaba siempre el fragmento del momento (actual). Y es que en el párrafo del narrador novelista se habla de “fragmentos” con distintas significaciones: uno literario y otro temporal; asumo que lo fácil para Cesare Pavese era escribir un aforismo, una sentencia, o una minificción; eso que re–presenta un instante; y, que lo difícil para el narrador novelista es superar la “instantaneidad” de un momento. Por eso declara que su novela (es, sería, será) una especie de aventura de la percepción; porque la percepción es instantánea; y, convertir lo captado en significantes que cumplan su función semántica al impregnarse de contenido, ya es realmente difícil, porque, además, debe resultar una obra de arte con la palabra escrita. Es una aventura porque la emprende con cierto temor, con regocijo, con pasión, y aún con el desconocimiento del avance de ella; y también es una aventura para el lector.
Con la tercera enunciación: como Melville, trataré de representar no pensamientos sino más bien la mente pensante; además de rendir homenaje a Herman Melville, el narrador novelista constata lo que ya está haciendo; dice: trataré, pero sí transcribe cómo son los pensamientos: dispersos, contradictorios, hasta instantáneos; sin embargo, luego los desarrolla, y ambas acciones, en la escritura, demuestran que su mente pensante está siendo representada como es su propósito. El lector es quien lo aceptará, o no, basado en una lectura seria.
De los dos siguientes párrafos, en uno emite el narrador novelista una reflexión acerca de una acción que él concluye no se hace más en la novela moderna: ya no intenta decir la realidad, sino que, por el contrario, se erige en una interrogante sobre la realidad, e incluso en una especie de discurso sobre un paréntesis de realidad... Y en el otro cita las palabras de un escritor francés para ampliar sus propias definiciones: o mi novela pretenderá ser un prodigioso medio para mantenerme firme, para continuar viviendo inteligentemente en el interior de un mundo cuasi–furioso que nos acomete por todas partes (Michel Butor: Répertoire, I)... Ambos párrafos están relacionados con el estilo y con la técnica que está utilizando en la escritura de Fantasmas aztecas; además de con el autocuestionamiento acerca de la, y de su, realidad. El paréntesis podría ser el de ese otro nivel de realidad, mas no ya el de la ficción del que habla Calvino, sino el de su propia existencia, ese inciso (de tiempo) donde escribe su ficción (el eterno retorno), esa pausa que le permitiría (porque dice “pretende”) conservar la manera intelictiva de proseguir dentro de un entorno agresivo, pero estimulante para lograr y mantener el equilibrio.
De los últimos tres párrafos, en el primero define su novela, y en los otros cómo la estructuraría: una novela incomprensible, inacabada, afásica, consternadora. Noto que ya no emplea el posesivo “mi”; como si todavía no la considerara enteramente suya por esa manera de definirla; porque leo los cuatro calificativos como una insistencia (cuando antes repitió que podría ser un libro melancólico) del carácter que el narrador novelista cree estarle imprimiendo por su personal congoja al escribirla, por permitir que el relato se haya movido con cierta libertad “propia”, y también “lógica” en cuanto a la técnica elegida (la escritura de la interrupción). Quisiera acertar en que él hiperboliza la personalidad de su novela, pues aunque, para algunos lectores, pudiera ser incomprensible o estar inacabada, menos concuerdo con que padezca afasia o provoque consternación. Estos dos nombres, con sus significaciones, son sentidos por el propio narrador, él es quien, supuestamente, se agobia por la dificultad de articular la palabra justa, el enunciado preciso y fulminante; pero me consta que sí encuentra lo atinado en el caudal léxico que posee y lo deja en su cuaderno de notas.
En los siguientes dos párrafos expone la técnica que emplearía, utilizo el condicional porque lo que contiene su libreta son anotaciones de una probable novela que emprenderé tan pronto pueda; será en “la nueva” que estructurará a partir de lo recopilado:
escrita naturalmente en pasado porque el pasado es el tiempo de la fascinación: parece estar vivo y sin embargo no se mueve (Barthes): presencia imperfecta, muerte imperfecta, ni olvido ni resurrección: simplemente la trampa agotadora de la memoria...
o la del olvido...

Dije que en su “nueva novela” porque en ésta el narrador novelista utiliza el tiempo presente y el gerundio adverbiado cuando está conformando temas, personajes y entornos; y, cuando escribe el proyecto para Hernán Cortés y los fantasmas aztecas, también emplea los tiempos enunciados con pocas inclusiones del pretérito o del copretérito. El tiempo pasado lo usan sus personajes cuando “cuentan” anécdotas, o episodios relacionados con su trabajo. Al citar la frase de Roland Barthes ya se desentiende de la manera verbal con la que temporalizaría su novela; ya concatena la palabra “pasado” como tiempo verbal, con “pasado” como período transcurrido antes de aquél en que se está. Ese recuerdo de lo que dice Barthes es parte de una reflexión, de una acotación acerca de lo que bulle en su mente, en sus evocaciones; el pasado parece estar vivo y sin embargo no se mueve. Así sucede también en la escritura de su novela: el narrador dentro del minitaxi atrapado; el libro lleno de palabras inmóviles hasta que sean leídas. En ese pasado que también alberga opuestos: presencia imperfecta, muerte imperfecta, en ese espacio seductor y defectuoso, el narrador novelista no siente el olvido y la resurrección, sino: simplemente la trampa agotadora de la memoria... o la del olvido... Leo el adverbio con la implicación de “sólo hay eso”: una trampa fatigante de la memoria, o del olvido; un ardid que hace interdependientes a las dos acciones porque alteran y juegan con lo que se guarda “ahí” y no se puede recobrar con facilidad a pesar de lo que había declarado en uno de sus proyectos de inicio: porque generalmente nuestra memoria se fragmenta o disuelve o desaparece dejando restos reales y a veces precisables, imágenes y vestigios de imágenes... (p 75). Así la memoria deje fragmentos, o le tienda trampas de olvido, con la escritura él puede reestructurar el pasado y obtener nuevos recuerdos. Al escribir los recupera y da sentido al resultado de las divagaciones en su memoria. Y cuando finalice ha obtenido uno de los maravillosos instrumentos que posee el hombre, como lo dice Jorge Luis Borges:
De los diversos instrumentos del hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro. Los demás son extensiones de su cuerpo. El microscopio, el telescopio, son extensiones de su vista; el teléfono es extensión de la voz; luego tenemos el arado y la espada, extensiones de su brazo. Pero el libro es otra cosa: el libro es una extensión de la memoria y de la imaginación (Borges: 1996, p 171).

Con el siguiente párrafo finalizo la parte dedicada a presentar las definiciones que de su novela escribe el narrador novelista; en éste retorna a su quehacer literario en un claro intertexto de Marcel Proust que enfrenta a otra cita de Barthes:
las escenas colocándose en situación de recuerdo, un teatro del tiempo opuesto francamente a la búsqueda del tiempo perdido, porque como Barthes me acuerdo patéticamente, intencionalmente, y no filosóficamente: me acuerdo para ser desdichado/dichoso, no para comprender; yo no escribo, yo no escribiré, no me encerraré para escribir la novela enorme del tiempo recuperado...

Aunque se opone a la técinca de trazar la trayectoria de un personaje que desde la feliz infancia busca verdades eternas, y después de que se condolió por las jugarretas de la memoria, ahora quiere estructurar su novela con retazos de recuerdos, ahora sí tiene acceso a ellos; sin embargo, en palabras de Barthes, asegura que desde otra posición del intelecto; pareciera que adopta la del masoquista. El narrador novelista no desea comprender, sólo sentir la paradoja que acarrea la mente al permitir re–traer el recuerdo. Puntualiza que no escribe, que no va a escribir siete tomos, pero algo de escritura se cuela en su cuaderno que representa la memoria recuperada (o ¿el tiempo recuperado?), ya que recorre un camino que va y viene, él lleva un boleto de ida y vuelta, pues: ¿escribe para recordar; o recuerda y luego escribe? Por otro lado, al escribir modifica a voluntad sus recuerdos; y de todos modos es un acto de recuperación que da sentido al resultado de los rodeos y vaguedades de la memoria.
Después de esta última reflexión acerca de cómo estructuraría la novela, el narrador novelista seguirá hablando de ella en las pocas páginas restantes, pero ya no la define, sino que acota lo que hace con algún personaje, o qué siente al escribir.
El narrador novelista enunció diez diferentes definiciones de su novela: melancólica, como un rompecabezas, olorosa a esperma, dividida en dos pisos, aventura de la percepción, equilibradora (en palabras de Butor), incomprensible, inacabada, afásica y consternadora. En esas acotaciones de las divagaciones, de su mente de autor que expone la creación de su novela, leo congoja y tribulación; pero también las de vida incipiente (olorosa a esperma); de odisea intelectual (aventura de la percepción); y de escudo mágico (equilibradora). Las diez, en suma, refractan el estado meditativo de su ser escritor que aún no finaliza su trabajo y, de todos modos, desea reducirlo a una idea sumaria. Para él su novela posee las diez, muy válido su pensamiento; pero ¿quién recibe el texto con sus tres puntos finales? el lector, él podría contestar(se) cómo “es” la novela; difícil tarea la de definir ésta en un par de palabras que abarquen ese universo narrativo. Además, si regreso a la gráfica de Todorov, se multiplicarían esas descripciones por cada lector que ha asimilado el texto; ahora es él quien tiene la palabra.

En la segunda parte del subcapítulo deseo presentar algunos intertextos y citas dentro de Fantasmas aztecas que movieron mi interés por incluirlas en esta indagación; aunque sólo uno se refiere al tema primordial de ella (único que analizaré con profundidad), simbolizan una recurrencia incontable de Gustavo Sainz en todas sus novelas. “Para muestra, un botón basta”, recita el refrán popular; pero no mostraré uno, sino once, una mínima parte de los que se leen en esta novela. Elegí éstos por la manera singular de citar, y de interconectar enunciados con obras de otros autores o con leyendas y mitos.
Ya en el tercer párrafo del inicio se lee: pasado y futuro (como recita un poeta norteamericano), dos flacas panteras negras como el carbón que recorren los límites de mi cerebro, las vetas de mi vida... El narrador novelista se refiere a William Jay Smith (1918), por su poema “Interior”*. Lo transcribo completo porque, además de ese párrafo con la última estrofa, hay otra relación de referencia con la primera:
Llevó el universo a su cuarto
y cerró la puerta;
alrededor de su pared rotaban planetas,
a lo largo del piso se elevaban estrellas
y caían con la grave, lenta respiración de las
tinieblas
nadaban cometas como dientes de tiburones
que nadan,
vigas de encino tenían orejas monstruosas,
y el ladrido del chacal

Pájaros marinos llegaban desde lejanas
islas; rabihorcados, golondrinas de mar
alisaban en la baja, giratoria luz
sus plumas brillantes como el mar, giraban
gritaban, se lanzaban
a los agitados cardúmenes
en la larga noche

Pasado y futuro, dos flacas panteras
negras como el carbón
recorrían los límites de su cerebro,
la veta preciosa de su vida;
y podía ver
puertas que ante él se abrían con calma
sobre un coche de bancos rosados esperando
bajo la lluvia.

En su ensayo “Intertextualidad”, habla Hans–George Ruprecht del problema de la elucidación de los fenómenos intertextuales; ha estudiado que ellos pertenecen a la interpretación de las virtualidades semántico–referenciales de un texto dado que no se disocia de las relaciones de referencia múltiple que mantiene ese texto con un corpus textual pre– y/o existente; un proceso de significación, de relaciones jerarquizadas que, convierte esas formas significantes en formantes intertextuales. (cfr. Ruprecht: 1997, p 26).
Así, debo recordar la posición del párrafo intertextual en el corpus de la novela y sus antecedentes: en la primera hoja, hay dos párrafos anteriores en los que apenas ha dicho el narrador que, en su papel de novelista, está en un minitaxi atrapado por el denso tránsito capitalino. Subraya el ruido exterior y pronostica una desgracia en su amada ciudad. En el segundo párrafo escribe: para no hablar del ruido interior, sus voces secretas, los coros de la culpa y los muertos...
Ahora, con lo que escribe (sin cursivas) del poema de Smith, de los cuatro primeros versos de la última estrofa el narrador hace suyas (mi cerebro) las palabras que el poeta otorga a un personaje (su cerebro); y, a las panteras en el pasado continuo (recorrían), las lleva a su presente (recorren). Luego pluraliza veta y omite el adjetivo preciosa. Relaciono su abrumador proyecto incipiente de escritura con el pasado y el futuro como dos panteras flacas y negras; él va a escribir acerca del pasado (Hernán Cortés y los fantasmas aztecas), y también del futuro que construirá para sus otros personajes; las sitúa en su presente para ver cómo se fortalecen y recobran su robustez. Pluraliza “veta” porque no es un camino el que las panteras deben recorrer, su novela emprende varios que llegan hasta los límites de su imaginación.
Otra correlación se lee en el primero y últimos dos versos: el poeta Llevó el universo a su cuarto; el narrador novelista lo traslada a otro espacio cerrado: al minitaxi. En el poema se menciona un coche en el penúltimo verso, pero es uno tipo carruaje porque lleva bancos; el personaje del poema espera la lluvia; el narrador, a que el tránsito se regularice y pueda proseguir su camino hacia el centro de la ciudad.
La siguiente deconstrucción que hace el novelista con el poema de Smith lo encuentro desde el tercer verso hasta el sexto: alrededor de su pared rotaban planetas, / a lo largo del piso se elevaban estrellas / y caían con la grave, lenta respiración de las tinieblas; / nadaban cometas [...]. El narrador se pregunta en el sexto párrafo de la novela:
cómo hacer creer que alrededor* de la palanca de velocidades brotan sacerdotes vestidos como los principales dioses del panteón azteca, rotan planetas salidos de un medallón que representa verticalmente al universo, se elevan hombres pájaro, caballeros tigre, dioses de la lluvia y serpientes emplumadas; cruza Quetzalcóatl, dios de la sabiduría, en su atavío de dios del viento; un cuchillo de sacrificios con mango de mosaicos policromados reclama verdugos de capas negras y largos cabellos...

El narrador novelista se ha encerrado en un minitaxi detenido, aprovecha su entorno para dejar libre a su imaginación, para que ambos apoyen sus ideas y pueda convertirlos en palabras que conformarán su novela. El poeta escribe en copretérito y el narrador es fiel al presente. Los dos utilizan los mismos verbos que pueden representar los movimientos circular y vertical: rotar y elevar (el narrador todavía aumenta brotar). Luego, para el movimiento horizontal, el poeta recurre a nadar; y el narrador, a cruzar. Los dos se someten voluntariamente a un encierro. El narrador novelista aprovecha esos símbolos móviles como iniciadores del recorrido de esas dos, todavía, flacas panteras por los vericuetos de su copiosa imaginación.
La última relación con el poema, aunque lejana, la leo en el párrafo inmediato al citado: en la guantera días biografiables y días en blanco [...] el pasado y el futuro de nuevo, encerrados en un espacio menor que donde se encuentra el narrador: la guantera como una analogía de su cerebro, de donde debe extraer lo necesario para escribir su novela.
El narrador novelista gusta de referirse “de memoria” a otros: o citando a quién sabe quién, el sacrificio era un cuento ilustrado de manera sangrienta [...] (p 39).
Quizás “olvida” una palabra del original aunque la escriba en cursivas; dice el último verso del poema “XI” en el libro L’amour la Poesie, de Paul Éluard (Francia, 1895-1952): Y es sobre ella sobre quien se arroja / La red voladora de las caricias. Pero en la novela es la esposa del protagonista quien por las noches, apoyada sobre él tendía ella misma la red de las caricias (Éluard)... (p 132).
O de decir algo así: y entre Moctezuma II, de vida breve y desdichada, si es que la desdicha puede ser breve (agregaría Borges), [...] (p 26). Aun escribir una estrofa de un poema y al final de él: (Gonzalo Rojas, más o menos )... (p 113).
También el protagonista lo hace con su habitual sarcasmo; yo, de inmediato, escucho la guitarra y la voz de Serrat: [...] a lo que K’uin respondió que no había camino. Ahora sí que se hacía camino al andar, pero lo ataron y entonces él tuvo que señalarles el camino... (p 90).
O, en dos líneas, alude el narrador novelista a varios antetextos cuando inventa lo que las mujeres significarán en la vida de su protagonista: [...] (Diana) era como la verdadera Luna para los antiguos poetas, o su isla del tesoro, tierra prometida, paraíso perdido y reencontrado... (p 50). Qué sentimiento tan contradictorio por una mujer, en él engloba la poesía romántica; luego las aventuras de Stevenson, y la odisea de Josué, cuyos desenlaces ofrecen bonanza, y morada propia; en seguida los avatares de Adán, pero unidos al reencuentro del paraíso que parece diferenciar del recuperado en el poema de Milton.
El narrador novelista ha construido a su protagonista como un enamorado del amor, entonces después hará que él sienta (casi) lo mismo por otra de las mujeres: [...] (Claudia) quien había sido algo así como su tierra prometida, su país de las maravillas, su velloncino de oro, su pozo de los deseos... (p 97). De nuevo esa soñada promesa cumplida. Y, la correlación con lo que permite Carroll que descubra Alicia, la encuentro en las sorpresas y en la magia que puede producir un intenso sentimiento amoroso; Claudia fue tan seductora que por ella el amante se creía capaz, cual Jasón, de emprender lo imposible para recuperar su reino; se sentía tan confiado que le bastaba lanzar una moneda, pedir un deseo, y esperar a que se realizara.
Ahora transcribo las últimas dos referencias que presento de un mismo texto existente:
y cuando estábamos frente a las obras robadas me escuché una exclamación de (escandaloso) asombro y recordé un espléndido poema de Wallace Stevens que más o menos dice:
hay hombres cuyas palabras son como los sonidos naturales de sus lugares, como la cháchara de los tucanes en el lugar de los tucanes*... (p 12).

