Tuesday, October 24, 2006

un PREtexto

No conocemos más que una ciencia, la de la historia (...) dividida en historia de la naturaleza e historia de los hombres...
Marx: Ideología Alemana, 1845


Nuestro último deber con la historia es volver a escribirla...
Wilde: Intenciones, 1891


La historia es algo que nunca ocurrió contado por alguien que no estaba allí...
Gómez de la Serna: Greguerías, 1919


La Historia, que a semejanza de cierto director cinematográfico, procede por imágenes discontínuas...
Borges: El asesino desinteresado Bill Harrigan, 1935


La historia verdadera quizás no es historia de hechos e indagación de principios, sino farsa de espectros, ilusión que procrea ilusiones, espejismo que cree en su propia substancia...
Fuentes: Terra Nostra, 1975


I dislike Mexico and the Mexicans. They are so nationalistic. And they hate the Spanish. What can happen to them if they feel that way? And they have nothing. They are just playing -at being nationalistic. But what they like specially is playing at being red Indians. They like to play. They have nothing at all. And they can’t fight, eh? They are very poor soldiers -they always lose...
Borges: The New York Times Book Review, 1979







Podría empezar así: en mi papel de novelista, a bordo de un minitaxi atrapado entre decenas de coches que esperan reanudar su marcha rumbo al centro de la ciudad, inhalando o exhalando el aire rojo que penetra por las ventanillas, mirando hacia las esquinas sanguinolentas por la luz ortoral, o tratando de mirar, porque el ruido de afuera, la gente cruzando en varias direcciones, los otros automóviles, los edificios y la mixtura irrespirable que los envuelve, sugieren que esta ciudad tantas veces amada y gozable se acerca ineludiblemente a cierto holocausto...

para no hablar del ruido interior, sus voces secretas, los coros de la culpa y los muertos...

pasado y futuro (como recita un poeta norteamericano), dos flacas panteras negras como el carbón que recorren los límites de mi cerebro, las vetas de mi vida...

mi madre golpeando las paredes de su cuarto en un hospital indecible, investigadores febriles trabajando día y noche buscando mi condenación con dedos negros, las palabras de la novela que trato de escribir golpeándome con la parsimonia de quien clavara un ataúd, y el absurdo de mis libros anteriores, de cada resquicio quejas, zonas de silencio leproso, palabras de hombre perdido en la ciudad ocupada, la muerte cantando junto a sus páginas, y yo desviándome hacia un nuevo texto, en minitaxi hacia mi nueva novela...

Hernán Cortés en este libro, acorralado y feroz, su barba enardecida por una acumulación inusitada de moscas (casi) hirviendo, decidido inclemente a conquistar el Templo Mayor: y su escudo de pronto se desvanece y surge el velocímetro...

cómo hacer creer que alrededor de la palanca de velocidades brotan sacerdotes vestidos como los principales dioses del panteón azteca, rotan planetas salidos de un medallón que representa verticalmente al universo, se elevan hombres pájaro, caballeros tigre, dioses de la lluvia y serpientes emplumadas; cruza Quetzalcoátl, dios de la sabiduría, en su atavío de dios del viento; un cuchillo de sacrificios con mango de mosaicos policromados reclama verdugos de capas negras y largos cabellos...

en la guantera días biografiables y días en blanco, noches estáticas que parecen recostarse al borde del curso quieto de un río invisible, mujeres desconocidas inclinadas sobre las páginas de este libro...

el minitaxi confundido entre grúas de garfios amenazadores, hormigoneras y niveladoras ruidosas, camiones de volteo, conformadoras trepidantes y automóviles cada vez más calientes, detenido cuando debía ponerse en marcha rumbo al centro de la ciudad, al crucero donde practican la excavación del Templo Mayor, la develación del espacio sagrado de los aztecas...

incómodo por el paréntesis de espera, lanzando miradas rápidas al exterior como para prever cualquier sobresalto, miradas ávidas, como hace poco tiempo en Los Angeles, California, bajo el poste giratorio del anuncio Shell y las palmeras inmóviles frente a una gasolinera, tan incómodo como ahora, sólo que entonces un coche amarillo, atrás, como una mancha no en el cielo crepuscular (que pasaba del azul al morado al rojo al vino al naranja al blanco), sino atrás, alargándose sin principio ni fin, y al mismo tiempo chirridos de frenos como traídos por el viento, voces chillonas, borrosas, hostiles, portezuelas que se abrían y cerraban, expresiones de asombro y consternación, órdenes sin solución de continuidad, pistolas, personajes con media cara (hosca) o medio cuerpo, repentinamente sin un ojo o una mejilla, completos después, cuerpos que entrechocaban y policías vestidos de civil que apuntaban con sus armas y jaloneaban dando órdenes mecánicas, vacías de todo sentimiento, obligándolos a descender y empujándolos (con brusquedad) para que abrieran las piernas y quedaran arqueados, inmóviles sobre los coches, palpándoles el cuerpo y humillándolos con esas tentativas de intrusión bajo la vigilancia de un gringo enorme de cara colorada (congestionada), altanera..