No cambia palabra alguna del original, sólo no escribe versos sino líneas corridas. Pero no es esa onomatopéyica correspondencia la que llamó mi atención sino el final del párafo inmediato donde deconstruye los dos últimos versos del poema: [...] si es que llegaban a parar en algún museo y no en la casa de algún político (oportunista), y también parafraseando al poeta citado, si no serían invisibles elementos de México hechos visibles... (p 13). El poema canta:
The dress of a woman of Lhassa,
In its place,
Is an invisible element of that place
Made visible.
El narrador novelista manifiesta que parafrasea a Stevens y escribe con cursivas; pluraliza el nombre “elemento” y los atribuye a la ciudad de México. Y, lo más notorio es que repite el enunciado** (mas en tipografía normal) en la página 215, seis líneas antes del final de la novela.
El acopio de citas e intertextos en Fantasmas aztecas ofrece material para un trabajo más extenso que mostraría cómo otro discurso se agrega al del narrador novelista. A veces, esto de la remisión intertextual se puede convertir en un juego textual inconcluso porque remite a una instancia anterior, como a un tiempo pasado, pero señala un texto nuevo en el presente que regresa al principio sólo para volver a circular. En muchos párrafos el narrador novelista muestra su sentido del humor al reconvertir, transferir, y reaplicar la palabra de otros para ampliar o complementar la suya; o, ¿para jugar con el lector?
Deseo concluir este subcapítulo con el ejemplo de una interesante tendencia de algunos autores a citarse en posteriores trabajos: en uno de los últimos trabajos de Gustavo Sainz encontré un enunciado, un poco deconstruido, que también se lee en Fantasmas aztecas.
El narrador novelista, en el presente de la acción de su novela, quiere remontarse al pasado y trataba de armar en la cabeza el reencuentro de su protagonista con su novia; era en el tiempo en que éste militaba en el partido comunista; pero lo hace enamorarse y actuar y sentir de una manera diferente: arrepentido y emprendedor. Como en otros párrafos donde el narrador novelista acota pensamientos sarcásticos, así escribe al final de éste: ¿y no era esto terriblemente contrarrevolucionario?... (p 204).
Y, en Batallas de amor perdidas (Sainz: 2002, p 34), en una reflexión acerca del falo, icono secreto de todas las familias, que ha fabricado todo el entorno, que jamás se muestra pero alrededor del que gira todo... también remata con ironía: ¿No será esto contrarrevolucionario? Nótese los puntos suspensivos después del adverbio “todo”; y así se verán en todos los párrafos que no terminan con los signos de interrogación y de admiración, como tampoco en el que cierra el libro. Gustavo Sainz ha creado a esos dos narradores y no me extraña que él, como perosona que escribe la novela, converse con sus palabras, las intercambie, o que las, y se duplique, para, como ya dije, volver a circular.









IV. e Caprichos y tribulaciones al escribir esta novela



Capricho y tribulación, dos actitudes con significados precisos en la vida diaria: el primero como una variación injustificada en la conducta; y la segunda como una pena, o una adversidad que padece el hombre. Sin embargo, considero que obtienen diferente sentido en el trabajo de la mayoría de los escritores que emprenden la apasionante tarea de fabricar una novela: el capricho se comporta como un propósito lúdico de su imaginación al incluir tal o cual elemento, o inventar determinadas conductas en sus personajes; y, la tribulación, como la congoja ante la hoja en blanco, o ante el ímpetu inicial detenido durante el desarrollo de la acción, de los diálogos, o de las ideas en las descripciones de caracteres para sus personajes. Algunas veces, una puede ser compensada por el otro.
El lector no se da cuenta de lo que sucedió en la mente del autor porque recibe el producto ya finalizado; pero existen casos, como en Fantasmas aztecas, donde el narrador acota lo que le sobreviene durante la conversión de sus ideas en palabras que conformarán una novela; y que, en parte, ello se transforma en una técnica estructurante para involucrar al lector en el desarrollo y en la comprensión del texto; o sea: anotaciones que no se incluirían en la novela terminada; autocuestionamientos ideológicos, literarios, morales, amorosos, etcétera; súbitos enlaces con “algo” que ve o piensa y que desea introducir en su proyecto; o, en el caso del capricho, soluciones arbitrarias avaladas por su ser creador, como este primero que cito, y cuya vinculación se lee en una página anterior:
mis uñas hundiéndose en los brazos del asiento cada vez que el avión saltaba o remecía, ignorando el ofrecimiento de queso y fruta que hacía la azafata y tratando de calmar mi estómago retorcido mascando un antiácido... (p 102).

entonces estábamos ya francamente divertidos y hasta habíamos logrado marginar cierto miedo a volar, incomodidad que por capricho quiero atribuir a él, una tensión que pesaba sobre su estómago, como si los músculos que lo sostienen necesitaran también y por extensión mantener a flote el avión... (p 70).

Y es otro nivel de realidad en la ficción: él empieza a escribir una novela, luego se involucra como personaje en la misión de recatar las piezas robadas. Dentro de la ficción, como hombre–novelista, le asusta viajar en avión y traspasa ese temor a su protagonista elegido para varios temas. Así se descubre ante el lector, y lo convierte en cómplice de sus caprichos literarios.
Este subcapítulo consta de dos partes, cada una complementada con otro tipo de ejemplos*. Ahora prosigo con los caprichos, luego con jugueteos de palabras introducidos aleatoriamente en la novela, y finalizo con un análisis más extenso acerca del número 9. En la segunda parte, las tribulaciones que sufre y comparte el narrador novelista; y, para concluir, presento sus reflexiones acerca de “la palabra” en general.
El narrador novelista va solo en de un minitaxi, se dirige al centro de la ciudad; sin embargo, en distintas ocasiones ha escrito en su cuaderno que quien está encerrado ahí es el arqueólogo, o que viajan juntos. De los siguientes tres ejemplos lo que señalo es el verbo “pretender”, porque son las únicas veces que lo emplea y siempre en relación con su protagonista; y, porque lo utiliza en sus denotaciones precisas: justificar algo con cierta excusa; esforzarse por conseguir una cosa no fácil: como el minitaxi en el que viajo, donde muy bien podía pretender que viene él, pensando como yo en la cabeza del cura Hidalgo [...] (p 21). Luego, cuando está conformando el proyecto del profesor Reyes Moctezuma, con las diferentes facetas del carácter que le otorgará: porque como solución alternativa a las cabezas intercambiables, pretendo que mi protagonista a veces piense como Tlahuicole [...] (p 26). Casi ochenta páginas después lo retoma, sin una relación anterior, en un párrafo solo después de una pausa suspensoria: espacio difícil de reflejar en el espejo donde pretendo que mi protagonista compruebe el ajuste de la cabeza mientras piensa en los aztecas que se reflejaban en el cosmos, [...] (p 100). El cosmos homologado con un espejo, el espejo como una metáfora de las propias ideas del novelista que está escribiendo el proyecto para el protagonista; y las palabras, aún no escritas, con las que querría describir ese espacio sagrado de los aztecas y que su protagonista acaba de develar.
En otro párrafo metaforiza un diferente elemento material con sus ideas, y es con la magia de la palabra con la que extraerá de ahí cuanto necesite su imaginación: y en el caso de Hernán Cortés, gracias a la magia que encerramos en el minitaxi, huevo filosófico y lugar de las trasmutaciones, los fantasmas aztecas ciegos o desollados, [...] (p 66).
Desde el inicio el narrador novelista dice abiertamente lo que le place al escribir: [...] un grupo de muchachos que podrían ser sus amigos y muchachas que podrían ser sus amantes, aunque esto quizás no lo piensa él, sino yo, como siempre en el minitaxi, gozando manipular posibilidades... (p 27). Manipular los pensamientos de un personaje es lo que hace cada escritor (por supuesto siguiendo el plan inicial trazado); mas él se regocija en decir al lector en qué parte del tema irá modificando o agregando líneas.
Así sucede también en un párrafo distante –en cuanto a páginas, pero cercano al anterior porque forma parte del proyecto–: o mejor la otra historia, la de (Claudia) tal como la imagino, su nombre entre paréntesis porque para mi protagonista (en secreto, a tal grado que probablemente ni siquiera lo admitiría) las mujeres son intercambiables... (p 86). Él, como novelista, lo construyó enamoradizo, y lo rodeó de mujeres bellas –además de su esposa–; es él quien maneja a capricho los paréntesis; y el protagonista actúa el papel que se le asignó aunque en este aspecto de la intercambiabilidad de las chicas se lo inculca como un muy íntimo secreto, pues “admitiría” es un condicional dependiente de otra acción que podría ser una pregunta con una respuesta negativa: como una mentira que le obligaría a decir.
Sin embargo, cuarenta páginas después hace consciente al profesor de la efímera presencia de otras mujeres en su vida:
yo descubriendo en nombre de mi protagonista que (Mararía), (Sol), (Diana), (Claudia) y otras mujeres amadas y deseables, no son figuras simples que actúen de manera autónoma, sino algo así como los términos de una serie que desfila ante él, o ante nosotros, cuadros viviente de un espectáculo interior, reflejos de una esencia, [...] (pp 132-133).

El narrador, como novelista, no determina aún si involucrarse en el desfile; lo señala la vocal alternativa: o ante nosotros; sin embargo, ya lo dijo, él hizo posible que su protagonista comprendiera la fugacidad de la relación con sus asistentes.
Ya había citado en el subcapítulo III. b los siguientes párrafos completos; sin embargo, considero importante señalar otro aspecto de esa recurrencia del narrador al transcribir las acotaciones de su cuaderno:
pero ¿y Reyes Moctezuma?: estirando mi brazo de escritor y mirando la hora antes de verlo de nuevo jugueteando con la pipa apagada...
realmente maravilloso ¿no?...
y entonces un juego de dudoso abolengo, pues las iniciales de Reyes Moctezuma eran las mismas que República Mexicana, y por lo tanto iguales a las de Revoluciones por Minuto, Risa Maléfica, Retórica Modernista, Raza Mortal, Realismo Mágico, Rancia Miseria, Rotación Maliciosa, Resaca Milenaria, Reto Mesiánico, Restos Milagrosos, Ruido Maléfico, Rincón mítico, Rey Moribundo, Roca Marciana y Rumbo a la Muerte...
Realmente Maravilloso ¿no?...
y Rigor Mortis: agregué meciéndome atrás y adelante con tono de triunfo, ciertamente divertido... (pp 104-105).

El párrafo anterior contiene los diferentes nombres que se le han dado al emperador Moctezuma (gráficamente a partir de los sonidos de las letras en náhuatl). Al leer la primera línea, se espera ya un capricho del narrador novelista; sin embargo, sólo es un retozo consigo y con el lector, una demostración de lo que sabe hacer: manejar las palabras a su antojo. Escribe con minúsculas el primer “realmente maravilloso”; de ahí despega ese juego de dudoso abolengo, que, con seguridad, se refiere a lo que había trascrito en el párrafo anterior acerca del emperador Moctezuma.
Como ya también había señalado, en esas pocas líneas está contenida la novela Fantasmas aztecas. La mayoría de las palabras con las iniciales de los apellidos de su protagonista representan su proyecto: la acción parte de México (porque también se desplaza a otros países), se engendra dentro de un automóvil, los fantasmas aztecas se burlan de Cortés, demuestra que rechaza la retórica modernista, los españoles no resultaron dioses inmortales; no sé por qué dice “Realismo Mágico”, quizá sólo por las iniciales que ajustan, porque una parte de la novela “cabe” más en la literatura fantástica; Cortés muere viejo, solo, y miserable, (y no en el aspecto económico); los fantasmas van y vienen con los restos de Cortés, igual que la resaca en su vaivén milenario; el reto que se impone al querer otorgar otro papel para el protagonista; los restos de Cortés aparecen y desaparecen como por “milagro”; el ruido del tránsito urbano o el ruido que hacen los fantasmas aztecas junto al lecho de muerte del conquistador; el Templo Mayor, Moctezuma y Cuauhtémoc; y la piedra de los sacrificios que eleva a los muertos hacia el cosmos donde habitan los dioses.
El narrador todavía se felicita ante el lector por las palabras que ha encontrado; y luego, finaliza con un tétrico comentario (Rigor Mortis) que le causa mayor divertimiento por lo que logró al estirar su brazo de escritor.
Otro de sus caprichos deriva de un acto de amor entre Sol y el arqueólogo, mismo que el narrador describió en páginas anteriores y que deja inconcluso para seguir con otros temas; después, inesperada, cruda y verazmente, lo retoma así:
luego se bañaban, bien escribió Elías Nandino que después del llanto más sublime había que sonarse y que después del coito más perfecto había que limpiarse, y bajo el agua me gusta hacer creer que mi protagonista pensó varias veces en el primer Sol de la mitología azteca, el Sol de Agua, [...] y durante el Sol del Tigre, [...] (p 150).

Diferente ejemplo de cómo correlaciona una idea con la palabra anterior. Le gusta hacer creer, así es como él va a manipular las posibilidades de pensamiento de su protagonista, y las del lector. Cuando el narrador novelista expone un antojo de escritura exige otro tipo de proceso cognitivo porque la comprensión del discurso acotado es enviada como una función paradójica: se genera con oraciones condicionales o implícitas, y, sin embargo, ya produce un conjunto de proposiciones explícitas; o sea, no dice que el protagonista “ya” piensa en el Sol de Agua, no estructura el enunciado como sería en la novela ya desarrollada; no aclara cómo lo haría y, sin embargo, quedó escrito que el arqueólogo ha pensado varias veces en los cinco soles de la mitología azteca (¿porque se han bañado en más de una ocasión después de hacer el amor?).

Las siguientes siete citas parecen como meras listas de palabras o enunciados fijos y unívocos que podrían tener relación con alguna unidad del discurso precedente; sin embargo, son situaciones comunicativas que sí infieren en el discurso total de la novela y que, además, muestran ese rastro sarcástico que entreteje en algunas de sus acotaciones. El contexto de ésta es una de tantas referencias a: soportar las vicisitudes del tránsito de la ciudad de México:
Ombligo de la Luna y también Frontera del Magueyal, Lugar de Liebres, Centro de la Región Pulquera, Gran Tenochtitlan, Puñado de Alcantarillas, Hondonada Gris, Nopaltorio, Tierra Chica, Región más Transparente, Nueva Galicia, Kafkaguamilpa y hasta Ciudad de los Palacios según los cronistas, desde Martínez Gracida a Carlos Fuentes [...] (p 60).
Es probable que otras ciudades hayan obtenido tantos calificativos; pero los aquí recopilados demuestran una parte del ingenio cáustico del mexicano que el narrador novelista aprovecha para retratar a su ciudad amada y gozable; la ha probado, la sabe versátil, por eso no nada más incluye los sobrenombres conocidos y burlescos que se han otorgado a la ciudad de México; también, los históricos y los literarios*.
El narrador novelista quiere otorgar a su protagonista también el papel de trasunto de Huitzilopochtli; y como tal, Reyes Moctezuma debe morir. Sin haber hablado de él en tres páginas, lo retoma con un sujeto tácito y enlista una compilación de motes dedicada a la muerte:
la calavera catrina abriendo los brazos, invitándolo, sí, la muerte, Pifas, la segadora, la igualadora, la pelona, la canica, la copetona, la llorona, la chinita, la parca cruel, la chirifusca, la pálida, la calaca, la novia fiel, la apestosa, la chicharra, la impía, la cierta, la Tía Quiteria, la blanca, la paveada, la triste, la jijurria, la tía de las muchachas, la madre Matiana, la güera, la jedionda, la cuatacha, la China Hilaria, la mocha, la dientona, la huesuda, la flaca, la descarnada, la tembeleque, la tilinga, la pachona, la afanadora, la pepenadora... (pp 212-213).

Sin profundizar en la veracidad de la afirmación del gusto del mexicano por “jugar con la muerte”, el jocoso repertorio anterior demuestra que, según el contexto, el mexicano minimiza la seriedad y lo definitivo del acontecimiento. No creo que ésa haya sido la intención del narrador novelista, sino que se adecua con exactitud a la personalidad que le construyó a su protagonista.
El narrador novelista piensa en Sol, en que se le profetizó la soledad en la pila bautismal y culpa a la influencia hispánica (quizás por el idioma heredado y lo que significa su nombre); de ahí desprende una serie de nombres propios con las supuestas definiciones de ellos:
(Sol) condenada a cumplir con el destino impuesto por su nombre (Soledad), influjo también hispánico, como Sancho por santo, sano y fuerte; Martín por firme y entero; Beatriz por buena y hermosa; Pedro por taimado, bellaco y matrero; Juan por buenazo, bobo y descuidado; y Marina (Malinche) por maligna y ruin (Gonzalo Correas: Vocabulario de refranes y frases proverbiales y otras formas comunes de la lengua castellana)... (p 184).

Desconozco el contexto de esa lista en la obra original (1627) del Maestro Gonzalo Correas (Extremadura, 1570–1630), y si el narrador novelista respetó el acomodo de los nombres; tampoco interpreto el porqué de su inclusión, probablemente por algunos que él ha manejado en su proyecto.
La cita siguiente es una pequeña parte del párrafo más extenso en la novela (tres y media páginas). El narrador novelista comenta una teoría biológica, enumera la partición de la célula en el embrión recién fecundado, y luego resume la historia de Sol (misma que luego va a contar con minuciosidad en el resto del párrafo):
o el de algunas mujeres que lo desvelaban, por ejemplo (Sol), que antes de ser una sola célula (porque al principio somos una sola célula), ya se llamaba así y era soñada dulce y sana, dadora de alegrías y vida, [...] porque según los biólogos nunca tenemos tanto poder para influir sobre nuestro entorno como cuando somos una sola célula que se biparte en dos que se convierten en 4 que pronto son 8 que pasan a 16 y de allí a 32 y luego a 64 y 128 y 256 y 512 hasta llegar a la edad adulta con un número increíble de células, precisamente un 2 seguido por 64 ceros, o un 2 a la 64ava potencia, cifra mesurable que expresa biológicamente esa suma de familia y escuela, zuecos de madera, vino tinto, tíos libidinosos, cabellos cepillados, cigarros fuertes y una voz que podía hacer crecer jardines secretos [...] (p 144).

Pero Sol, a pesar de haber sido soñada dulce y sana, dadora de alegrías y vida, no pudo influir en su entorno amoroso, intentó suicidarse, y quedó sola, como significa su nombre con influjo hispánico.
He señalado que se encomienda al profesor la misión de rescatar piezas arqueológicas; y es cuando el narrador novelista se involucra como personaje. Después del regreso, un día en que se encuentra en la casa del profesor: sentados uno junto al otro, como en el avión que los llevó a Los Ángeles, recuerda una parte de la conversación entre ambos. Los complementos de la primera referencia se leen en páginas posteriores y las transcribo juntas para una mejor apreciación de la continuidad.
y desde mi cerveza crecía hasta la memoria aquella retahíla de nahuatlismos que me recitó en el viaje tras los traficantes de joyas arqueológicas, palabras como cuate, chamaco, escuincle, nene, cuico, tocayo, achichincle, tequila y atole, [...]...
[...]
¿nunca has oído decir mitote, matatena, machincuepa, apachurrar, pepenar, chichi, petaca, tlapalería, tapanco, chacal y chicle?...
sí, pero no sabía que eran palabras prehispánicas... (p 70).

o alguna frase parecida al descender, seguida por chistes sobre ilegales que me apresuré a incrementar con epítetos antiyanquis que fuera de su contexto histórico resultaban estúpidos y sin sentido: gabas, bolillos, californios, gabachos, y desde luego escasos y pálidos frente a los argüidos por los traficantes para aludir a los mojados, braceros, greasers, mexs, skins, spics, chocolates, browns, pochos, TJ’s, texmex, etcétera [...] (p 73).

espaciando las palabras, como si estuviera mareado o hubiera bebido demasiado, oponiendo a cada nahuatlismo alguna voz inglesa usada habitualmente en México:¿no decimos barman?, ¿y boy scaut, y stándar, y folklore, y récord, y club, y coctel, y gángster, y bistec (es decir beef steak), y cow boy?, por decir algunas...
dicho todo esto sin organización, sin frases preparatorias ni comentarios, más bien como un arranque orgánico (o casi), y ya pasada la sorpresa... (p 104).

La charla en sí puede parecer intrascendente puesto que los dos se sienten nerviosos y, para aligerar los momentos de temor, hablan sin organización, sin frases preparatorias; pero ya en el presente de la escritura de las notas sí introduce a ellas. Destaco la frase inicial de la primera cita: y desde mi cerveza crecía hasta la memoria aquella retahíla de nahuatlismos; en varias ocasiones retoma la escena del vaso con cerveza y de él con sus recuerdos; en la página 204 dice: el exceso de espuma deslizándose lentamente por las paredes del vaso. Esas dos citas nutren mi imaginación con tres imágenes: una descendente con la espuma que se desborda, una ascendente que crece desde el vaso hasta la memoria, y una horizontal representada por la retahíla de nahuatlismos; así pierde su impersonalismo la lista de palabras.
Llama mi atención la respuesta que da el narrador novelista al arqueólogo: sí, pero no sabía que eran palabras prehispánicas; porque él continúa con su oficio cuando se involucra como personaje y acompaña al protagonista como: su amigo novelista (supuesto cliente)... (p 13). El narrador es mexicano, ha demostrado la riqueza de su vocabulario y que estudió bien la Historia de México; por consiguiente, podría tener ese conocimiento a través de los recuerdos de su subconsciente lexicológico. Y todavía se atreve a tratar de contrarrestar las armoniosas voces nahuatlacas con anglicismos castellanizados en su fonética. Quiero interpretar que, como novelista, está dejando hablar al arqueólogo, que él sea el conocedor, el que defiende el recuerdo (por lo menos) de algunos nahuatlismos. Así también, en otro momento, lo dejará comentar un distintivo léxico del mexicano gramaticalmente incorrecto, mas tonalmente melódico: ahorititita, ahorititita: repetía el compañero del chofer, y mi protagonista pensaba seguramente en comentar más tarde algo sobre la supervivencia de los diminutivos en el español hablado en México... (p 72). La tri–combinatoria semántica (náhuatl, español, e inglés) que ofrece el narrador novelista concede un atractivo especial a los párrafos citados y no los aísla del discurso total de la novela.

En la novela Fantasmas aztecas encuentro el número nueve de tal manera explícita, y aun implícita, que me mueve a un análisis si no más profundo, sí más extenso; y, aunque otros tres números son mencionados, sólo aparecen en forma aislada y sin una relación íntima con la obra.
El número nueve es el último de la serie de las cifras: anuncia a la vez un fin y un nuevo comienzo, es decir, una transposición a un nuevo plano. Cada mundo está simbolizado por un triángulo, una cifra ternaria: el cielo, la tierra, el inframundo; nueve es la totalidad. Chevalier cita a René Allendy quien dice que el nueve aparece como el número completo del análisis total; también como el símbolo de la multiplicidad que retorna a la unidad y, por extensión, el de la solidaridad cósmica y el de la redención. (cfr. Chevalier: op. cit. p 761).
Resulta innumerable la cantidad de ejemplos con la ocurrencia del nueve en el universo; por consiguiente, elijo los más representativos: nueve meses dura la preñez humana; y, visualmente, el 9 parece un embrión.
Es la transición entre el número dígito y el doble. Si se suman los numerales de cada múltiplo de nueve da como resultado el nueve: 2 x 9 = 18: 8 + 1 = 9. Igual adición se hace con los 360 grados que hay en el círculo.
El número nueve ha estado presente en la mitología mundial: Deméter recorre el mundo durante nueve días en busca de su hija Perséfone; las nueve musas han nacido de Zeus en nueve noches de amor; los ángeles, según Dionisio Areopagita, están jerarquizados en tres tríadas; el cielo chino tiene nueve alturas y 9999 esquinas; nueve es el número del yang; para Dante Alighieri, nueve es el número del cielo y también el de Beatriz, que en sí misma es el símbolo del amor.
En artesanía, los azulejeros árabes usan “el cuadrado védico” para crear sus diseños de forma geométrica porque tiene nueve unidades por lado.
Para los aztecas el número nueve resulta temible porque está ligado a las divinidades de la noche, del infierno, y de la muerte: el infierno está hecho de nueve plantas, el panteón tiene nueve divinidades, la divinidad del noveno día es la serpiente.
Para los mayas, en cambio, es el número de la magia positiva y de la medicina.
Ahora, en cuanto a la manifestación del número nueve en la novela Fantasmas aztecas, el narrador novelista separa sus notas en nueve apartados; los principales personajes son nueve: él mismo, Adolfo Reyes Moctezuma, su esposa, Claudia, Sol, Diana, Mararía, el grupo de fantasmas aztecas y Hernán Cortés; su protagonista ingresó en la escuela de Antropología a los 18 años (p 200); enciende su pipa nueve de cada diez veces (p 192); su abuelo tenía 90 años (p 193); le asisten 9 alumnos; y su segundo apellido, Moctezuma, consta de nueve letras.
El narrador novelista primero tejerá una numerología con el segundo apellido del arqueólogo (además de que Moctezuma II fue el noveno tlatoani mexica); para luego recordar la significación del número nueve en la mitología azteca:
entre el primer Moctezuma, padre de Mixi (guerrero que inició la peregrinación azteca), y Moctezuma II, quien llevaba entronizado 18 años cuando llegaron los castellanos, transcurrieron 450 años...
y entre Moctezuma II, de vida breve y desdichada, si es que la desdicha puede ser breve (agregaría Borges), y mi protagonista Reyes Moctezuma, develador de los restos del Templo Mayor, han pasado exactamente y también 450 años...
y 450 es una cifra mágica, pues encierra obviamente el número 9, es decir, 4 + 5 + 0 igual a 9...
y los 18 años del reinado de Moctezuma II también suman 9...
y el 9 entre los aztecas era un número significativo que correspondía a la muerte y las regiones del inframundo, asociado al norte, la oscuridad, la noche y el interior de la tierra...
y entre ellos el día se dividía en nueve secciones de tiempo, la semana se completaba a los nueve días, 9 eran los señores de la noche, diferenciaban 9 tipos de vagina y 9 infiernos...
de modo que del número 9 emana un verdadero carácter (¿siniestro?)...
(pp 26-27).

En el final del párrafo el narrador novelista escribe con signos de interrogación y entre paréntesis el adjetivo “siniestro”, como si se cuestionara para quiénes más es funesto. Cien páginas después repite una línea de la cita anterior, y asegura algo que, personalmente, no alcanzo a interpretar; pero que él aprovecha para definir así su novela: y hasta los 18 años del reinado de Moctezuma II también suman 9, aunque 9 en occidente y entre los judeocristianos no es un número oscurantista sino nada más melancólico... ¿dije ya que este libro podría llegar a ser un libro melancólico?...(p 128).
Casi al final de la novela menciona de nuevo el número relacionado con el carácter sombrío que obtuvo para los aztecas: los muertos deben primero dejar atrás su hibernación en alguno de los 99 pisos del inframundo, (p 171); luego, enfrentar y vencer los nueve estadios para poder franquear la puerta del reino de los muertos, entre ellos: cruzar los nueve páramos, y atravesar los nueve ríos, (p 213).
También se encuentra el número nueve en una de las historias que cuenta el protagonista, en la que habla de un traficante de piezas prehispánicas, y de ilegales: Juan del Oso era mitad mixteco y mitad norteño, y se hacía entender en nueve o más de los veinte dialectos de la región, [...] (p 105); y, como fatalidad para Juan del Oso, le dispararon dos veces con un máuser .765... (p 196), de cuya cifra, si se suman los dígitos, resulta un nueve.
De las mujeres que rodean al protagonista, sólo con Diana se manifiesta ese número en tres ocasiones; las dos primeras son producto de su ser el escritor de la novela, porque igual pudo haber utilizado cualquier otro número: o (Diana) violando una tumba, la número 9 exactamente, [...] (p 33); o secreteando junto a (Diana), (casi) como un conjuro, rito pequeño y extraño que hubiera podido resucitar al guerrero, o al jaguar azteca de la ofrenda 9, [...] (pp 43-44). Pero en la tercera cita se complementa el pequeño capricho de “ajustar” el número nueve con Diana para representar el sentimiento del protagonista por la mujer:
Beatriz es un 9, dice Dante, y (Diana) era su 9, es decir su Vida Nueva, vida renovada, nueva vida, pero también la vida bajo el signo 9, la vida naciente, la que aparece luego de 9 meses de gestación, acorde al espacio rítmico de las musas, de las que es igualmente el número, triplicidad de lo triple, imagen completa de los tres mundos (corporal, intelectual, espiritual), símbolo de la verdad y número por excelencia de los ritos medicinales, triángulo del ternario y número que multiplicado por sí mismo se reproduce según la adición mística...
y ¿dije ya que del número 9 emana un aire melancólico?... [...] (pp 45-46).

Lo dirá en la página 128. La manera en que el narrador novelista va desprendiendo sus ideas relacionadas con el número nueve facilita la interpretación de ese aire melancólico que ha repetido emana de él; es nostalgia por el pasado, es evocación de la vida incipiente, y de las imágenes de los mundos corporal, intelectual y espiritual.
El número nueve no llega a ser un leit motiv en la novela Fantasmas aztecas pero sí lo que representa ese dígito: un fin y un nuevo comienzo; el símbolo de la multiplicidad que retorna a la unidad; o sea, el eterno retorno. Los personajes se mueven en los tres mundos (cifra ternaria): en el cielo, en la tierra, y en el inframundo. Si retomo a René Allendy que describe el nueve como encarnación de la solidaridad cósmica y de la redención, ya se trueca hacia otro el carácter siniestro que tenía ese número para los aztecas: Hernán Cortés debe cumplir con el destino que le otorga el narrador: seguir eternamente a las puertas del inframundo vigilado por fantasmas aztecas para que no descanse jamás.

Este apartado contiene las tribulaciones que sufre el narrador novelista al escribir; deseo iniciar con el análisis de lo que pareciera ser un capricho de su pluma; pero que en principio leo como una técnica para la construcción de sus personajes; y luego, como una angustia inconclusa (quizá también como parte de esa técnica).
Con distintos objetivos durante mi indagación he presentado a las mujeres alrededor del protagonista, cómo es cada una de las cinco, y qué representan para el profesor Reyes Moctezuma.
Dice Bajtín que durante la construcción del personaje se ejecutan acciones contemplativas, activas y productivas; de ahí queda un excedente de visión que debe completar el horizonte del contemplado, porque solamente el autor puede realizar esos actos internos y externos. El primer momento de la actividad estética es la vivencia: yo he de vivir (ver y conocer) aquello que está viviendo el otro, he de ponerme en su sitio como si coincidiera con él. El autor debe crearle un fondo conclusivo del excedente de su propia visión, de su conocimiento, de su deseo y de su sentimiento. Después de ese proceso se puede cumplir con la función comunicativa, en su totalidad, haciendo referencia a lo vivido al otro porque deviene de un conocimiento de lo ético y de lo estético. Y, Bajtín prosigue: La actividad estética propiamente dicha comienza cuando regresamos hacia nosotros mismos y a nuestro lugar fuera de la persona que sufre, cuando estructuramos y concluimos el material de la vivencia. (cfr. Bajtín: 1997, pp 29 a 31).
Y quiero investigar si eso es lo que hace el narrador novelista porque deja todo escrito en su cuaderno. He mostrado cómo, en muchas anotaciones, se lee el inicio de determinada escena varias páginas después de la ya expuesta, y entre otros párrafos con diferentes proyectos. No es el caso del episodio con Diana, en donde se nota con mayor claridad cada hilo acordonado, sus pliegues, y el remate de esa parte.
Inicia desde la página 43 con los primeros escarceos erótico–verbales entre Diana y el protagonista; y transcribe lo que conversan, como esta táctica del futuro amante: ¿te gusta Rilke?... que es la manera que tiene para tantear si será aceptado, si podrá compartir algunas pasiones, cumplir placeres, establecer cifras, en fin, como si preguntara ¿te gusto yo? o todavía mejor ¿quieres ser mi amante?... (p 44). Después describe el paseo de ambos por el centro de la ciudad: la luz vibrando dulcemente y ellos del brazo caminando frente a Catedral, las torres campanarios inmóviles (casi) doradas, majestuosas, vetustas: los coches lentos, semiestacionados sobre la avenida 5 de Mayo; [...] (p 46). pero, luego de una pausa suspensoria, el narrador ha tomado el lugar de su protagonista, él es quien va a intentar seducir a la chica para poder continuar con esa actividad estética de re–escribir la escena:
o yo en mi papel de novelista recogiéndola en la misma excavación, a la misma hora, el mismo día, caminando por la misma avenida 5 de Mayo [...]
no sé si sabes que Diana era el nombre de la Luna en Roma, en la antigua Roma...
no tenía idea: arrojando sobre el diálogo un desconcierto alegre y displicente...
[...]
¿deveras?: con un mohín de animal lujoso, sospechando algún otro nivel de intención en mi discurso, o quizás la puesta en marcha de una maquinaria metaforizante, relativista, abierta e implacable... (pp 47-48).