¿habría que suponer semejante desenlace como efecto de la posibilidad de evaluar una serie de supuestas piezas prehispánicas?...

en realidad ¿cómo prever cualquier efecto?...

lo impresionante de la violencia es que siempre hay alguien más iracundo, más vengativo, más arrebatado y fanático, porque lo escalofriante es que la violencia no tiene fondo...

al arqueólogo protagonista de mi novela lo llamó el más alto jerarca en cuestiones de Antropología e Historia, y le encomendó la misión de interrumpir el flujo de piezas prehispánicas robadas de México a Estados Unidos...

hay mexicanos, dijo o parece que dijo, en quienes descansa el país; y luego, más o menos: hay mexicanos que son México...

mi protagonista recibió también llamadas de senadoresy diputados, y hasta de alguien que dijo hablar en nombre del Presidente de la República, cargándolo de atribuciones y desencadenando dentro de él una suma desconocida de valores, idiosincracias y potencialidades, heredándole una desmesurada responsabilidad, exponiéndolo a las tentaciones de la traición, la apatía y la comedia de las equivocaciones, siempre estudiado, permanentemente vigilado, sin tiempo de saber cómo, inmerso en una aventura donde todos los acontecimientos, desde el primer encuentro conmigo, supuesto cliente de una banda de traficantes de joyas arqueológicas que lo llamó para hacerlo pasar como su asesor, y lo invitó a viajar para verificar, comprobar, reconocer, señalar, en fin, hasta el hallazgo final de los objetos hábilmente escurridos a través de trampas y trampas aduanales, todos los acontecimientos, decía, lo asaltarían con inusitada violencia...

y cuando estábamos frente a las obras robadas me escuché una exclamación de (escandaloso) asombro y recordé un espléndido poema de Wallace Stevens que más o menos dice:
hay hombres cuyas palabras son como los sonidos naturales de sus lugares, como la cháchara de los tucanes en el lugar de los tucanes...

y frente a las piezas, cuidadosamente desenvueltas dentro de una cámara de humedad, pensaba si serían realmente el patrimonio de un país, si disminuían o destruían realmente las bellezas de los lugares de donde habían sido extirpadas, si estarían mejor conservadas en los Estados Unidos o en los museos nacionales, si es que llegaban a parar en algún museo y no en la casa de algún político (oportunista), y también, parafraseando al poeta citado, si no serían
invisibles elementos de México hechos visibles...

mi protagonista con aire desorientado, empeñado en una lucha manifiestamente desigual entre sus obligaciones y el placer de mirar bajo esa luz mortecina, que como las sombras en los cuadros de Chirico, subrayaba misterios allí donde no había ninguno, placer que abría paso a una rabia fría, contenida, que obnubilaba ideas e impedía hablar, de modo que intentaba iniciar un descenso a lo más profundo de sí mismo, acariciándose la barba merina y ajustándose los pesados anteojos, tratando de imponer cierto silencio al que sumaba diferentes gradaciones taciturnas, pues dar un fallo infalible requería sumergirse previamente en su propia profundidad, esto es, revisar la oscuridad de sus conceptos a la luz de cortapisas y silencios, cegarlos de manera que el mutismo procurara la confrontación, así, en un garage de Los Angeles, con la posibilidad de llamar a los teléfonos directos de diferentes corporaciones policíacas o parapolicíacas, reconociendo o tratando de hacerlo, majestuosas y antiguas (húmedas) máscaras y estelas, fragmentos de murales, vasijas, figuras totémicas, ídolos, braseros y un vaso tallado en un solo bloque de obsidiana, como si su ciencia pudiera creer en la ignorancia, a la sombra de esas reliquias alumbradas por la luz enfermiza, o como si sus anteojos le permitieran ver lo que nadie más veía, ni los tres vendedores sibilinos, tejanos, ni su amigo novelista (supuesto cliente)...

todos atentos a las diferencias entre esas piedras (silenciosas) que parecían querer escuchar el ronroneo de los pensamientos de mi protagonista, que trataba de recuperar (parsimoniosamente) ciertos datos perdidos y escapar de un estado de autoconciencia, de antiacuerdo y antivoluntad que amenazaban paralizarlo por momentos, hasta que vio a un lado de la cámara de humedad varias fotografías en color de otras piezas, sobre un tapanco desmañado...
y esto ¿dónde está?...