Él pone en marcha la maquinaria metaforizante e implacable del creador, el que, en el siguiente párrafo, se sentirá y se verá físicamente similar a su protagonista, y hasta con su profesión. Destaco el diálogo mental del narrador con su personaje, y el deseo que le inspira:
como Astolfo, igualito que Astolfo, el héroe de Orlando furioso: rascándome la barriga y cayendo de pronto en la postura bondadosa, instructiva, levemente protectora y didáctica a que me inclinan mis 20 años de profesor universitario [...] así como mi futuro protagonista quiere experimentarte a ti, contigo, es decir gozarte y sufrirte, o mejor derrocharse en ti, contigo, mirándola al mismo tiempo como si fuera materia involuntaria, pulpa de vida y alimento para los ojos, mirándola como la miraría mi protagonista: total, el destino de un cuerpo es otro cuerpo, como dice un verso de Salinas: aunque esto fue poco más tarde... (p 48).

Ya sabe cómo el profesor se derrochará en ella, porque Diana: como si fuera materia involuntaria, es producto de su fantasía y la construye para su protagonista. El último enunciado: aunque esto fue poco más tarde, lo escribe todavía como proyecto futuro en la siguiente cita, y lo marca el tiempo verbal utilizado. El narrador novelista aún ensaya cómo lo describirá y en qué lugar se situará, como el voyeur que todo escritor alimenta con sus escenas eróticas. Lo importante del próximo párrafo es que convierte a Diana en una exhibicionista virtual porque ella sabe que es un personaje que está siendo manejada por el narrador, y llega a obtener placer de ese acto de contemplación por parte de su creador:
porque nos sentaremos a cierta distancia uno del otro en el departamento de (Diana) y mi protagonista la mirará largo rato para placer de ella, y yo los miraré a ambos, también para placer de ella, y finalmente él le tenderá la mano y acariciará el rostro encendido, y cuando sus dedos exploren los labios de (Diana) los besará una y otra vez, él besándola, sus dedos recorriendo los párpados, la boca, el cuello, el lóbulo de las orejas; ambos de pie recargados contra una pared y yo mirándolos, ella desnuda, anhelando ser perfecta, y si no lo es que él cierre los ojos, la excitación escapándosele, (casi) llorando y apretándose contra él, tanto para esconder su propia desnudez como para sentir su contacto, la lluvia de sus barbas; mi protagonista amando su cuerpo, sus largos huesos de lebrel, sus pequeñas imperfecciones, yo como un obstáculo entre ellos, como la espada que Tristán e Isolda, [...] (p 51).
[...]
pero por lo pronto caminan por la avenida 5 de Mayo en busca de una cafetería, un bar o un restorán [...] (p 53).

Es una escena a escribirse en el futuro por el enunciado: anhelando ser perfecta, y si no lo es que él cierre los ojos; el narrador novelista describiría a Reyes Moctezuma de esa manera si acaso construyera a Diana con pequeñas imperfecciones. El narrador novelista como la espada que Trsitán e Isolda colocaban entre sus cuerpos: dormían juntos, a la vez que separados; y él inventó esa situación para ellos.
El narrador novelista mira, de esa contemplación deberá nacer la escena de amor entre los amantes; mas no aparece en el resto de la novela (debo recordar que todavía no la escribe). Y la más clara constatación de que es un proyecto para desarrollarse después se lee en las últimas dos líneas: pero por lo pronto caminan por la avenida 5 de Mayo; sí, todo lo anterior fue el trabajo del novelista que ha ejecutado las acciones contemplativas, activas y productivas (obviamente productivas en su proyecto; pero, de cualquier modo, ya quedó escrito). Con su excedente de visión trató de completar el horizonte de los contemplados, porque solamente él, como autor pudo realizar esos actos internos y externos. Puso en marcha la actividad estética cuando regresa a sí mismo, a la escena de sus personajes que caminan por determinada calle del centro de la ciudad.
Dije que sólo en el episodio con Diana muestra el narrador claramente, y en secuencia, ese inicio de la actividad estética que es “sentir” la vivencia del otro. En los próximos dos ejemplos, con la esposa de su protagonista, sí principia como si fuera a imaginar la misma escena; sin embargo, su propio deseo desvía el objetivo, no hace suya a la mujer para poder describirla después; él sabe que no le pertenece:
[...] el mismo refrigerador, el mismo calentador y los mismos relojes que ayer rimaban su actividad con el fuego de la chimenea y la conversación de mi protagonista conmigo y con mi grabadora, el niño correteando por allí, a veces atento al diálogo, su (perturbadora y bella) esposa en la cocina, yo mirándola con avaricia, bien dice el Códice florentino que fornica con la mirada el que fija la vista, el que mira mucho las formas de la mujer ajena... (p 55).

o en casa de mi protagonista, sentados uno junto al otro, como en el avión que nos llevó a los Ángeles, sólo que yo mirando a su esposa como él miraba a las azafatas vestidas e colegialas irreales, efímeras o más bien ilusorias, como si fuesen a desvanecerse si se atreviera a acariciarlas... (70).

El narrador novelista continúa mirando, pero más para su placer que para escribir. Aunque está consciente que él la ha inventado, que es producto de su fantasía, la esposa del profesor no es suya; así lo metaforiza con la imagen de las azafatas: más bien ilusorias, como si fuesen a desvanecerse si se atreviera a acariciarlas.
Y es el mismo deseo por Claudia: mirarla, sin atreverse a intimar, con acciones hipócritas y masoquistas:
mi protagonista llamando a Don Jacinto, uno de los veladores, haciendo chistes, despidiéndose...
yo besando a (Claudia) tiernamente en la mejilla, con ganas de arrojarme en su cuerpo...
mirándola alejarse: ¿quién dijo que mirar es un acto sádico?... (p 183).

Con Sol no leo algún párrafo donde se involucre como narrador novelista–personaje.
En cambio, son con Mararía los ejemplos más asiduos de su interacción como creador; en el primero de los tres siguientes señalo las palabras: acontecimiento previsto, porque él hace que su protagonista la elija, él lo previó así, y así sucederá aun con las deliciosas incertidumbres y contingencias que reserva para ambos:
[...] (Mararía), convirtiéndose en algo definitivo dentro de la serie amorosa porque mi protagonista la aísla del grupo adonde aparece por primera vez, porque la elige, acontecimiento previsto de deliciosas incertidumbres y contingencias...

(Mararía) elegida, es cierto, pero también es cierto que era elegida porque era eminentemente sustituible...

y en tanto que elegida, comprometida a responder de inmediato al deseo que ha suscitado, mi protagonista de pronto envidiando mi posición, consciente de que yo empiezo a vivir esta relación sin ninguna responsabilidad, con ganas de situarse más bien del lado de la víctima obligada a soportar la pasión del otro...
[...] sin saber que a partir de ahora será objeto de un exceso de atenciones haga lo que haga, y sobre todo, aunque no haga absolutamente nada, aunque haga lo que no haga... (pp 133-134).

Mararía (como cada otra) fue elegida primero por el narrador novelista, y puede sustituirla cuando le plazca. Él, en nombre de ella, adquiere el compromiso de responder al deseo que ha suscitado. Se ha desprendido otra doble puesta en abismo: el narrador, como novelista, va a escribir una novela acerca del Templo Mayor, ha inventado a un protagonista que lo asesora, lo acompaña y lo escucha; pero, también ha construido a esas mujeres alrededor de él, y, como personaje, interactúa tanto con el profesor, como con ellas; sin embargo, ahora también lo hace como el creador de la novela, todos lo saben y lo aceptan sin anuncio y “con naturalidad”. El protagonista envidia la posición de su creador, lo sabe manejando los hilos de las actuaciones de sus personajes; hasta querría que le cambiara su papel; confía en él, y lo cree inmune a sus personajes femeninos (como si por ser el novelista estuviera exento de sentir pasión); el arqueólogo desconoce lo que sucede dentro del narrador al describir a la chica:
luego la ferocidad de su boca abierta y los senos increíbles bajo la blusa, increíbles porque sólo los hay aproximadamente iguales en mis sueños de novelista, mórbidos de verdad, y por lo tanto inhallables en la pintura, ni en Rubens ni en Tintoreto ni en Coen o Watteau o Velásquez o Toledo o El Greco, y blandos y firmes de verdad, por eso tampoco semejantes a los de ninguna escultura, y vivos y reales y jóvenes y por eso inigualables, [...] (p 135).

Pareciera que el novelista sí está ejecutando, a la vista del lector, ese primer momento de la actividad estética: vivir (ver y conocer) aquello que está viviendo el otro, para luego concluirlo en la escritura. No, el narrador novelista lo hace para su propio placer, querría desplazar a su protagonista en su relación con Mararía. Dedica cinco páginas (de la 135 a la 139) de conversación con ella para tratar de convencerla, y durante esa charla actúa como él mismo; lo compruebo porque el profesor habla de Rilke con cada chica; y el narrador menciona a poetas como Francisco Hernández, Daniel Leyva, Paul Valéry, y Gonzalo Rojas; el protagonista muestra con claridad sus intenciones; y el narrador es un novelista que quiere seducir con palabras veladas, e igual que con Claudia, con actitudes que encubren su anhelo:
porque a veces la besaba en la boca, al despedirme, nunca deliberadamente, siempre hablando, siempre mirándola con deseo e insatisfacción, la lluvia cayendo pertinaz, perturbadora, insolente, brutal, desafiante...
porque toda conversación no es otra cosa que el resultado de una subconversación: y decía ella: de modo que lo que tú quieres decirme en realidad es que si me acuesto con él por qué no me acuesto contigo ¿no es cierto?...
no, lo que yo dije es que Valéry escribió que un acuerdo era el encuentro de dos segundas intenciones, eso en primer lugar, y luego te pregunté si no te molestaba que mi protagonista te compartiera con otras mujeres... (p 136).
La última línea demuestra esa concurrencia de interlocutores en un texto que se está generando a la vista no nada más del lector, también a la de los personajes; como si fuera una especie de proto–escritura; digo “especie de” porque no es tanto una escritura anterior a la escritura, sino paralela, pues se despliega al mismo tiempo.
El contexto del siguiente párrafo (último del episodio con Mararía) es que no la convenció de algo, a ella no le importa que su amante la comparta con otras mujeres, y por fin la deja frente a su departamento. Ya solo, reflexiona en el eterno cuestionamiento de la “normalidad”, o no, de obedecer al instinto sexual que no discrimina destinatarias: simplemente elige, y se apresta al intento de seducción:
me quedé ahí estacionado afuera de su casa, como esperando que amainara la lluvia, preguntándome si era normal o no esa expectativa permanente de encontrar nuevas destinatarias, esa necesidad (casi) histérica de dirigir una demanda–oferta de un placer narcisista y sexual, de un placer que concernía al cuerpo y a los pensamientos mediante los cuales quería establecer mis nuevas relaciones, poniendo el seguro de la portezuela por la que (Mararía) había desaparecido y mirando de reojo el portafolios lleno de dólares en el asiento de atrás... (p 139).

No llega a alguna respuesta lógica, y de inmediato regresa a su misión como narrador–personaje. Pareciera que ha dado por finalizada esa intención de involucrarse con sus personajes femeninos; sin embargo, ahí no terminan sus tribulaciones acerca de la escritura de su proyecto con las mujeres que construyó para su protagonista; setenta páginas después ha llegado él a una ¿conclusión?:
podríamos entonces hablar de cuatro centros o de cuatro figuras: Sol, Diana, Claudia y Mararía, ya sin esos paréntesis que imponían silencio a mis dudas, haciéndolas aparecer con toda su inquietante incertidumbre, pues realmente no sé, en lo que se refiere a sus posibilidades de amor, de goce, del placer que ellas pueden dar o que yo pueda darles o que mi protagonista indudablemente les da, lo que efectivamente puedan sentir en la privacidad de sus sentimientos y de sus cuerpos, especialmente porque sería incapaz de recurrir a cualquier prueba objetiva, observable o manifiesta de mis sentimientos... (p 208)
Ha individualizado a las mujeres al suprimir los paréntesis, ya no son sustituibles o intercambiables, son cuatro figuras cada una centrada en sí misma. En esa concesión de libertad se desprende otro nivel de realidad: él es el narrador que escribe la novela, pero no tiene más acceso a los sentimientos de las cuatro mujeres en lo que se refiere a él, como hombre, tratando de relacionarse con ellas: porque sería incapaz de recurrir a cualquier prueba objetiva, observable o manifiesta de mis sentimientos; sin embargo, como narrador novelista sí ha comprobado que él inventó a todos sus personajes y conoce el más íntimo de sus pensamientos y sentimientos: amor, gozo y placer que mi protagonista indudablemente les da.
Dice Calvino, en la última de sus Seis propuestas... dedicada al arte de comenzar y acabar una obra de arte, que el principio es ese instante de distanciamiento de la multiplicidad de las posibles historias para apartar aquélla que se ha decidido contar. El narrador novelista de Fantasmas aztecas aísla una: mi nueva novela trata de la extracción, digámoslo así, del Templo Mayor, entre otras develaciones, radiestesias, desenmascaramientos, también ¿por qué no? desnudamientos que nos han conducido hasta ahora... (p 16). La historia del Templo Mayor es el pretexto para develar, desenmascarar y desnudar otras paralelas; y en el intento por desarrollarlas es cuando de repente le asaltan dudas acerca de la continuación o inclusión de determinados personajes: cómo hacer creer que alrededor de la palanca de velocidades brotan sacerdotes [...] (p 10); no se contesta cómo lo haría, simplemente describe qué o quiénes aparecen desde las distintas partes del minitaxi; los ejemplos fueron analizados en el subcapítulo IV. b, así como las siguientes preguntas: ¿una narración no puede prescindir nunca del héroe? ¿dónde está el mundo, sino roído por el personaje? ¿cómo aparece representado, sino contaminado por él? (pp 184-185). O esta tribulación acerca del otro papel que le construye a su protagonista: de pronto no sé qué hacer con su tartamudez, dónde dejarla, [...] cómo retrotraerme hasta el fin de su infancia, [...] (pp 84-85). En este caso, ya señalé en el subcapítulo IV. b cómo trata de solucionar (modificar) el problema fonético del profesor Reyes Moctezuma.
Calvino también habla del mundo que se deja atrás cuando se emprende la tarea de escribir una novela:
El principio es también la entrada en un mundo completamente distinto: un mundo verbal. Fuera, antes del principio, existe, o se supone que existe, un mundo completamente distinto, el mundo no escrito, el mundo vivido o vivible. Pasado ese umbral se entra en otro mundo, que con aquél puede entablar relaciones que se deciden en cada ocasión, o ninguna relación (Calvino: op. cit. p 126).

El narrador novelista está consciente de que el mundo real se vive fuera del pequeño auto de alquiler:
o la sensación en medio de la ciudad atrofiada, en la soledad del minitaxi, en aquel coche minúsculo y aislante, de que toda la vida posible, con sus temblores, sus humedades, sus transparencias, sus matices, con la realidad de todas las mujeres, los amigos, los lugares preferidos, las comidas favoritas y todas las luces, todos los libros, el teatro, el cine y todos los ruidos del mundo desarrollándose lejos de mí y del silencio que me envolvía...
en mi memoria bullendo cosas atropelladamente, la ciudad inmóvil, plomiza, los coches detenidos en un paréntesis (casi) mortal, deseable, irremediable... (p 204).

A su ciudad, tantas veces amada y gozable, ahora la ve atrofiada e inmóvil a pesar de todo lo atractivo que posee; o quizá por eso quiere considerarla así, porque él, como los autos, hace un paréntesis dentro del cual vivirá otros mundos para escribir su novela. Lo envuelve el silencio (ha dejado del otro lado el ruido de afuera) y en su memoria bullen cosas precipitadamente: temas acerca de la vida y de la muerte; personajes femeninos deseables; y otros con un destino irremediable que sólo él podría modificar.
Sí, el narrador novelista conoce su aislada “realidad”, él eligió ese reducido espacio mental para, desde ahí, construir “otras realidades”; sin embargo, leo en la siguiente cita que en algún momento se queja de su auto-reclusión y mezcla una ficción con otra; reflexiona como el creador de la novela y, a la vez, se identifica con un mono enjaulado que vive en el mismo edificio que uno de sus personajes, compara con él cada sentimiento de frustración por el apartamiento, cada sensación de abandono y añoranza por el espacio donde generalmente habitan:
yo encerrado en el minitaxi como el orangután en la tienda de animales bajo el departamento de (Sol), marginado como él, sin que nadie de los que me miran distraídamente pueda alcanzar a centrarme, a devolverme a mi verdadero ambiente, abatido aquí a merced del tránsito, aislado totalmente de los demás, todas mis reacciones cambiadas, reemplazadas por una espera apacible e interminable, sin nada aparte de mi propio letargo u ocasionalmente alguna actividad, movimientos que son acciones marginadas sin fin, dependiente y aislado a tal grado que todo lo que sucediera a mi alrededor resultaría insignificante, adoptando entonces una espesa indiferencia [...] (p 171).

Todo aquello que bullía en su mente se ha aquietado; pero las últimas dos líneas me ofrecen una respuesta a por qué afirma que sus reacciones se han invertido en un intermedio inacabable: se condolió por la incomunicación, mas era necesaria para poder continuar con la escritura; por eso se convence que el “mundo de afuera” resultaría insignificante y admite la indiferencia ante su entorno; una espesa indiferencia, o sea “casi resistente” a las tentaciones que lo distrajeran de su objetivo; digo “casi resistente”, porque seguirá insertando cortas acotaciones provenientes de sus reflexiones: yo en el minitaxi que se dirige (porque toda mi vida se dirige) (p 99); espacio deslumbrante adonde se podía (y quizás se puede) efectuar el tránsito del mundo profano al mundo sagrado... (p 101); los casaban (por así decirlo) con cuatro mujeres, [...] (p 161).
He señalado que en varios párrafos se describe el narrador novelista en casa del profesor o en el apartamento de alguna de las chicas, y que, mientras mira una botella o un vaso con cerveza, medita en probables pasos para el desarrollo de su novela; en este próximo dice directamente al lector cómo va a construir la juventud de su protagonista: y yo con una botella y un vaso en las manos mírenme allí pensando ahora en 1958, en un grupo de jóvenes sentados alrededor de una mesa de la Facultad de Filosofía y Letras, en la Ciudad Universitaria, [...] (p 126); ahí dice que piensa; y en el siguiente, utiliza tres sinónimos del resultado de sus pensamientos cuando ya debe convertirlo en palabras: armar en la cabeza, imaginar e inventar:
el exceso de espuma deslizándose lentamente por las paredes del vaso, derramándose, fragmentándose en montones de burbujas aglutinadas, mientras trataba de armar en mi cabeza el reencuentro de mi protagonista con su novia de antaño [...] imaginando, inventando más bien al adolescente militante de las Juventudes Comunistas ... (p 204).

En el ejemplo que sigue, a la hora de transcribir sus ideas, recobra doblemente el pensamiento que dio origen a una imagen que incluirá en la escena con los traficantes de piezas arqueológicas:
y (casi) podía verlos otra vez con sus camisas de colores brillantes y agresivos, tranquilos, lúgubres, nostálgicos, fuera del tiempo y desdeñosos allí, en las orillas de este episodio... (p 16).

En otra transcripción de las notas de su cuaderno, con diferencia de más de cien páginas, primero se leen meros esbozos de una escena que, luego, con su discurso de narrador, llega a ser parte del proyecto y, después, cómo lo hace decir a su protagonista con ese otro discurso repetitivo, jocoso y exagerado:
[...] esposados como estábamos, y necesitábamos cierta seguridad, sí allí estaba, ya no estaba, sí, era mexicano y nos identificaba, saludaba o felicitaba, o no, había desaparecido y pasarían las horas y seguiríamos allí esposados, agitados y sudorosos, uno o dos días con sus noches, mañana también, después de pasado mañana, después de después todavía esposados, todo se entendería alguna vez después de después, [...] (pp 118-119).

[...] obligándolos a descender y empujándolos (con brusquedad) para que abrieran las piernas y quedaran arqueadas, inmóviles sobre los coches, palpándoles el cuerpo y humillándolos con esas tentativas de intrusión bajo la vigilancia de un gringo enorme de cara colorada (congestionada), altanera... (p 11).

todo un científico ahí sobaqueado ¿verdad?
agarraron y a cada uno, bueno, a todos sin excepción, nos abrieron las piernas, y entonces yo dije hum, hasta piquete de fundillo nos va a tocar aquí, pues qué es esto, y agárrate que no sé qué, y pues ya estoy maestro: según improvisa después para diversión de sus amigas; nada menos que el Director de Monumentos Prehispánicos y Presidente del Consejo de Arqueología con las patas abiertas en canal ¿verdad? los negros gozando el espectáculo... (pp 15-16).

En esos tres párrafos no se conjuntan los segmentos textuales que, en el trabajo de otros escritores –aun de él mismo–, están ligados tanto al habla del narrador, como al del personaje; el narrador novelista separa la instancia de la información semántica, de la función estética del texto.
En diferente momento, en que el narrador reflexiona como cualquier ser humano escritor, exterioriza tres actitudes por las que transita en los momentos de duermevela cuando todo se posibilita en la mente o, por el contrario, se dificulta su conclusión. En sus noctámbulas meditaciones o se agita desvelado, o se deja vencer por su pasado, o lo relega; pera que, de todos modos se inmiscuya en su proyecto:
yo me derrumbo sobre mi pasado, o margino el pasado y veo con mi mujer alguna vieja película en la videocasetera, viendo crecer ante mis ojos figuras provocativas que luego poblarán mis libros, o me revuelvo insomne, toda la noche hago la noche, toda la noche escribo, palabra por palabra yo escribo la noche (Alejandra Pizarnik)... (p 17).

En palabras de la poeta argentina me dice: que su tribulación se aquieta cuando escribe durante toda la noche; que ya no se revolverá insomne porque tiene una tarea que cumplir; y que igual puede hablar de su pasado, o excluirlo, porque lo importante es que aprovecha la noche para escribir.
Como narrador novelista dijo una vez que gracias a la magia que encierra en el minitaxi puede “ver” todo cuanto desea incluir en su novela; pero, cuando transcribe sus tribulaciones como autor, leo que ha encontrado otro espacio físico y, sobre todo, uno mental. El contexto del párrafo es que él, con su protagonista, y los asistentes, habían estado esperando el atardecer; y luego que los otros se marchan:
las ruinas iluminadas por reflectores, más impresionantes que vistas de día, análogas a mi pasaje interior, y yo en mi libreta tratando de dar cuenta de la magia que ejerce sobre mí este espacio mágico, magia hecha de desorientación, de coincidencias, de casualidades objetivas y de encantos, a través de los cuales resulta fácil adormecerse...
¿o enloquecer?... (p 185).

Ahora ha llegado la noche, se muda la visión del paisaje natural hacia la de la luz artificial que, sin embargo, lo influencia y encanta. Al analogar ese otro aspecto de las ruinas con su propio paisaje interior, considera que él posee mayor luminiscencia dentro de sí, por eso se queda solo, para escribir, para tratar de extraer el hechizo que lo envuelve, el que emana de esas ruinas y de la historia: una magia visual y mental que él reconoce y asume desde su ser lógico, mas vulnerable al influjo del entorno. Todo ello es capaz llevar a cualquiera (no conjuga el verbo) a dos acciones opuestas, una anunciada como afirmación: adormecerse; la otra, con la eterna “o” alternativa, y como interrogación: ¿o enloquecer?
El narrador novelista dijo que su novela trataría del Templo Mayor, y que estaba deseoso de dominar e interpretar el espacio sagrado e inmutable de los aztecas; en esa reflexión se refiere al Templo Mayor como espacio mágico también en el presente, y como traspasador de sortilegios que tienen cabida en su sensibilidad, encantos que lo enfrentan a “realidades” que su oficio debe admitir.
Y una de esas realidades se presenta en forma de análisis o crítica por parte de investigadores literarios, quienes pueden emitir resultados a partir de: criterios relativos; o de juicios de valor hacia un tema y no a la obra completa; o de lecturas serias basadas en el conocimiento tanto del autor, como del entorno literario de la época; o de interpretaciones manipuladas con la descontextualización; o de irregularidades estructurales; etcétera. El narrador habla de cierto tipo de especialistas ya en el cuarto párrafo del inicio (por única vez):
mi madre golpeando las paredes de su cuarto en un hospital indecible, investigadores febriles trabajando día y noche buscando mi condenación con dedos negros, las palabras de la novela que trato de escribir golpeándome con la parsimonia de quien clavara un ataúd, y el absurdo de mis libros anteriores, de cada resquicio quejas, zonas de silencio leproso, palabras de hombre perdido en la ciudad ocupada, la muerte cantando junto a sus páginas, y yo desviándome hacia un nuevo texto, en minitaxi hacia mi nueva novela... (pp 9-10).

Los lleva a su ficción de novelista cuando empieza con un enunciado que podría ser uno de los temas a elegir. Asevera que los críticos han intentado condenarlo, y pareciera que no han sido objetivos; sin embargo, luego, él mismo califica de “absurdos” a sus libros anteriores. Así acota que éste es un trabajo incipiente, lento; y el lector debe preparar su competencia para comprender el proceso. Con el verbo “golpear” fabrica dos imágenes: mi madre golpeando las paredes de su cuarto; y: las palabras [...] golpeándome con la parsimonia de quien clavara un ataúd; una real que la mujer ejecuta con las manos, quizá con desesperación; la otra, metafórica que pudiera referirse a la morosidad de los extraños, de los encargados en sellar un féretro, y que así será su propia labor: gradual y segura. Ese ataúd puede contener todo su quehacer anterior porque comienza uno nuevo con otras palabras, porque toda palabra es ajena e independiente hasta que alguien (en este caso el narrador novelista) se apropia de ella y le da sentido con la unión de otras. Leo un discurso atormentado por el proyecto presente aún en ciernes; él todavía debe habilitar su entorno, decidir si escucha el canto de la muerte para construir otro probable tema acerca de ella; y termina con la mención de ese pequeño espacio que eligió como axis mundi durante la creación de su nueva novela.
De la siguiente extensa cita obvio el primer párrafo porque lo analicé en el apartado “Un minitaxi” dentro del subcapítulo III.c. Lo que señalo es la palabra “frase” que se repite siete veces más en los siguientes párrafos y que es la respuesta a una pregunta no planteada de una alternativa:
entonces posiblemente otra combinación, otro elemento del pequeño minitaxi que evoque o lleve a recordar una batalla, partir de un ruido o hacer una transición a partir de una frase o un color que se cruce hasta coincidir con las cotas de malla que usaban al principio los conquistadores...
o una larga frase, una sucesión de palabras que alcanzara la batalla y buscara fisuras [...]
o el grito de guerra de los aztecas repetido una y otra vez para turbar al enemigo, México, México, México, y para calar aún más, la misma frase ingresaría entre los castellanos, voto a, obstinados y fieros después de largos días de combate, germinando, la frase, a través de rápidos episodios de violencia, [...]
la frase sin hacer más retórica [...]
la frase recogiéndose, prudente ante la imprudencia [...]
la frase haciendo un vacío para dejar lugar a la acción de Cortés que preguntó si estaban ahí los señores que podrían entenderse con él, los señores de México...
la misma frase reabsorbiéndose, dejando lugar al grito desafiante de guerra México, México, México, para terminar insultando al conquistador y advirtiéndole que todos aquellos hombres que miraba hasta donde alcanzaba su vista, eran los señores de México... (pp 61-62).

Empezó con la observación y la atención auditiva de lo que pudiera relacionar con el coche de alquiler y le sirva a su propósito de escritura; pero cuando dice la palabra “frase” se disparan sus ideas, y elige una con un nombre repetido tres veces. Ya no retoma esa escena en alguna parte de la novela como ha hecho con otras que desarrolla después del esbozo; aquí quedó el proyecto, y así lo deja aunque el mismo narrador, en el tercer párrafo, emplea el condicional “ingresaría” y anuncia cómo tendría que narrarlo: a través de rápidos episodios de violencia. La frase de los guerreros aztecas, además de representativa, triplica su agradable fonética y los estimula a proseguir con mayor ímpetu. El narrador novelista se solidariza con sus antepasados y resta imaginación a los soldados españoles cuando ellos quieren contestar con otro grito de guerra; pero esa frase castiza: voto a, se usa como imprecación en el habla cotidiana; la imagino (y escucho) en un campo de batalla, en contraposición a la guerrera de los aztecas, y no puedo dejar de sonreír por ese consciente deslizamiento sarcástico en contra de los invasores.
El siguiente ejemplo ya es una acotación mía porque no se relaciona con alguna duda, sino con otro grito de guerra, el de Reyes Moctezuma, propio de su faceta de seductor: pero en el avión, mi protagonista con su cabeza donjuanesca, es decir libertina, disoluta, scellerata, con su grito de guerra ¡vivan las azafatas!... (p 96).
Para presentar dos preguntas que (se)plantea el narrador novelista; primero debo citar cuando construye la infancia de su protagonista, y lo lleva a vivir durante algunos meses en casa del abuelo embajador, quien va a ser el culpable de la tartamudez del chico a causa de la disciplina dictatorial a la que lo somete:
[...] mi protagonista reducido a una especie de autómata moral, hablador moral y experimentador moral, que haría sólo lo permitido cuando fuera correcto hacerlo, su abuelo presionándolo para que sintiera lo que debía sentir, para que se vistiera y moviera de manera particulares, para que emitiera las palabras correctas y experimentara unas cuantas cosas determinadas y precisas... (p 43).

En realidad el “culpable” es el propio narrador novelista: que haría sólo lo permitido; pues es el que otorga ese papel al abuelo. Sin embargo, tuvo una razón poderosa: dejarlo en libertad después, cuando el narrador esboza alguna escena y, luego, el protagonista la cuenta a sus asistentes haciendo sombra sobre las argumentaciones, extenuándose o suprimiendo intervalos lógicos, apresurando y monologando a despecho de cualquier orden, sin tamizar, disgregándose como a la búsqueda de dificultades discursivas [...] (p 168). Por supuesto que siempre “de la mano” con su creador; sin embargo, al final de la novela, pareciera que el narrador novelista lo ha soltado completamente y le causa tristeza cierta falta de sagacidad en la actuación del profesor:
¿es que mi protagonista no había intuido que estas mujeres iban a amarlo con pasión y voluptuosidad?, ¿que él sería para ellas ese otro indispensable cuya ausencia sería fuente de sufrimiento, su abandono fuente de muerte y su presencia fuente de una alegría sin límites?... (p 206).

Se adhiere con los sentimientos de las cuatro mujeres abandonadas, se conduele por la poca visión del amante al desarrollar su papel; pero no hace algo para remediarlo (como cuando sí regresa a la infancia de su protagonista para erradicar su tartamudez) porque así inventó ese tema con sus personajes; todos deben cumplir con la ficción proyectada. Él deja escrita su congoja, mas la aceptación le llega tres párrafos después: fueron elegidas por presentar una característica determinada, sin la cual no hubieran podido desempeñar su papel: aceptar responder inmediatamente al deseo que habían suscitado... (p 207).
Noé Jitrik, en su ensayo “Destrucción y formas en las narraciones”, analiza y describe el proceso de cambio en la narrativa de la literatura latinoamericana contemporánea; del narrador dice que: es un “elemento” que toma forma a partir de una mirada ordenadora que, a su vez, se sitúa en una perspectiva; consecuentemente, se reordena el tiempo y el espacio, categorías primarias de toda perspectiva (Jitrik: op. cit. p 234).
Esto se traduce también como modificaciones o transformaciones en la presentación del material pero, en general, se reproduce una organización pensada.
En Fantasmas aztecas esa re–ordenación, entre otras ya señaladas, puede consistir en lo que hace el narrador novelista: yo ahora pensando en un capítulo, en unas páginas adonde las voces crucen, se inscriban, se escuchen, se entrecrucen, se esfumen, reaparezcan, inclusive sin que se sepa quién habla,[...] (p 126). En una de las más hondas tribulaciones del narrador novelista pareciera que no quiere reordenar ni reproducir organizaciones; en el inicio de ese párrafo se lee su pesadumbre respecto a lo que ha escrito hasta ese momento:
pero escribir esto me descorazona y angustia: página tras página voy perdiendo seguridad y ganando un horror (casi) físico a la continuidad, a las causas y sus efectos, a la coherencia, pero acepto perseverar aunque sea en desorden, fiel a pasiones y órdenes desconocidas... (p 73).