eran diferentes cajas talladas, quizás aztecas, con glifos de jade alrededor, cajas que se usaban para conservar los corazones de los recién sacrificados, sin duda aztecas, y un adorno mixteco de oro con la representación vertical del Universo, además de un relieve del que no podía precisarse el tamaño, pleno de águilas y jaguares estilizados, seguramente tolteca...

y como no sabía muy bien inglés me pidió muy quedo que les preguntara dónde estaban esas piezas:
dígales que tenemos mucho interés en verlas, en incrementar el lote con ellas...

están en otra parte, poco lejos de aquí: gruñó el más azul de los vendedores, quien (evidentemente) entendá español, y agregó dos o tres frases en otro idioma, más firmes y categóricas...

lo que nadie sabía era que nos rodeaban más de veinte agentes del FBI que descendían de varios coches, ni que contaríamos con una audiencia de negros ociosos y desocupados, ni que íbamos a seguir con las piernas abiertas y los brazos en alto, la vista obstruída o cortada a veces por el paso rápido de polizontes, la cabeza rapada de uno de ellos (inclinado hacia adelante), recortándose sobre el piso de cemento manchado de aceite de la gasolinera: arrojando con fuerza al suelo a un joven de cabellos negrosc revueltos, y sus gritos ahogados se elevaban en la tarde como si todavía estuviera discutiendo, porque era el único que protestaba derechos y tronaba revanchas sobre aquel olor rancio a acetileno y el ruido de motores en marcha (una carrera al trote en dirección de un fairmont); ligeramente infatuados, moviéndose con rapidez, hasta que de pronto en la mente de mi protagonista todo es negro, algo lo alcanza en la cabeza y enseguida se encuentra derrengado, sacudiéndose y esforzándose, tratando de enderezar su cuerpo y ordenar sus ideas, intuyendo (más que mirando) tres siluetas empistoladas frente a las bombas de gasolina, mientras encima de ellos el cielo pasaba poco a poco del rojo al negro, y las pesadas palmeras antes inmóviles parecían inclinarse (amenazadoramente) alegóricas o mitológicas...

¿usted es el profesor Reyes Moctezuma?
sí, hijo de tu..., o algún ruido que sonaba como eso, mi protagonista preso de exaltación nerviosa, o miedo quizá, tratando de recobrar el aliento y todavía mirando en derredor, sobresaltado, las dos o tres siluetas fundiéndose en una...
por favorr no se preocupe (en inglés), la cara increíblemente flaca, brillosa, quemada por el sol, devastada por quién sabe cuántas aventuras o abusos o qué fiebre, inclinándose para ayudarlo a incorporarse...
apenas nos alejemos de aquí, yo mismo le quitaré las esposas...

lo que produjo otro efecto desasosegante, pues lo hizo complicar cierta violencia contenida, cierta caótica desesperación, y lo llevó de la evocación (o invocación) de la ternura de su esposa: felina, mizo, micho, moro, gato, bibicho, morroño, morrongo, miau, desmurador, micifuz en quien pensaba siempre en momentos de peligro, saturada de ser y comprensión, a la repetición de las circunstancias que lo habían llevado hasta allí, con la invariable sucesión de fases ligeramente invariables, pormenorización que terminaba siempre con
todo un científico allí sobaqueado ¿verdad?

agarraron y a cada uno, bueno, a todos, sin excepción, nos abrieron las piernas, y entonces yo dije hum, hasta piquete de fundillo nos va a tocar aquí, pues qué es esto, y agárrate que no sé qué, y pues ya estoy, maestro: según improvisa después para diversión de sus amigas; nada menos que el Director de Monumentos Prehispánicos y Presidente del Consejo de Arqueología con las patas abiertas en canal ¿verdad?, los negros gozando el espectáculo...

y (casi) podía verlos otra vez con sus camisas de colores brillantes y agresivos, tranquilos, lúgubres, nostálgicos, fuera del tiempo y desdeñosos allí, en las orillas de este episodio...

yo en el minitaxi, fetilizado o embarrocado por la acción mental de abandonar una imagen tras otra sin propósito, deseoso de dominar, interpretar el espacio sagrado e inmutable de los aztecas, las ruinas, esas cenizas perennes, los fantasmas tan repentinamente exhumados; comparando la exploración de mi inconsciente con las excavaciones arqueológicas, conclusión freudiana si las hay pero muy conveniente porque mi nueva novela trata de la extracción, digámoslo así, del Templo Mayor, entre otras develaciones, radiestesias, desenmascaramientos, y tambien ¿por qué no?, desnudamientos que nos han conducido hasta ahora...