Su malestar es inclusive físico, pero lo minimiza con el adverbio entre paréntesis. Dice que le horroriza la continuidad y la coherencia de lo que lleva en su cuaderno; esa aseveración puede ser desmentida con las anteriores sesenta y cuatro páginas (o después desacomodó sus notas cuando acepta perseverar aunque sea en desorden). Yo leo como que deja un poco en el misterio la respuesta al porqué decide proseguir, que la perseverancia y la fidelidad a pasiones y acatamientos “desconocidos” son el efecto de su disciplina como escritor, a su lealtad hacia el texto empezado, y a su querencia por la escritura; avala mi lectura otra vaga afirmación: hojeando mi libreta luego de transcribir innumerables notas, dejándome llevar por cierta oscura complacencia, incluso dirían romántica, [...] (p 182); y aquí ya habla de la interpretación a esa actitud por parte de “omitidos quienes”.
Para presentar una probable respuesta al citado párrafo anterior preciso mencionar a Mircea Eliade; en el capítulo I de su libro Lo sagrado y lo profano estudia la diferencia del espacio en la visión del hombre religioso y en la del hombre profano; para el primero el espacio no es homogéneo, presenta roturas y escisiones; para el segundo, es homogéneo y neutro, ninguna ruptura diferencia cualitativamente las diversas partes de su masa. En la extensión homogénea e infinita no existe la probabilidad de encontrar una demarcación, no se puede ejecutar alguna orientación; entonces, si se manifiesta la hierofanía* (algo sagrado se muestra), ésta permite: el descubrimiento o la revelación de un espacio sagrado, la obtención de un punto fijo, la orientación en la homogeneidad caótica y, la fundación del mundo para vivir realmente. La experiencia profana conserva la homogeneidad, por lo tanto, subsiste la relatividad del espacio, desaparece la orientación verdadera y el “punto fijo” no goza más de un estatuto ontológico único: aparece y desaparece según las necesidades cotidianas. Conclusión para el hombre religioso: si quiere vivir en el mundo hay que fundarlo, ningún mundo puede nacer en el “caos” de la homogeneidad y de la relatividad del espacio profano. El descubrimiento obtiene un valor existencial para el hombre religioso que le permite construir y, establecerse en el “Centro del Mundo” (cfr. Eliade: 1998, pp 21 a 23).
Casi al final del libro el narrador novelista principia un párrafo con una reflexión basada en el intertexto del estudio de Eliade. Cito juntos los siguientes tres ejemplos porque así fueron escritos; el resto del segundo ya fue analizado en páginas anteriores; y recorto el tercero por su larga extensión:
y lo peor es que nada podía comenzar, hacerse, sin una orientación previa, y toda orientación implica la adquisición de un punto fijo, ya que ningún mundo puede nacer en el caos de la homogeneidad y de la relatividad del espacio profano, por lo tanto, el descubrimiento de la afinidad de mi protagonista con cada una de sus mujeres equivale a la creación de un punto fijo, un centro...

podríamos entonces hablar de cuatro centros o de cuatro figuras: Sol, Diana, Claudia y Mararía, ya sin esos paréntesis que imponían silencio a mis dudas, haciéndolas aparecer con toda su inquietante incertidumbre, , [...]

o de cuatro figuras alrededor de un centro; Claudia dándose vuelta en la cama para quedar junto a él, [...] Sol perdiéndose bajo sus enredadísimas barbas, [...] Diana y sus divertidos gemidos, [...] Mararía dulcemente tendida apenas respirando contra las puertas de la noche, [...] y la esposa mirrimiau, ciertamente de proporciones clásicas, [...] Su Ideal (el de mi protagonista): un modelo quincunce*... (pp 207-208).

El narrador novelista transforma esa experiencia del hombre religioso en su propia (y profana) aceptación acerca del punto de partida hacia cualquier acción; conjunta ambos segmentos textuales en función del objetivo para su novela: ya sin esos paréntesis que imponían silencio a mis dudas; no hay más demarcaciones, por eso el narrador puede manejar el descubrimiento de la afinidad de mi protagonista con cada una de sus mujeres.
En esa aceptación primero habla de cuatro centros (las cuatro amantes); pero luego agrega, en función de las cuatro figuras, orto centro, el necesario para aquella experiencia religiosa que representa la Cruz de Quetzalcóatl: aspira a que él mismo, y por ende su protagonista, logre el equilibrio entre los opuestos complementarios (las cinco mujeres); por eso decide que el Ideal de su protagonista es un modelo quincunce. Si para vivir en el Mundo es necesario fundarlo, sin que mundo alguno pueda nacer en el caos de la homogeneidad y de la relatividad del espacio profano en esta época posmoderna, Fantasmas aztecas, como obra de arte, también responde a la preparación, u orientación, de un referente "fijo" al (re)crear y refundar el mundo del protagonista.

Los siguientes siete ejemplos tienen a “la palabra” como manifestación del discurso autorreflexivo y tribulante del narrador novelista. Señalé que desde en el cuarto párrafo habla de ella: las palabras de la novela que trato de escribir golpeándome con la parsimonia de quien clavara un ataúd; aquí les otorga una acción motriz que sólo poseen los seres vivos; él otorga vida a las palabras que laten en su mente, las palabras ya activadas insisten en “salir”, en distinguirse, y en explicitar el carácter artístico que les confiere su organizador.
El contexto del próximo párrafo es la descripción de la lucha de los prisioneros elegidos para el sacrificio gladiatorio, a quienes se les entregaban armas de madera y trapo contra las de piedra, obsidiana y hueso de los jóvenes guerreros aztecas: mis armas valen menos que la madera y el trapo, ni siquiera se palpan e implican, en el mejor de los casos, negar, tergiversar, racionalizar, demostrar, prevenir, desplazar, reverter, disociar, aislar, idealizar, desrealizar, en fin, arte verbal... (p 18).
Si acaso al inicio pareciera que el narrador novelista minimiza el resultado del uso de “sus armas”, queda desdicho con la continuación. Sus pertrechos no dañan; los esgrime en infinitivo como si un modal implícito les antecediera (pueden, quieren, o saben). Entre todas las proposiciones verbales no hay alguna que signifique herir; por el contrario, pues aunque esas palabras aisladas tampoco representan divertimiento, él puede jugar con ellas. Esos verbos son suficientes para eslabonar todo cuanto quiere decir en su novela; pues ellos, a su vez, constituyen, designan, atribuyen, o remiten a otras funciones. Como dice él: en fin, arte verbal; el que puedo resumir como una codificación de la articulación simbólica que une al texto con la diestra adjudicación del sentido deseado.
La siguiente reflexión del narrador novelista se dirige a la no enunciación de las palabras que están a la espera de ser lanzadas al exterior de la mente:
el avance lento (en apariencia) pero seguro y ronroneador del avión, y la imperceptible rotación del cielo afuera, por encima de las nubes, por encima de las palabras no dichas, de esa zona del cerebro adonde se debaten lo innombrable y lo nombrado, blancos cúmulos deformándose como si estuvieran moldeando alguna gran figura, o construyendo algo, esculpiendo cualquier desatino [...] (p 98).

En las primeras dos y media líneas la ausencia del verbo no implica a una persona gramatical, es una mera descripción de lo que se escucha y se ve desde el avión; sin embargo, las considero una metáfora modelo de su actual tarea novelística, con una onomatopeya de las palabras que bullen dentro de sí: ronroneador. Aunque conoce normas y convencionalismos literarios, su quehacer está por encima de todo acatamiento. Da a las palabras no dichas el color blanco, no han adquirido aún el negro de la escrita con lápiz, pero están en el proceso de formación –a pesar de lo paradójico que suene con el gerundio deformándose–, y por la comparación metafórica con el pretérito imperfecto de subjuntivo: como si estuvieran; y las siente moldeando, construyendo figuras, y esculpiendo cualquier desatino que compruebe la técnica que eligió para fabricar su novela.
Leo una contrapartida del pulular de las palabras en su cerebro cuando anota que, en Los Ángeles, van en una camioneta a encontrarse con los traficantes de piezas, y el chofer no deja de hablar: y estas cosas nunca fallan (seguía con aire de estar dictando una novela policiaca), [...] las palabras inmóviles, enhiestas, apáticas, y el anuncio altísimo de Shell girando lentamente... (pp 112 y 113). El narrador novelista no encuentra trascendencia en las palabras del cómplice de los ladrones, las considera paralíticas, encuentra mayor movimiento (y sólo físico) en un anuncio giratorio que publicita un combustible.
El próximo ejemplo es una clarísima constatación de aquella famosa respuesta de Mallarmé al pintor Degas (cuando éste mostró al poeta sus poemas y comentó que no le faltaban ideas): La poesía no se hace con ideas, se hace con palabras. Tampoco al principio anuncia una persona gramatical; pero se sabe de inmediato que se refiere al proyecto del narrador novelista:
o tal vez no hay herencia cultural del mundo náhuatl, no hay avión, ni piezas prehispánicas robadas, ni traficantes, ni soldados en Chiapas, ni guerrilleros...
no hay camioneta ni crepúsculos...
sino palabras que hablan de nahuatlismos, aviones, zapotecas, arqueólogos, novelistas, coches, mujeres... (p 117).

Esa vocal y la frase conjuntiva de duda: o tal vez, parecen una de sus tantas alternativas de elección de temas, situaciones o personajes; pero no es así, el narrador sabe que en México vive la herencia cultural náhuatl; él habla desde su posición de escritor de una novela de la que ya tenía varias ideas, de la que está escribiendo con palabras que hablan precisamente de los temas y personajes ideados. Valoro esos tres cortos párrafos como de las más importantes en Fantasmas aztecas porque tanto significan un asesoramiento, como una confirmación de su manera de trabajar.
El narrador novelista ratifica su modus operandi en una escena con Mararía, en la que, entre otras palabras, trata de seducirla con una estrofa de un poema de Gonzalo Rojas. Y cuando ella aún no comprende y cuestiona extrañada: ¿que qué? él contesta: bueno, palabras de un poeta, palabras para representar que todos los hilos, los lazos que te unen con mi protagonista o conmigo son ante todo lazos verbales... (p 137). Porque de eso está hecho el episodio, de palabras que hablan de lazos sentimentales que él pretende lograr con uno de sus personajes femeninos. El narrador, como autor de su novela, reafirma un postulado de Bajtín: El autor introduce su lenguaje en la imagen del lenguaje ajeno sin violar la voluntad de ese lenguaje, su propia especificidad. (Bajtín: 1989, p 224).
También obtiene una categoría relevante la siguiente cita. En ésta ya se lee la primera persona, y una proliferación de verbos de movimiento que, de nuevo, metaforizan la dúctil condición de las palabras:
yo ahora pensando en un capítulo, en unas páginas adonde las voces crucen, se inscriban, se escuchen, se entrecrucen, se esfumen, reaparezcan, inclusive sin que se sepa quién habla, quién dice qué, en dónde se habla, sólo las voces, eso es todo...
ninguna imagen, sólo lenguaje... (p 126).

Parece que se refiere a incertidumbres, asombros, y enigmas que condensará en complicadas redes de artificios narrativos; y quizá lo hace, sin embargo, yo misma minimizo lo que escribo porque el texto me ofrece también las señales para el desciframiento de esas libertades metaficcionales que sólo evidencian lo que dice Barthes acerca del esfuerzo que implica atribuir una procedencia a ciertos enunciados en algunos textos: Cuanto más difícil es detectar el origen de la enunciación más plural es el texto (Barthes: 1980, p 33). Fantasmas aztecas ha dejado escuchar su pluralidad, su dialogismo. El narrador novelista concluye: ninguna imagen, sólo lenguaje, y con ello sigue mostrando su técnica de modelar la idea para que se codifique en voces, mas voces que luego estructurarán palabras que describirán imágenes. Esas frases me remiten a que el lenguaje por un lado, y el pensamiento por el otro, se deben conjuntar porque son elementos de un sistema comunicativo que va a fundamentar un determinado comportamiento verbal.
Deseo terminar la ejemplificación de las tribulaciones del narrador novelista con dos acotaciones incluidas en la penúltima página de la novela:
recomenzar, olvidar, no concluir nunca...
[...]
arrastrando como un fardo el cuidado de escribir este libro... (p 214).

Aún sin determinar a qué se refiere específicamente, primero leo el leit motif de Fantasmas aztecas: el eterno retorno.
Cada palabra escrita ha construido una historia en otros contextos (obras), en otros géneros discursivos, y trae consigo toda una historia material imposible de no reconocer y leer en Fantasmas aztecas. Emulo una de las técnicas del narrador novelista (la puesta en abismo o la caja china) y estimo que es una obra hecha que ha estado –y luego estará– en otros contextos literarios, en otros géneros discursivos porque abarca un sistema que está dentro de un grande sistema que es el sistema literario, el que, a su vez, proviene de un sistema mayor que es la lengua, mas sin que desaparezcan los elementos del texto, con otros textos, que lo componen. Sí, cambia la técnica constructiva, la dinámica, la relación, y hay mudanzas de temas y personajes; pero continúa el eterno diálogo con discursos anteriores.
El narrador inicia su novela dentro de un minitaxi que no puede proseguir hasta su destino, los fantasmas aztecas no dejarán descansar a Cortés, el protagonista acaricia un modelo quincunce como ideal para alimentar su apetito sexual y seguirá en su búsqueda, el narrador –como personaje– no cuenta el final de la misión en Los Ángeles, y el narrador –como novelista– no “concluye” su novela. Ha proyectado en su cuaderno demasiadas alternativas de temas y personajes; sin embargo, la novela ya fue escrita; así la recibe el lector y éste, con su competencia, debe decidir si aísla la concepción teórica (supuestamente en formación) que se acota en el texto, del carácter y expresiones artísticas verbales que, en paralelo, conceptualizan los metatextos; quizá sin una coherencia temporal, o sintáctica, tradicional; pero texturizados el ritmo y el foco de la narración.
Es por lo anterior que no atiendo demasiado a esa última tribulación: arrastrando como un fardo el cuidado de escribir este libro; porque yo, como lectora lenta y seria, quedo satisfecha con lo leído; con su arrullante destreza a la palabra logró que yo viera colores, escuchara sonidos, percibiera aromas –y olores–, acariciara pieles, y sintiera horror, pena, contento, y solidaridad. ¿No es lo anterior el objetivo de un escritor al permitir que su texto sea leído?
Él, como autor, es sincero al compartir conmigo su cansancio y la pesadez que sostiene. En algún momento reconsiderará su evaluación (o habrá reconsiderado), cuando deje descansar a su texto, cuando él mismo haya reposado y ese agotamiento se convierta en apreciación del valor estético que ha logrado con la escritura de su novela, y con el resultado de sus esmerados ejercicios de habilidad artística verbal.
Sus tribulaciones han sido verídicas; las palabras que hormigueaban en su mente no tuvieron existencia propia hasta que fueron nombradas y reinterpretadas en su esencia, la que partió del deseo de desarrollar su proyecto.









IV. f ¿Fusión del narrador novelista con sus personajes?



Cada texto ofrece sorpresas de diferente índole; la posición del autor frente a sus personajes representa uno de los elementos más vulnerables que surgen durante el análisis de una obra literaria. Conexión que todo investigador trata de resolver a partir del tono en el discurso imbuido en los personajes –aun en el narrador–; así como de espacios que habría abierto el autor y señales directas, o indirectas, que podrían sugerir con qué personaje comparte sus opiniones y con cuál discute.
Cuando Bajtín estudia la obra de Dostoievski introduce con una característica de la relación especial de un autor con las palabras de los personajes, y categoriza otro tipo de novela: la polifónica. En la novela monológica las "voces" de los personajes se someten a la conciencia del autor; en cambio, en la polifónica, ellas son independientes y equitativas. Entonces, el postulado de Bajtín vendría a afirmar que en algunos textos esas voces llevan una vida paralela e independiente con respecto a la voz del autor, que ninguna voz supera a las demás; por lo tanto, la voz del autor se ausenta y no expresa su acuerdo o desacuerdo frente a las opiniones de unos u otros personajes.
Cuando analicé uno de los caprichos del narrador novelista, fundamenté su actitud con otra de las premisas de Bajtín acerca del excedente de visión de cada autor que le permite realizar los actos de vivir aquello que está viviendo el otro, tanto para completarlo y llegar a una imagen conclusiva del mismo, como para realizar la función comunicativa en su totalidad; y que: La actividad estética propiamente dicha comienza cuando regresamos hacia nosotros mismos y a nuestro lugar fuera de la persona que sufre, cuando estructuramos y concluimos el material de la vivencia. (cfr. Bajtín: 1997, p 31).
En este último subcapítulo intentaré indagar si el narrador novelista “regresa a su lugar”, y si, con su excedente de visión, como principio creativo de los entes ficcionales, logra completar una imagen conclusiva de sus personajes.
En cuanto a si Fantasmas aztecas es, o no, una novela polifónica, mi respuesta llega a ser contradictoria, pues considero que lo sería cuando el narrador novelista finalizara la novela de la que ha estado anotando proyecto tras proyecto; sin embargo, ya fue escrita. Como la construye a la vista del lector, se leen sus intromisiones, su voz, y, en contadas ocasiones, las voces de sus personajes dependientes de la suya; digo “contadas” ya que algunos sí actúan al pie de la letra el papel que les ha sido asignado. ¿Será, entonces, una novela polifónica en vías de desarrollo? Porque, en realidad, el narrador transcribe su intromisión a manera de acotaciones como el novelista que es; porque ellas no densifican el relato; porque no se desdibujan los personajes –aunque se empeñe en decir que son creación suya– y, porque no “sienta cátedra” ética o ideológica; simplemente comparte su poética. El lector de Fantasmas aztecas no necesita descifrar los procedimientos del narrador novelista cuando está en desacuerdo con actitudes o palabras de sus personajes; él lo escribe porque interactúa con ellos como narrador personaje y como novelista, especialmente con su protagonista respecto a su vida, a su paso por la historia de la develación del Templo Mayor, y a su tránsito en la historia de la novela; y con Mararía por el deseo que también suscitó en él.
Si quiero buscar puntos coincidentes entre el narrador novelista y su protagonista sólo encuentro uno explícito en la novela:
o el hecho de que nacimos exactamente el mismo día, del mismo mes, del mismo año y a la misma hora, (casi) podría decirse que bajo un signo maléfico, y por lo tanto, propensos a actuar sólo en horas determinadas, o en fechas colocadas bajo constelaciones favorables... (p 27).

Él quiso inventar tal sincronía, y que la actuación bajo un signo maléfico sea el resultado de la guía del creador a su protagonista; ¿en horas determinadas? porque van juntos, trabajan juntos toda la noche (en las palabras que adopta de Alejandra Pizarnik); ¿bajo constelaciones favorables? las que él mismo fabrica durante la escritura.
La anterior ficcionada coincidencia es diferente a la docena de menciones donde proyecta y exterioriza lo que sucede en el minitaxi en el que viajo, donde muy bien podía pretender que viene él; el narrador inventó a otro narrador que es novelista y que sitúa en el coche de alquiler; y ése quiere que su protagonista “también” quede encerrado dentro del minitaxi: siempre con mi protagonista preso en el principio. O que sea el otro y no él: siempre a bordo del minitaxi (o donde sea) al encender mi protagonista su pipa / mi protagonista encerrado en el minitaxi. A veces, que sea alguno de los dos: mi protagonista o yo encerrados en el mismo paisaje urbano. O no especifica quién: siempre desde el minitaxi a punto de ponerse en marcha. O uno donde cede a su protagonista su lugar de novelista: la mitad de mi protagonista en Sevilla y la otra mitad de cabeza absolutamente en el minitaxi. Entre los ejemplos anteriores destaco el adverbio “siempre”, mismo que emplea en otros cuatro; lo señalo porque no cada vez dice que van juntos, o va uno solo; sin embargo, sí es el mismo minitaxi en el que “siempre” hace que se vean, y se sientan atrapados porque es en ese espacio donde se gesta su novela.
También leo unas tenues, implícitas y deliberadas coincidencias: comparten una ciudad, una historia y una cultura específicas, aun el gusto por una mujer.
En una sola ocasión el narrador novelista se compara con su protagonista; y es cuando escribe el otro papel que desea destinarle: que se convierta en un trasunto de Huitzilopochtli, y piensa en qué tipo de sacrificio sería el adecuado. Cuando decide que el sacrificio gladiatorio, y cómo se trata a los combatientes, interrumpe la descripción para autocompadecerse por una situación que él mismo eligió:
¿y mi sacrificio?...
¿no estoy inmovilizado ya en en este minitaxi? [...] (p 17).
Diferente nivel de realidad dentro de una ficción ya contenida en otra: la puesta en abismo inequívoca que prevalece en sus meditaciones y acotaciones.
Similar diferencia de nivel de realidad se lee en una comparación, pero a la inversa, que se presenta en un ejemplo que ya analicé en el subcapítulo anterior con diferente propósito: mi protagonista de pronto envidiando mi posición, consciente de que yo empiezo a vivir esta relación sin ninguna responsabilidad [...] (p 133). El narrador novelista se ha desfasado de su ser creador de esos personajes con un ya determinado destino a causa de sus actuaciones –también dirigidos–; quiere creer que en un momento el profesor prefiere mudar los papeles; o, quizás, que su protagonista sienta celos por la supuesta postura inmune que se ha destinado; digo “supuesta” porque Reyes Moctezuma no sabe que el otro también desea a Mararía.
Exactamente como ha estado escribiendo en su cuaderno el narrador novelista, así también ha construido la manera de hablar y de pensar de su protagonista:
haciendo sombra sobre las argumentaciones, extenuándose o suprimiendo intervalos lógicos, apresurando y monologando a despecho de cualquier orden, sin tamizar, disgregándose como a la búsqueda de dificultades discursivas, recapitulando como la serpiente que se muerde la cola, volviendo una y otra vez a los mismos episodios, las mismas sensaciones, las mismas noticias, el mismo minitaxi... (pp 168-169).

Destacan dos enunciados dentro de las dos últimas líneas: recapitulando como la serpiente que se muerde la cola; recurrencia explícita por tercera vez con su representación del eterno retorno; y, de ese significado se desprenden los siguientes tácitos: volviendo una y otra vez a los mismos episodios, las mismas sensaciones, las mismas noticias. Enfatizo la última frase: el mismo minitaxi; en efecto escribe que su protagonista podría estar en él, pero el profesor no tendría por qué hablar del minitaxi con sus asistentes puesto que el narrador novelista únicamente lo ha mencionado al lector docenas de veces.
Entonces, ¿qué hay en el trasfondo? ¿de qué se habla? ¿de identidad? ¿de otredad? ¿de mismidad? En principio de ninguna de las tres, pues no es aquella otra identidad que va más allá de la conciencia y de la voluntad del hombre. No es la otredad de los binarismos culturales, (mezcla de alusiones a la cultura clásica con alusiones a escritores y textos de fronteras que contaminan posturas aceptadas), ni determinación cronológica, ni representaciones fijas que conformen los rasgos de una cultura. Y, “no es lo mismo el mismo que lo mismo”; inclusive en los ciclos y enojos de la naturaleza: llover y temblar, llueve de nuevo, tiembla de nuevo; es la misma acción pero la lluvia y el terremoto son distintos. El retorno es lo único que se repite.
Dice Bajtín que una oración puede ser reproducida en otra parte del texto, pero de todos modos adquiere novedad porque ha cambiado de lugar y de función dentro de la totalidad que se enuncia: gracias a elementos extralingüísticos (dialógicos) y también porque está vinculado con otros enunciados (cfr. Bajtín: 1997, p 300). Por eso, en el caso de las actuaciones del protagonista Adolfo Reyes Moctezuma, es una repetición que produce novedades y diferencias; son los mismos episodios, noticias y temas, mas no sucede “lo mismo” al ser ejecutados. El propio narrador se describe en el mismo minitaxi con la misma acción de escribir o meditar; sin embargo, con diferentes resultados.
La otredad en el terreno literario se manifiesta en el entrecruzamiento de los distintos planos discursivos de los sujetos enunciadores; comienza por descubrirse en el “yo” lo diverso, el sujeto múltiple que lo habita y, a veces, por consiguiente, lo difuso de sus límites. Es por ello que aparece constantemente en el lenguaje como ratificación, negación, o desdoblamiento del ser; algunos ejemplos: Yo soy quien soy, tanto en Lope de Vega como en Calderón de la Barca; Yo no soy yo, y Yo no seré yo en Juan Ramón Jiménez; Todos soy yo, y Yo soy yo y soy el otro en Miguel de Unamuno; Je est un autre (yo es un otro) en Arthur Rimbaud; Yo soy el otro en Gerard de Nerval; Soy otro, Yo soy el otro, Soy el otro, etcétera, en Jorge Luis Borges; Soy otro cuando soy en Octavio Paz; el Doppelgänger, o El otro en Julio Cortázar; Somos tantos en otros en Olga Orozco; y hasta en una canción mexicana Yo soy quien soy y no me parezco a naiden de Manuel Esperón.
En el subcapítulo IV. b analicé cómo el narrador novelista aísla el nombre “protagonista” con una diagonal intermedia (prot/agonista). Ahora quiero indagar en el cómo y en el porqué separa el pronombre “yo”. Presento tres párrafos juntos porque así conviene a mi lectura y al resultado de ella:
al entrar y/o en esa oficina, mi prot/agonista rodeado de bellas mujeres, [...] si no pido que me las den: susurró interpretando m/i estupefacción: sino que me pongan adonde están: [...] (p 160)

y/o de inmediato estableciendo otro paralelismo:el de mi prot/agonista dividido o confundido o asumido por los trasuntos de Huitzilopochtli... (p 160).

[...] y mientras m/i distraído prot/agonista preparaba el café, [...] (p 161).

Estos ejemplos son los únicos donde se encuentra, con una diagonal, el pronombre personal “yo” y el adjetivo posesivo “mi” entre las veintitrés menciones a: prot/agonista, dos a: é/l, seis a: s/u, tres a: s/us y una a: arqueó/logo. Acoto que, en esa parte del capítulo VII, únicamente aísla “protagonista” cada vez que se refiere a él; en las otras la diagonal es discontinua así como en estas citas donde el primer “mi” no se ve dividido; el segundo, sí (con otro sustantivo); el tercero, no; el cuarto, sí; y ya no más en las restantes veinte donde está el posesivo “mi” junto a “protagonista” con la diagonal intermedia. En cuanto al “pronombre” de la primera persona son esas dos las referencias explícitas que incluye; sí hay verbos conjugados en primera persona, pero omitido el sujeto.
Si la palabra “yo” se separa quedan dos conjunciones: la copulativa, que se usa para unir elementos; y la disyuntiva, para separar o para excluir una de las dos afirmaciones que se hacen en un enunciado. La división del pronombre aísla dos letras que expresan un sentido; no así en la palabra “mi”, de cuya desvinculación sólo quedan la décima y la décimoquinta letras del abecedario.
Es más comprensible que el narrador novelista haya escrito el nombre protagonista con la diagonal porque cuando empieza a colocarlas, en algún momento lo describe de la siguiente manera: ciertamente incómodo, es decir dividido, no sólo entre (Sol) y su hermosa mujer felina (p 154); pero, que él mismo se autodivida me invitó a una profunda reflexión que desemboca en más de una interpretación: al entrar y/o en esa oficina, [...] y/o de inmediato estableciendo otro paralelismo. Durante unos minutos dejaré de lado que esa forma de conjunción doble “y/o” es una incorrección gramatical* (muy usada en la jerga bancaria).
Ahora quiero comprender si aísla, o fusiona, su “yo” con el de su protagonista, y para apoyar mi lectura recurro a Noé Jitrik cuando analiza la creación de personajes y dice que en el autor son mecanismos de identificaciones sobre los que descansa la verosimilitud, ya que no existe una imaginación que no sea comparable al objeto que es capaz de imaginar. Y si su forma es la de un conjetura en sí, una posibilidad inverificable, ese campo impreciso prolonga al autor que lo ha concebido y lo engloba puesto que de él ha salido. La imaginación del escritor puede darle forma, y cuando se desdobla, o se divide, ya produce organizaciones en virtud de su libertad [...] es más, el autor es autor porque su objetivo es reproducir esa organización; es entonces cuando la sustancia conjetural manifiesta ya un sentido porque da lugar a formas posibles de personajes (cfr. Jitrik: op. cit. pp 224-225).
El profesor Reyes Moctezuma ha sido concebido por el narrador novelista, de éste ha salido un personaje comparable consigo, pero aventuro que como conjetura porque él ha asegurado que su novela está en la fase de “proyecto”. La imaginación del narrador novelista, en esos momentos, lo incita a organizar una alternancia de su papel con el del arqueólogo y que, a manera de nota en su cuaderno, pueda ser alguno de los dos quien entra en esa oficina, y quien está estableciendo el otro paralelismo. El grado de verosimilitud se congrega en que el narrador novelista y su protagonista son dos reflejos que están construyendo algo a pesar de que recurren a distintos elementos: uno, al lápiz, a su cuaderno de notas, y a la Literatura; el otro, a anécdotas, a métodos de seducción, y a la Arqueología. Ambos poseen la particularidad de, juntos y por separado, buscar y fabricar algo eternamente con base en sus profesiones: vida, mentiras, muerte, fantasmas, temas, amor, arqueología, respuestas, y escritura.
En las dos últimas páginas del libro (214 y 215) se encuentra el resto de los ejemplos que cito para mostrar esa interrogante de fusión del narrador novelista con su protagonista. Los párrafos que los contienen no llevan sangría y sí una pausa suspensoria entre ellos; van juntos para una mayor visualización del proceso de la meditación del narrador novelista. Algunos de esos párrafos ya han sido analizados desde diferentes objetivos y temas en anteriores subcapítulos (aun los omitidos entre corchetes); los que escribiré de éste, de cualquier modo, se alían con los otros como una cercana conclusión:
recomenzar, olvidar, no concluir nunca...
encerrado en un minitaxi en el centro de una ciudad envilecida, botín de especuladores, de prestanombres, de políticos inescrupulosos...

arrastrando como un fardo el cuidado de escribir este libro...
o Coyolxauhqui crispada, descoyuntada y obscena, riendo infinitamente...
todas las mujeres como un espejo para que se mire mi protagonista...
el minitaxi todavía detenido...
[...]
¿o estoy yo en el minitaxi y me he enamorado de Claudia, de Sol, de Diana, de Mararía y de la esposa felina de mi protagonista?...

[...]
¿cómo prever cualquier efecto?...
[...]
saliendo de casa rumbo al trabajo, pero sin llegar al sitio del mismo, al sitio de la excavación...

¿o soy yo el descoyuntado y crispado?...

etcétera...
Además de todo lo señalado en el desarrollo de mi trabajo, son cuatro los ejemplos que me llevaron a la pregunta medular de este final en mi indagación, y quizás también a las respuestas:
o Coyolxauhqui crispada, descoyuntada y obscena, riendo infinitamente...

todas las mujeres como un espejo para que se mire mi protagonista...

¿o estoy yo en el minitaxi y me he enamorado de Claudia, de Sol, de Diana, de Mararía y de la esposa felina de mi protagonista?...

¿o soy yo el descoyuntado y crispado?...

Un enunciado afirmativo; otro con la alternativa “o”; y dos interrogativos más la “o”. Para mi análisis vinculo el primero con el último, y el segundo con el tercero. En el primero de los párrafos del centro, afirma, a pesar del enlace comparativo, que las mujeres dentro de un espejo reflejan la imagen de su protagonista; el profesor “llega a ser” las mujeres que ha amado. Luego, el narrador novelista se pregunta si es él quien va en el minitaxi y si se ha enamorado de las cinco mujeres; pero se duplica la duda por la connotación que adquiere aquí la alternativa inicial. No es una parte de su proyecto de novela, es una meditación como novelista para concluir cómo debe escribir “esa” novela que desarrollará a partir de las innumerables notas que ha escrito en su cuaderno.
En el primer párrafo, el narrador novelista repite la muerte de la diosa en el mito dedicado a ella; aumenta las dos últimas palabras por aquella escena donde la homologa con “La llorona” y la describe riendo mientras recorre la ciudad de México (p 41). Retomo el otro papel que el narrador novelista quiere destinar a su protagonista: éste debe morir en la piedra de los sacrificios en una re–actualización del mito de los dioses Huitzilopochtli y Coyolxauhqui; y después de que se le saque el corazón, su cuerpo debe ser arrojado desde lo alto de la pirámide para que se descoyunte. Igual que en el tercero, en el cuarto párrafo no escribe una afirmación sino una interrogante con la “o”, la que así, como en aquélla, duplica su vacilación.
Y yo me planteo varias preguntas: ¿no dice en la primera línea de la novela: podría empezar así: en mi papel de novelista, a bordo de un minitxi? ¿no ha jugado el narrador novelista a que ahí también puede estar el protagonista? ¿no ha inventado para él a esas mujeres? ¿no dijo él que su protagonista envidia su posición de creador? Entonces, ahora ¿primero fusiona a Reyes Moctezuma con sus mujeres; y luego, a sí mismo, con su protagonista/trasunto de Huitzilopochtli para, antes de morir, recibir el amor de las mujeres?
Antes de aventurar una respuesta preciso regresar a lo que señalé en el tema “Caprichos y tribulaciones”; que el narrador novelista constata una de las proposiciones de Bajtín acerca de la extraposición del autor con respecto a sus criaturas a través de la percepción única e insustituible que obtiene de sí mismo:
Este excedente de mi visión que siempre existe con respecto a cualquier otra persona, este sobrante de conocimiento, de posesión, está determinado por la unicidad y la insustituibilidad de mi lugar en el mundo: porque en este lugar, en este tiempo, en estas circunstancias yo soy el único que me coloco allí; todos los demás están fuera de mí. (Bajtín: 1997, p 28).