como si a mi alrededor el aire, hipotéticamente transparente, hubiese adquirido de golpe cierto poder coagulante, petrificante, como los ácidos que fijan una fotografía, o como los cuatro sacerdotes (terribles) que detenían a la víctima de un sacrificio de brazos y piernas, ofreciéndola descoyuntada a otro sacerdote para que le arrancara el corazón...

la luz bermeja como si lloviznara sangre...

aunque el sacrificio de mi protagonista, si se diera el caso, tendría que ser más bien un sacrificio gladiatorio, pues ha empezado a asumir un papel ciertamente histórico, el de Jefe del Proyecto Templo Mayor en contra de hispanófilos que proclaman que sus antepasados no dejaron piedra sobre piedra, colonialistas que harán hasta lo imposible por impedir que se derriben vetustos edificios que estorban el develamiento, arqueólogos que dudan de sus antecedentes, y sobre todo, de su eficacia; amantes (celosas) que reclaman o protestan su impotencia en la lucha contra la opresión y la represión familiar; funcionarios que acusan el proyecto de utópico, total, una serie interminable de incidentes, detalles a veces importantes, razones para encolerizarse, o en otras palabras, fuerzas oscuras que tratarían de confundirlo o debilitarlo, de culpabilizarlo y decepcionarlo: otra víctima, o mejor, un protagonista que acepta el desafío...

¿y mi sacrificio?...
los antiguos indígenas ataban al cautivo a un enorme disco de piedra de manera que dispusiera de cierta libertad de movimientos...
¿no estoy inmovilizado ya en este minitaxi? ¿o es mi disco granítico el archivo de la que fue mi oficina, o mi casa marital con mi dulce esposa y los hijos que me hacen recuperar la infancia perdida?
los cautivos eran atados de la cintura, un brazo y una pierna a un poste fijo en el centro de un disco de piedra...

yo me derrumbo sobre mi pasado, o margino el pasado y veo con mi mujer alguna vieja película en la videocasetera, viendo crecer hasta mis ojos figuras provocativas que luego poblarán mis libros, o me revuelvo insomne,
toda la noche hago la noche, toda la noche escribo, palabra por palabra yo escribo la noche (Alejandra Pizarnik)...
los antiguos condenados al sacrificio gladiatorio pertrechados con armas de madera y de trapo para batirse con ellas sucesivamente contra jóvenes guerreros aztecas, caballeros águila y caballeros tigre armados con mazos de piedra y obsidiana, rodelas de cuero y colmillos de bestias feroces, hasta ser derrotados...
mis armas valen menos que la madera y el trapo, ni siquiera se palpan e implican, en el mejor de los casos, negar, tergiversar, racionalizar, demostrar, prevenir, desplazar, reverter, disociar, aislar, idealizar, desrealizar, en fin, arte verbal...

fetilizado, el minitaxi quieto, ni siquiera palpitando, o sí, una imperceptible vibración, la que distingue un organismo vivo de una máquina muerta, o una máquina en marcha de un mueble, el tablero de plástico endurecido brillando al sol (casi) respirando...

Hernán Cortés herido de un brazo manteniendo con dificultad el equilibrio de su caballo que resbala por los escalones de la pirámide llenos de sangre y un taxímetro; antiguos mexicanos ruedan vigas, lanzan piedras astrales, disparan sus hondas y tensan sus arcos, pero los españoles hacen fuego con sus arcabuces después de ganar cada escalón sagrado; (crepita el copal en los braseros) desde el santuario de Tláloc se despeñan maderos llameantes como rígidas serpientes de fuego; alguien reza y los demás gritan (gritan), hasta que Cortés impone que se despedace la (monstruosa) estatua de Huitzilopochtli, entre fanfarrón y despectivo (desafiante), pero nadie acepta, todos temen, porque terribles sortilegios se cernirán sobre aquel o aquellos que lo hagan, y Cortés vocifera molesto, sacrílego, extrañado de no turbar ni asustar con las palabras...

como en su lecho de agonía rodeado de fantasmas, horda mortal de avidez extrema y ferocidad extrema, también astucia, azuzándolo con la animosidad con que desperdigarían su osamenta, recogiendo sus huesos como los conquistadores recogían el oro, recogían las piedras preciosas, recogían los esclavos, destruyendo todo aquello que no podía venderse en Europa, disciplina y devastación simultáneas...