El escritor podrá proseguir con la actividad estética a partir de la vivencia que logre vivir (ver y conocer) y que está viviendo el otro; que ha de ponerse en su sitio como si coincidiera con él (cfr. op.cit. p 30). El narrador novelista se “pone en el sitio” de su seductor protagonista y logra cumplir con la función comunicativa de aquella escena donde empieza a seducir a Diana (pp 43 a 53); sin embargo ¿lo realiza en su totalidad como dice Bajtín que debe ser concluido todo acto artístico? ¿“regresa a su lugar” fuera de su protagonista para estructurar y concluir el material de la vivencia?
El narrador novelista ha construido a su protagonista y lo conoce en el grado justo que quiso imprimir en él; pero, recordemos que el narrador novelista también es un ente de ficción creado por el primer narrador que inventó el autor de la novela Fantasmas aztecas: Gustavo Sainz; éste sí regresó a su sitio, y dejó a los otros dos con la continuación de la relación yo/otro = narrador novelista/protagonista/mujeres; y, por consiguiente, con la conclusión de la actividad estética Personalmente no considero que sea una fuga hacia la otredad sino que el narrador novelista la trae consigo porque todavía no ha organizado la novela que tratará del Templo Mayor y otras develaciones. O, mejor dicho: “por lo pronto el narrador novelista no regresa solo a su lugar”. Otra manifestación de los distintos niveles de realidad en una ficción dentro de otra ficción: la puesta en abismo.
Tampoco estimo que sea una fusión, ni una pérdida de identidad, sino una asimilación del “yo” en sus personajes puesto que el narrador novelista asume su libertad como creador y como ente de ficción. Mi frase entrecomillada: “por lo pronto el narrador novelista no regresa solo a su lugar,” representa una respuesta momentánea porque él escribe al final: recomenzar, olvidar, no concluir nunca... y, la última palabra en el libro es: etcétera... con los eternos tres puntos suspensivos: el leit motif de cuanto ha anotado en su cuaderno: el eterno retorno, y no nada más simbolizado en el intento de re–actualizar el mito de Huitzilopochtli, ni en el castigo a que los fantasmas aztecas someten a Cortés, tampoco en la no inclusión de final para los temas de los que más habla; yo lo veo representado en esos tres verbos, olvidar lo que ha escrito, recomenzar aunque sea de la misma manera, no concluir nunca de escribir.
Y queda el eterno retorno, el símbolo de la serpiente que se muerde la cola, el equilibrio de los opuestos: la hoja en blanco contra la escrita. Un retorno a la escritura, pero no un mismo retorno, siempre será diferente; lo único igual es la acción del retorno eterno al encuentro comunicativo con los lectores. Y ése fue el juego organizado de Gustavo Sainz, que el lector atento se esfuerce por recrear el texto una y otra vez con base en su agudeza, sensibilidad, y disposición de asimilar y gozar con esa complejidad de estructuras interrelacionadas de los diferentes planos narrativos, de modelos culturales, de valores lingüísticos, con evocaciones míticas, y dialogismo.










CONCLUSIÓN



Si debiera adjetivar la novela Fantasmas aztecas en un campo específico de la práctica escrituraria, tanto estructural como discursiva, personalmente no llegaría a una conclusión representativa puntual porque me permito considerar menor importancia a la ubicación genérica de la novela que al marco valorativo de: su enunciación estética, de sus elaboraciones proposicionales, de sus formatos lingüísticos, y de sus horizontes intelictivos en perseverante construcción.
Dice Todorov cuando justifica la categorización de lo fantástico: toda obra modifica el conjunto de las posibilidades; cada nuevo ejemplo modifica la especie (Todorov: 1995, p 9). Dentro de Fantasmas aztecas se localizan diferentes temas que podrían conformar “la” novela que se propone escribir el narrador novelista y que acarician lo histórico, lo fantástico, lo posmodernista, y lo mitológico; ellos enmarcados por lo experimental de la Nueva novela. Sin embargo, escribir es ya una permanente experimentación; el trabajo con la palabra es de elaboración; entonces, experimentar es la vía para encontrar en el lenguaje lo que no está tan dicho y que se reaviva por medio de técnicas experimentales, o mejor expresado: metaficcionales. El tipo de metaficción de Fantasmas aztecas, con su insistencia en los comentarios acerca del mismo acto de narrar, con sus saltos entre niveles narrativos (el narrador novelista se inmiscuye tenaz), revitaliza prácticas ya existentes en períodos literarios lejanos, como en la segunda parte de Don Quijote de la Mancha, texto que marca el impulso de la literatura metaficcional moderna. A propósito del género de la novela de Cervantes, dijo Carlos Fuentes en su discurso al recibir el Premio Cervantes en 1987: el género de todos los géneros y la contaminación de todos ellos [...] indefinición de las categorías perfectas y cerradas; conflicto y contagio perpetuo del lenguaje.
Cada narrativa ofrece dos aspectos: una historia y un discurso. Es historia en el sentido de que evoca una cierta realidad, acontecimientos que habrían sucedido; personajes que, desde este punto de vista, pueden existir en la vida real. Es discurso porque hay un narrador que relata la historia, y frente a él, una persona que la recibe. En Fantasmas aztecas de Gustavo Sainz, así como en textos de cualquier escritor, la importancia no radica tanto en los acontecimientos referidos, sino en el cómo el narrador los hace conocer.
Dentro de lo polidiscursivo de Fantasmas aztecas destaca el de su manufactura a la vista del lector, realizado a manera de acotaciones que representan la transcripción de reflexiones acerca de la gestación de la novela. Apuntes que configuran un discurso sobre el discurso, el que no llega generar un distanciamiento enunciativo de los temas principales porque, precisamente, se refiere a ellos; y así, entre otros discursos, oscilan, se entretejen: el de la venganza, el arqueológico, el tribulado, el seductor erótico, el humorístico, el detectivesco, el mitológico, el urbano, y el del eterno retorno como leit motiv de la novela, ya ejemplificado en demasiadas ocasiones durante el desarrollo del presente trabajo.
Distingo cuatro aspectos en el discurso narrativo de Fantasmas aztecas: la organización temporal de la secuencia de los acontecimientos en la superficie del texto (faltaría la reorganización al escribirse “la” novela); los procedimientos de caracterización o construcción del protagonista y de los personajes femeninos; la doble vertiente de distancia narrativa, de punto de vista o focalización; y la voz narrativa del novelista.
En el ensayo “Los niveles de la realidad en la literatura” Italo Calvino trata del desdoblamiento o multiplicación del sujeto de la escritura, de las sucesivas capas de subjetividad y de ficción que se distinguen bajo el nombre del autor, y de los diferentes yo que componen el yo que escribe; [...] La condición preliminar de cualquier obra literaria es la siguiente: la persona que escribe debe inventar a ese primer personaje que es el autor de la obra. Enfatiza en lo que el autor pone en juego al escribir, y puede ser: una proyección de sí mismo, o la proyección de una parte verdadera de sí mismo o la proyección de un yo ficticio, de una máscara. Algunas veces el autor de la obra (no la persona que escribe) adquiere otra sustancia concreta si desea convertirse en personaje, y éste descomponerse en varias personas; esa figura dotada ya de una evidencia propia funciona para conectar niveles distintos de realidad. Entonces el sujeto de la escritura aparece más lejano, más enrarecido, más confuso (cfr. Calvino: 1995, pp 346 a 349).
Don Quijote y Sancho “saben” que las aventuras que emprenden han sido traducidas del árabe por un moro anónimo, y escritas por el Cide Hamete Benengeli, con el que se permitió disentir Don Quijote en la segunda parte del libro, narrada por otro autor: Avellaneda. Víctor Gori dice a Augusto Pérez que está escribiendo una nivola que pudiera ser la historia de Augusto; después, Unamuno se postula creador/narrador al dictar y ejecutar la sentencia de muerte a su protagonista a pesar de la defensa que arguye Augusto. El profesor Reyes Moctezuma y las mujeres están conscientes de que son parte del proyecto de novela del narrador novelista que escribe por encomienda del narrador que le concedió la profesión de novelista. Miguel de Cervantes, Miguel de Unamuno y Gustavo Sainz, como sujetos de la escritura de esas tres novelas El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, Niebla, y Fantasmas aztecas, inventaron a un narrador personalizado para crear una apariencia de verdad en el nivel de la narración; con tal doble, y hasta triple puesta en abismo se muestra una evidente ruptura entre el mundo enunciado y la enunciación misma.
Gustavo Sainz escribió Fantasmas aztecas; él inventó a ese primer narrador que se desdobla en otro que no decide aún si es él quien narrará o su protagonista. ¿Cuánto hay de la persona que escribe en estos narradores y que cuestiona Calvino?: una proyección de sí mismo, o la proyección de una parte verdadera de sí mismo o la proyección de un yo ficticio, de una máscara. Con ese desdoblamiento ¿qué queda de Gustavo Sainz? ¿podrían ser las tres? Gustavo Sainz se ha adiestrado en organizar y en combinar elementos para que de su trabajo resulte una obra articulada con significaciones nuevas sobre contenidos de alguna manera viejos; él inventó a un autor implícito que manejó partes de su propio conocimiento; un autor que consolidó respuestas al autocuestionamiento de Sainz; ese autor construyó a un narrador explícito que alternó reflejos de intenciones de representación, de similares atrevimientos de combinaciones con relaciones dialogísticas; que apostó en el juego con los lenguajes, y de eco en éstos con propósitos semánticos y expresivos. Las intrusiones autorales colocan en primer plano uno de sus objetivos primordiales: el establecimiento de su papel de creador, y, –a pesar de su generosidad hacia el lector– el reconocimiento de su predominio ontológico. El autor de Fantasmas aztecas, cual muchos en épocas pasadas, presentes y futuras, no sólo aparece en el relato como tal, sino que procura aparecer. Gustavo Sainz permitió a todos, enmascarado en ellos, que manejaran un texto donde exploran: posibilidades alternativas de la realidad, la novedad del mundo narrativo que propone, y la teoría explícita del relato que, al desplegarse con la materia verbal, avance hacia su consumación: ficción, realidad, y poética.
Siempre hay novedades en la consolidada narrativa de Gustavo Sainz. Una de las sorpresas en Fantasmas aztecas consiste en que no se dificulta seguir las huellas de los temas en proyecto a pesar del enrevesamiento progresivo de ellos. Tras el divertimento que en varias ocasiones se permite el narrador novelista, se entretejen proyectos de historias dramáticas, amorosas y detectivescas. El libro no ofrece desenlace de ellas; y, de las anotaciones de eventos verídicos que ha registrado la Historia, no puedo asegurar que el narrador novelista los habría respetado si acaso hubiera decidido escribir “la” novela con alguno de esos temas.
Otra variación metafictiva palpable en el corpus narrativo de Fantasmas aztecas es la del análisis de los contextos reales, de los míticos, y de los problemas del arte de la escritura. Entre esos recursos de autorreflexividad y de autoconciencia, señalo la puesta en abismo que prolifera para ampliar dialógicamente el espectro conceptual que espejea las historias centrales en otras historias, contadas tanto por el narrador novelista como por su protagonista y por alguno de sus personajes femeninos; los que en sus discursos ofrecen variaciones de agudezas semánticas al personificar el proyecto en su recodificación.
El ingenio, la paradoja, el humor, la meditación explícita, y la sátira, constituyen algunos de los recursos con los que el autor construye ese universo narrativo único, centrado en el enfrentamiento de los opuestos: el orden y el desorden, la lógica y el absurdo, el mundo interior y el exterior, mito y realidad; donde la escritura de la interrupción nace como dolencia, como desasosiego para convertir sus ideas en palabras.
Otra de las recurrencias del narrador novelista parece ser una declaración de que su lector no confunda la realidad con la ficción; esto representado por la mención deliberada de su ficción y de que construye con palabras a sus personajes, sus pensamientos, sus acciones, sus sentimientos, y su ambiente; como si estuviera orientada hacia la idea de que la ficción no imita la realidad sino que construye versiones de ésta.
En cada una de sus novelas Gustavo Sainz encamina las codificaciones hacia la infracción (casi) continua de los perfiles convencionales de cánones, preceptos y géneros literarios: en Fantasmas aztecas, por ejemplo, con las categorías de su autor, en el tiempo, en el espacio, con el lector, y con la deconstrucción de algunos hechos históricos verídicos como metatextos proyectados. En paralelo, lleva al lector al cuestionamiento de ciertas realidades y, por consiguiente, a brindarle otra percepción de nuestro pasado histórico, y a que comparta con él que nada está totalmente cerrado.
Gustavo Sainz es copartícipe de una estética de la creación verbal, asimilador de particulares percepciones sensitivas, y constructor de atractivas estructuras lingüísticas. Esos referentes estéticos son también de naturaleza ética por el marco valorativo para su enunciación estética, sensible a una determinada cosmovisión. Por supuesto que la novelística de Gustavo Sainz no es un conjunto de datos que se pueda registrar en la teoría literaria academicista, más bien se orienta a horizontes intelectivos en construcción expuestos a objeciones críticas porque él juega con un experimental sistema de relación lingüística, porque amalgama una pertinaz y sólida intertextualidad, porque ejerce su libertad de creación total, y porque demuestra la enorme riqueza de un lenguaje polidiscursivo, desenfadado, sabio, e irreverente.
Fantasmas aztecas está hecha: de rompimientos de la linealidad temporal; de la transposición de espacios; con la escritura de la interrupción; con la permutación de roles; y con la complejidad de sus estructuras que se interrelacionan con: diversos planos narrativos, valores lingüíisticos, juegos de palabras, alusiones fonéticas, evocaciones mitológicas, y modelos culturales. Así, me ofreció la oportunidad de renovar significados en una inagotable posibilidad de lecturas a causa de su estructura hipertextual que me permitió autoestablecer las rutas selectivas para desplazarme según mis propios intereses, o jerarquía de prioridades para el análisis; me invitó a esforzarme por recrear el texto, por ahondar una y otra vez en sus contextos hasta alcanzar ese encuentro con su universo narrativo.
Haber utilizado el método desarrollado por Eco, el de la abducción creativa y el de la meta–abducción, ha convertido en deleite el trabajo de rebuscar en uno de los vericuetos de la novela Fantasmas aztecas de Gustavo Sainz. La lógica de la interpretación metafórica, en consonancia con mi conocimiento del mundo, me otorgaron libertad de elección en los rasgos ambiguos del texto; asimismo me ha permitido inventar normas provisionales que apoyaron la actividad metalingüística con la que expliqué las razones formales que me condujeron a las posibles respuestas de tantos porqués surgidos de las primeras páginas de una supuesta novela en proceso, de un pre–texto de escritura con enfoques estéticos que hizo posible el éxito de mi encuentro comunicativo con Fantasmas aztecas. Y es que, después de todo, por muy ficticio e independiente que sea el mundo narrativo, su base es siempre la experiencia humana en cualquiera de sus manifestaciones.
Deseo cerrar este trabajo de investigación con una de las aseveraciones de Italo Calvino en Seis propuestas para el próximo milenio (p 114):
La excesiva ambición de propósitos puede ser reprobable en muchos campos de actividad, no en literatura. La literatura sólo vive si se propone objetivos desmesurados, incluso más allá de toda posibilidad de relación. [...] el gran desafío de la literatura es poder entretejer los diferentes saberes y los diferentes códigos de una visión plural, facetada del mundo.



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