los huesos de Cortés enterrados en Texcoco y desenterrados 80 años después para cambiarlos a México, mil veces bendecidos y vueltos a bendecir, emparedándolos en el presbiterio de la Capilla Mayor de San Francisco, adonde se olvidaron por todos excepto por los fantasmas aztecas, ya que 100 años después, cuando trataron de desenterrarlo, no estaban en el presbiterio y tuvieron que derribar toda una pared hasta dar con él, o lo que quedaba de él, cerca del evangelio, esto es, en un lugar opuesto, sus restos confundidos con los de otra persona, proponiendo entonces sacarlo de allí y llevarlo al Hospital de Jesús, el cielo nublado, un cielo que se llenaba de cúmulos como marmita de bruja, un cielo de cobre, sofocante, agobiante, la ciudad de entonces como una gigantesca víscera en la que se pudrían los árboles y hasta las piedras...

calle tras calle la avenida saturada de automóviles, cada uno distinto pero asociado al siguiente, como si todos ellos en sus diversas conjunciones aceptasen invariablemente integrar lo que visto desde algún helicóptero policiaco (pues en ciudad de México hace tiempo que prohibieron el vuelo de helicópteros particulares), podría ser una gran, terrible, ondulante y coloreada serpiente, manifestación concreta de cierta involución, persistencia de lo inferior en lo superior, de lo anterior en lo ulterior, principio del mal inherente a todo lo terrestre...

como si el minitaxi fuera una máquina del tiempo,
o el mundo se hubiera detenido, mi protagonista recordando que Castañeda aprendió en Ixtlán que para poder ver el mundo había que detenerlo...

el mundo: arcano vigésimo primero del Tarot, y en relación con los gnósticos, un sepulcro...
el minitaxi entonces como un sarcófago, principio y fin de la vida material, lejos de casa y lejos del trabajo...

porque la visita al Templo es una visita de trabajo, la grabadora lista, el cuaderno cada vez más ajado, la mirada atenta, esperando siempre el momento en que las piedras hablen, vigilando ansiosamente la excavación, las formas esfumadas que aparecen y desaparecen, el águila en su vuelo de picada, el joven búho, los cuatrocientos conejos de la embriaguez, los infinitos nombres del miedo...

en mi cuaderno el proyecto de protagonista, de pie frente a su armario mientras repasa con fruición su colección de cabezas (casi) idénticas, tratando de elegir entre la marxista, la erasmista o la hegeliana, diferencias quizás imaginadas, ya que son o parecen iguales, por lo menos lo suficiente para que sus amigos lo encuentren bastante parecido a sí mismo, tanto física como psicológicamente, dado que lo frecuentan con asiduidad y él está siempre dispuesto a asumirse como nudo o centro (móvil) de relaciones sociales, divagando concupiscente y pícaro, mesándose las barbas negras de diablo embaucador antes de decidirse por una u otra cabeza...
la número dos, digamos, que lo frustra y hace renacer siempre curioso y ávido de saber...
o la siete, que implica la persecusión sin fin y siempre decepcionada del placer y la voluptuosidad (parodia del amor infinito)...
o la nueve, con la que es capaz de mandar y dominar, dueño de los poderes de las tinieblas...
o la cuatro, con la que dice lo indecible, piensa lo impensable, sondea lo insondable y trata de aprehender lo inaprehensible...
porque la tres lo llena de aburrimiento y
la cinco, bueno ¿para qué sirve?...
(parece una cabeza adecuada para dar respuestas adecuadas, ¿o incluye su propensión a la paternidad y al amor filial?)...

y va a creer desechar una cabeza y elegir otra, e incluso durante breves instantes llegará a sentir su cuerpo (momentáneamente) sin gobierno, indecible y cercano, estremecido de sueños e instintos hasta ser abordado por ideologías y experiencias como si sólo sirviera para desplazarse y difundirlas. humanoide agente de códigos morales y prejuicios de telenovela, máquina inmóvill frente al espejo del armario: un quieto coche de museo...

como el minitaxi en el que viajo, donde muy bien podía pretender que viene él, pensando como yo en la cabeza del cura Hidalgo, colgada durante más de diez años en uno de los muros de la Alhóndiga de Granaditas, desarrollando una confabulación increíble de tan antigua, como si todo el saber, espeso por culpa de erudiciones, citas, referencias interesadas y valores caducos, enorme y acumulativo,desembocara en crímenes viales y violencias sin fin, porque el arrasamiento iracundo de árboles y casas no puede ser resultado de un vandalismo improvisado que margine el esfuerzo de dos o tres instituciones por recuperar la vida nacional, sino por el contrario, parte de un plan minucioso y devastador que comienza por considerar la ciudad, y por lo tanto su historia, como una sobrecarga inútil, inventario inútil de lo realizado y fardo memorioso...

qué significan, si no, todas esas máquinas implacables que muerden la tierra y arrancan la vegetación o acometen contra las casas con estruendo de motores de doble tracción, esquivando mezcladoras y jefes de obras, pero poseídos de tal manera en medio de este caos de voluntades y determinismos, que parecen furiosas por no encontrar seres humanos, malévolas e intolerantes, y al mismo tiempo decididas a devorarnos entre bufidos a todos, menos a él, claro, al protagonista de las cabezas intercambiables...

pues es ridículo pero salí (decía mi protagonista con una de sus cabezas más convincentes, y lo transcribí realmente de mi grabadora), ya saben que no me limito para nada (mirándonos a mí y a cuatro de sus más jóvenes arqueólogas, jugando más bien a diluírnos en el todo, a emparentarnos con algo mágico, como si fuéramos una especie de puerta que lo trajera al mundo), y además hice muy buena actuación, miren, con todos los amigos que están ahora en Bellas Artes, bueno, inclusive en la época de Ortiz Macedo, cuando era director le propuse...
oye Luis, yo quisiera que bueno, alguna vez me gustaría salir, digamos, en La Traviata...
y salí en el primer acto, en la gran fiesta de disfraces, pletórico de condecoraciones, confundido con otros veinte que estaban allí...
le había dicho; quiero salir en algo así, tener la experiencia ¿no?, saber cómo es eso del show business ¿verdad?...
entonces la semana pasada me habló un viejito y me llevó a presentar con un amigo que era algo así como el jefe de repartos, y él me aprobó y todo...

y ¿te atreviste a cantar?: una de las muchachas, distribuyendo café en las tazas...

no, no, no, pura actuación, nada más así de caminar, nada de canto (siempre mirándonos y como midiendo si devuelve a estas mujeres a la naturaleza, por lo menos a dos de ellas, a un comercio íntimo y metafórico con algo así como las fuerzas esenciales), y entonces el jefe de repartos dijo okey, usted va a ser el Príncipe persa ¿no?
¿que qué?
para empezar yo creía que Turandot era el nombre de un señor y era el de una dama, pero me instruyeron...
usted va a salir arriba con los guardias, va a ir descendiendo la escalera muy lentamente con los guardias, muy lentamente, el pueblo de Pekín va a estar allí; usted bajará con gran dignidad porque es un príncipe, se detendrá frente a la princesa, ella va a decir que no con el brazo y usted se entristecerá profundamente, recoge su capa mientras la guardia empieza a retirarse y desaparece, eso es todo...
¿deveras?
sí, a ver, ensáyelo...
entonces dije muy bien, muy bien, y dentro de cuántas semanas salimos...
no, si es el miércoles, salimos pasado mañana, el viernes y el domingo...
¿no vamos a tener más ensayos?
no, si esto ya se va a presentar...

¿en serio?: (Diana) frente a la ventana, cuchareando su café, distraída con las idas y venidas de los trabajadores ocupados en sus tareas de rescate arqueológico, pasando sin verlos, sin dar vuelta la cabeza, hasta ignorando su existencia...

entonces llega el día de la cuestión y me dijeron
¿usted de qué va a salir?
pues de príncipe persa...
ya está apartada su ropa, vaya para allá, que se la den...
una ropa con muchas perlas ¿no?, una capa de armiño, un gorro...
sí, cómo no; y les digo: ¿y mi camerino adónde queda?
¿su qué?
mi camerino...
no, hombre, allí adonde están todos ¿no?, si es general...
(porque los camerinos son para los meros meros ¿verdad?)
entonces por acá pues ya me bajaron los calzones de príncipe ¿no?, ah, y para entonces pues ya estaba bien maquillado y todo eso, y los compañeros allí
oye, pásamelo...
que me lo pongan acá...
en fin, agarré y me vestí de príncipe, con mis anteojos, porque no veía, entonces con mis anteojos y mi gorro ¿no?, y me agarra uno y me dice (prudentemente)...
oiga profesor, ¿a poco va a salir con sus anteojos?
no, no, no, de ninguna manera, cómo cree, y me quedé esperando allí muy elegante, porque era muy elegante el cuadro ¿no?, y me paseaba y me paseaba hasta que empezó la ópera, y yo salía como a los cinco minutos de haber empezado, pero había ensayado con anteojos, y dije qué bruto soy, deveras, ahora me quitan los anteojos y son como veintiocho escalones los que hay que bajar, no, yo no salgo porque me voy a caer, no veo nada sin mis anteojos, hasta que dije total, si me caigo voy a ser como Cantinflas ¿verdad?, me quito el gorro y empiezo a insultar a los guardias...
órale bueyes, no empujen ¿no? (pues qué hacía)...
entonces ya...
que súbase por esta escalera porque usted tiene que salir por arriba...
y es que la ópera empieza cuando le leen un edicto al pueblo, diciendo que el príncipe persa ha sido condenado a muerte por no haber respondido los tres enigmas de la princesa, y al rato lo van a decapitar...
entonces el príncipe sale precedido por un gigante con cimitarra; entonces sale así y yo atrás, muy digno entre cuatro guardias con sus armas, pero en el programa dice que el pueblo de Pekín al ver la presencia, la juventud y la belleza del Príncipe de Persia, lo apoya y empieza a pedir clemencia, y yo con el gorro clavado hasta acá, hasta media nariz para que no me reconociera el Director del Instituto Nacional de Antropología e Historia, porque dije me ve este cuate que está en un palco viendo la vaina y es capaz de decirme que no soy más Presidente del Consejo de Arqueología, de modo que traía el gorro hasta acá, con mis barbas ¿no?, muy serio...
entonces el cuate de la cimitarra me dice usted sígame, cuando yo de cinco pasos, al dar el sexto paso, usted se arranca...
pues si lo alcanzo a ver, maestro, porque no veo nada...
y lo que más temía era que alguien fuera a pisarme la capa, o que se me atorara en un clavo, así que
órale, no me vayan a pisar...
y qué pasó, mi príncipe...
no te preocupes, mi príncipe...
órale...
que no sé qué...
pero en eso empezamos a avanzar, con aquellos bueyes atrás y el de la cimitarra cinco pasos al frente ¿no?
entonces llegas a las escaleras y ves así al pueblo de Pekín que empieza a vociferar a tu favor, y empiezas a bajar muy digno y enhiesto, y abajo que se me acercan unas viejas gritando que me salven...
y yo quietas, les digo, quietas...
y ya salió muy bien todo, digo, muy bien la actuación, muy verosímil ¿no?, en serio, y la repetí el viernes y el domingo, y mi esposa me fue a ver dos veces, padrísimo, deveras, porque me despintaban todo, me quitaban el maquillaje y ya me iba a ver la ópera, porque nada más salía en el primer acto, deveras...

sonreíamos todos y yo apagaba la grabadora; (Diana) adolescente, flaca y lorquiana, (Claudia) con anteojos de monja pícara, (Sol) con ojos ligeros y boca de agua, y (Mararía) pálida, pecosa y altiva, fumando sin expresión: un delgado hilillo de humo elevándose...

la mañana organizando luces y ruidos alrededor de estas mujeres ante quienes mi protagonista dejará de ver a los demás, y ante quienes siente o sentirá (no muy adentro) que se le abren (incontenibles) las puertas del deseo, y con ellas alguna desesperación, alguna ansiedad y hasta cierta firmeza para sujetar las riendas del instinto, y a la vez, quizá la certeza del Tlahuicole cazador que comienza a acechar y extiende su red, cuidadosa e irresistible red de palabras...

porque como solución alternativa a las cabezas intercambiables, pretendo que mi protagonista a veces se piense como Tlahuicole, el de la divisa de barro, ese guerrero de Tlaxcala que amarrado y derrotado mortalmente acabó con muchos jóvenes y aún con experimentados guerreros...

que a veces sienta como si un Tlahuicole viviera y se desperezara en las limitaciones de su cuerpo, un Tlahuicole que se aburriría desesperado en el minitaxi, o cuando dicta clases, impaciente por arrojarse a destrozar enemigos...

y que a veces incluso le impregne temores, como el miedo de caer herido en manos de los sacerdotes de mantos negros y cabellos flotantes...

aunque lo que teme realmente es la acumulación de coincidencias, eso que entre bromas no me cansaré de hacerle notar, por ejemplo que entre el primer Moctezuma y el segundo, transcurrieron igual cantidad de años que entre Moctezuma II y él, que también lleva ese nombre...
es decir, que entre el primer Moctezuma, padre de Mixi (guerrero que inició la peregrinación azteca), y Moctezuma II, quien llevaba entronizado 18 años cuando llegaron los castellanos, transcurrieron 450 años...
y entre Moctezuma II, de vida breve y desdichada, si es que la desdicha puede ser breve (agregaría Borges), y mi protagonista, Reyes Moctezuma, develador de los restos del Templo Mayor, han pasado exactamente y también 450 años...
y 450 es una cifra mágica, pyues encierra obviamente el número 9, es decir, 4 + 5 + 0 igual a 9...
y los 18 años del reinado de Moctezuma II también suman 9...
y el 9 entre los aztecas era un número significativo que correspondía a la muerte y las regiones del inframundo, asociado al norte, la oscuridad, la noche y el interior de la tierra...
y entre ellos el día se dividía en 9 secciones de tiempo, la semana se completaba a los 9 días, 9 eran los señores de la noche, diferenciaban 9 tipos distintos de vaginas y 9 infiernos...
de modo que del número 9 emana un verdadero carácter (¿siniestro?)

o el hecho de que nacimos exactamente el mismo día, del mismo mes, del mismo año y a la misma hora, (casi) podría decirse que bajo un signo maléfico, y por lo tanto, propensos a actuar sólo en horas determinadas, o en fechas colocadas bajo constelaciones favorables...

o la sorpresa el primer día de clases al citar a los alumnos en el lugar de las excavaciones y comprobar que eran 9: un grupo de muchachos que podrían ser sus amigos y muchachas que podrían ser sus amantes, aunque esto quizás no lo piensa él, sino yo, como siempre en el minitaxi, gozando manipular posibilidades...

el minitaxi bloqueado por autos y escombros de calles en reconstrucción, los otros choferes y pasajeros como enjaulados, ausentes (desde sus caras adustas), tristes, ultrajados...
un jorobado con cabeza de fruta seca orgullosamente echada hacia atrás mirándome de vez en cuando...
una adolescente hurgándose la nariz...
la cabeza de una bella morena puesta sobre una especie de bandeja formada por el cuello de su abrigo...
la calle sucia, ondulada por el calor, un vientecito levantando nubes de detritus, el minitaxi como el séptimo arcano del Tarot...

siete: como la estrella de siete puntas, conexión del cuadrado y del triángulo, las siete direcciones del espacio, número de los planetas y las deidades, de los pecados capitales y sus oponentes, de los días de la semana y las maravillas del mundo, símbolo del dolor...

la hermosa (Sol) cirniéndose sobre la ofrenda 7, sus nalgas alabeadas como si fuera a caerse, pero no se caía...

las ruedas del minitaxi (ahora quietas), negras en relación con los torbellinos de fuego de la visión de Ezequiel, la forma del volkswagen como una defensa contra las fuerzas inferiores, los dos guardafangos delanteros con faros de visera, una anfisbena de dos cabezas, símbolo de los poderes antagónicos que hay que sojuzgar para poder avanzar...

o Cortés en su lecho de muerte viendo repentinamente, sus ojos dándose vuelta, con ganas de gritar, gritar como un animal acosado, pero como si una fuerza extraña lo arrebatase ríendo frenéticamente, con aliento cortado, reducido a un puro grito de miedo, un grito que veía ante el advenimiento de la muerte, aceptando su final sin abatimiento, con miedo y unicamente miedo, porque estaba cogido por la garganta y no veía nada, no veía absolutamente nada...

o esa tradición cholulteca que sostenía que las moscas eran los sueños y los pensamientos maléficos de Cortés, demonio fiero, políglota y coprófago, cuyo nombre podría interpretarse como el de Príncipe de las Moscas...
sus sueños entonces, y sus razones, y sus palabras, transformámdose instantáneamente en enjambres de moscas que se dispersaban al viento...

entre los compañeros de Cortés quien creía que las moscas eran la forma visible de los excrementos del gran diablo Leonardo, quien en la noche de San Juan y en ciertos lugares de Europa, procedía al reparto de las moscas que correspondían a cada una de las naciones, pero dispersaba sólo moscas domésticas, siendo las otras, las aurifacies, las tempestivas, las verdes, las vitripennis y las corvinas y demás muscidas, hijas de la séptima letra del alfabeto hebreo, zain, con la octava jet, cuando esta caía a la derecha....
porque acontecía que un cabalista estaba escribiendo y de pronto del papel salía volando un enjambre de moscas, precisamente de la e de jet...

y había otro castellano (de los que vinieron), probablemente andaluz, que decía que las moscas entre los árabes y otros infieles, eran los insultos que los djin se dirigían unos a los otros...

Cortés por dentro lleno de moscas (que le salían por las barbas), y cuando los fantasmas aztecas abrieron su ataúd por primera vez, todavía en España, tuvieron que alejarse varios días a setenta pasos esperando que se fuesen todas las moscas que habitaban su cuerpo antes de lograr acercarse para cortarle la lengua y desmembrarlo...

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